RELATOS

Manuscrito hallado sobre una mesa, por Diego Iturriza


Cuando me mudé a vivir solo tenía 23 años, y mi abuelo, que ya estaba con un pie en la tumba aunque lo ignoraba, me hizo ir a su casa.
–Fijáte en la mesita ésa que está en la esquina –me dijo.
Es una mesa baja, de madera (o de algo que la imita muy bien), con tres patas cilíndricas que conforme se acercan al piso se distancian. La tabla forma un triángulo que está mutando a círculo, cubierto de una especie de acrílico transparente bajo el cual se ve un dibujo que para la época (los setenta) era moderno, y hoy sigue siéndolo: finas líneas circulares de color rojo y blanco definen elipsis que se cruzan sobre un fondo negro, acompañadas de dispersos círculos llenos, mucho más pequeños, como manchas, de los mismos colores. Una mesa que nunca antes había visto en lo de mi abuelo, aunque lo había visitado lo suficiente.
–¿La querés?– me preguntó.
Cómo no la iba a querer, si está buenísima (y así es que todavía hoy motiva el comentario elogioso de cualquiera que la vea).
–Bueno –agregó–. La mesa era de tu tío, y cuando fui a su casa a levantar todo, encima tenía esto.
“esto”es el relato que sigue, escrito a mano en un raro papel amarillo. Mi tío integra desde el año ‘77 la lista de desaparecidos de la Dictadura.

Aunque se venía anticipando desde que era un niño, mi inquietud se desencadenó cuando escuché la inverosímil versión según la cual si Da Vinci escribía en espejo y con la mano izquierda era con el fin de resguardar del hurto –o de la persecución eclesiástica– sus creaciones, descubrimientos o hipótesis. Inverosímil por al menos dos motivos: porque cualquiera con la lucidez para darse cuenta de que lo que Leonardo anotaba era robable habría descubierto el procedimiento (como codificación secreta muy rudimentario), y por esconder una idea de creación, descubrimiento o hipótesis extemporánea. Nunca me molesté en averiguar el origen de la versión (tal vez no sea más que un mito de la Pampa, como tantos otros que hablan de temas que la exceden, e igual que tantos tal vez merezca no serlo; cómo sea, no tiene importancia). Pero me resultó obvio desde el principio que ese hábito debía explicarse por un motivo de mayor aliento, algo que en sí fuera una creación, descubrimiento o hipótesis.
   La clave debía estar en la inversión (o mejor dicho, debía poder pensarse en lo invertido). Consideré otras inversiones comparables aunque más simples y me di a su práctica. Con detalle observé mis gestos al bañarme o lavarme los dientes, entre otras acciones íntimas. Fui tomando conciencia de las aprendidas secuencias cinéticas que determinan los roles de la izquierda y la derecha desde tiempos inmemoriales, tanto para mí como para el resto de los confundidos humanos, por ejemplo en la estúpida acción de peinarse cada mañana, para no mencionar actividades laborales (como el manejo de una cámara fotográfica), que nuestra civilización encima cruza con una distinción de sexos (la ubicación de los botones de la camisa distingue camisas de hombres y de mujeres). Y siendo zurdo empecé a usar la derecha para por ejemplo jugar al tenis o completar acciones habituales como poner la llave en la cerradura, etcétera.
   La primera sorpresa fue la irrupción de recuerdos olvidados: estaba afeitándome con la derecha (educándola para esa labor que mi otra mano aprendió sin que yo pudiera recordarlo) cuando me vinieron imágenes de la infancia: unos cuises que eché en el pozo poco profundo de un aljibe seco, y que encerrados no sabían otra cosa que recorrer la línea donde el piso se transformaba en el borde circular e irremontable. Un recuerdo inofensivo, que sin embargo todavía me maravilla por la atmósfera y los tiempos que evoca. Con cada nuevo experimento (con cada nueva inversión) aparecían recuerdos semejantes, más la sensación de que una nueva agilidad se estaba apoderando de mi mente.*
    El procedimiento de invertir mi entorno me habilitó un interminable rango de nuevos estímulos en diversos frentes. Fue como volver a educarme en un mundo al revés. Y lo que tomó impulso con el rearmado en espejo de mi máquina de escribir (tanto de las teclas como del rollo, de modo que funcionara al revés; sólo me faltó voltear las letras) dio paso a un mundo alucinante, cuya velocidad de mutación era proporcional a su imparable y sostenido florecer. Recuerdos olvidados y –lo mejor– ideas inesperadas y nuevas, ocurrencias fantásticas, se tramaban en una incansable y siempre sorprendente efervescencia.**
    Fue en esa época que leí distraídamente los vagos textos de psiquiatría que en medio del caos general me llegaban a las manos y encontré términos con que pensar la experiencia. Todo estímulo se deja definir en su correlato neuronal; sin embargo, cuando ocurre por primera vez, el correlato es desordenado (uninformado), caótico, una masa amorfa hecha de redes y conexiones imprevistas, porque la mente en sus distintos niveles no tiene resuelto cómo ha de organizar el flujo novedoso. No obstante, si lo que irregulariza la percepción la desarrolla, una vez que el estímulo se hace hábito (una vez que se aprende a manejar el teclado de una máquina de escribir, por dar un ejemplo recurrente), la información no produce desorden alguno, y por el contrario se articula en un tránsito depurado que tiende a circunscribirse a los canales conocidos y pasar por alto cualquier irregularidad (es así como no vemos el horror sino hasta que se transforma en amenaza e invade el mundo inmediato, las casa vecinas, para después descubrirlo incluso donde no está).

La desestabilización multiplicadora de mi accionar tuvo efectos definitivos. El primero lo conocí una noche, en que un dolor caliente en el cerebro me impidió dormir. Su arrebato no se detenía aunque tratara de abstraerme y respirara como un yogui, buscando la calma. La circulación del aire en los pulmones, los golpes de mi corazón contra sí mismo y las demás cavidades, la armonizada existencia de mi sistema muscular eran un auténtico azote, imborrables y atronadores; hacia la madrugada, dormir o estar despierto se habían vuelto estados sin final, intercambiables, tránsito por la materia ciega y aturdidora de mi cuerpo cuyos límites había dejado de entender. El brutal dolor de cabeza se sobreimprimía, produciéndome lágrimas que eran más brotes de mi ojos y me laceraban las mejillas.
    Entendí que mi mente se había apropiado del régimen al que la había habituado mediante mis (hoy sólo puedo verlos así) rudimentarios ejercicios mecánicos, incorporando su economía al punto de continuar la progresión con total prescindencia de ellos. Esa noche de permanente y enfebrecida frontera fue también la de una brusca agudización de mis sentidos: los matices y la intensidad de mi percepción no alcanzaban grado último. El tacto me devolvía cada uno de mis tejidos y órganos, del inflexible cerebro a las pesadas arrugas del ano; la variedad e intensidad de los olores de mi cuerpo se volvieron intolerables; y si apenas conseguía mover las cordilleras que pesaban sobre mis ojos, mantenerlos cerrados no cambiaba nada: recorrí incontables civilizaciones en la clara de un huevo, en una espina, en el refluir de la sangre a uno de mis párpados (donde las guerras subnucleares se suceden sin pausa). Supuse confusamente que moriría en el violento tránsito. Pero de pronto y en cosa de horas el vértigo quedó atrás, y pude recorrer en paz la escala y habitar mi nueva integridad.
     En esa tarde de letárgico calor amarillo en que la ciudad se amasaba en gritos, portazos y explosiones supe cómo era mi cuerpo: sin razonar entendí y en un instante de abismo gödeliano demostré que en sus interminables reductos contiene infinitas veces lo necesario para replicarse y curarse, para modificarse indefinidamente, y que la llave de ese devenir está en el azar combinatorio y la heterarquía de los esquemas conectivos de la mente. Los agudos dolores cerebrales no habían sido más que expansiones, agregaciones y retortijones de la bruta materia cerebral, que se me estaba replicando, corrigiendo y aumentando para poder contenerse, como hacen la ciencia, el arte y la lengua a cada instante (se me reveló insoslayable la diferencia del instante).
     Mis células, mis grupos de células en cada uno de sus tejidos, cada una con su régimen de íntegro ser vivo, dependían sin embargo de mi sistema nervioso para mantenerse con vida, y en esa sujeción radicaba su no autonomía: podía llegar a cada una con mi tacto, porque no son otra cosa que extensiones de la mente, a la que dan su entidad (como quiso Hegel, quien sin embargo se extravió en lo recto). En mí estaba el poder de regenerarme por ejemplo la piel, lo mismo que cada uno de mis órganos. No de la manera automática en que se cura una herida, sino la auténtica posibilidad de su replicación –lo que sin que pudiera advertirlo del todo ya estaba pasando en mi cabeza–.
     Me dominó el terror: cómo no liberar fuerzas incontroladas y evitar que de pronto mi corazón se detuviera, mis pulmones se volvieran una viscosa materia impermeable, mi inquieto sexo se atrofiara y quedara como muerto, cómo no generar asesinos cánceres monstruosos. El universo al que me asomaba era total y aterrador, pero también inexorable: no había otra posibilidad para mí, de lo contrario no habría sido humano.
     Empecé tenuemente con mis extremidades: una ligera hinchazón en el pie, que me costó días agotadores, terminó siendo un sexto dedo, dotado de inusuales fuerza y elasticidad. Pasé luego a los brazos, ya capaz de reproducir miembros completos, me asesinaba partes para volver a generarlas segundos después; la energía, que al principio parecía insuficiente se volvió inagotable: una de las primeras pruebas fue la primitiva fotosíntesis con mi propia piel, que se extendió como un film sobre los cientos de metros cuadrados de medianera del edificio en cuyo piso 14 aún vivía (nadie lo notó, porque además de que nadie tiene ojos para estas cosas, mi piel se había vuelto una película transparente); una de las últimas, la producción de energía mediante fusión de partículas, sin otro insumo que el aire. El envejecimiento –el tiempo– desapareció de mi horizonte, supe que era inmortal. Supe que podía ser un niño, una mujer y un anciano, fui las tres cosas y también un general asesino y brutal, una famosa actriz rubia (aprendí a ser una mujer), un cañero tucumano y nunca dejé de ser total y omnímodo. Entendí la futilidad de mi existencia y amé la materia inorgánica y muerta. Decidí convertirme en una mesa que el tiempo destruyera. Una mesa moderna, de inspiración soviética o constructivista, donde se pudiera tomar café, leer y hablar de amor –la mejor forma de hacerlo– . Una mesa y un manuscrito. Lo hice al instante.


Diego Iturriza
Buenos Aires, EdM, Febrero 2012


(1) Cuando me mudé a vivir solo tenía 23 años, y mi abuelo, que ya estaba con un pie en la tumba aunque lo ignoraba, me hizo ir a su casa.
–Fijáte en la mesita ésa que está en la esquina –me dijo.
Es una mesa baja, de madera (o de algo que la imita muy bien), con tres patas cilíndricas que conforme se acercan al piso se distancian. La tabla forma un triángulo que está mutando a círculo, cubierto de una especie de acrílico transparente bajo el cual se ve un dibujo que para la época (los setenta) era moderno, y hoy sigue siéndolo: finas líneas circulares de color rojo y blanco definen elipsis que se cruzan sobre un fondo negro, acompañadas de dispersos círculos llenos, mucho más pequeños, como manchas, de los mismos colores. Una mesa que nunca antes había visto en lo de mi abuelo, aunque lo había visitado lo suficiente.
–¿La querés?– me preguntó.
Cómo no la iba a querer, si está buenísima (y así es que todavía hoy motiva el comentario elogioso de cualquiera que la vea).
–Bueno –agregó–. La mesa era de tu tío, y cuando fui a su casa a levantar todo, encima tenía esto.
“esto”es el relato que sigue, escrito a mano en un raro papel amarillo. Mi tío integra desde el año ‘77 la lista de desaparecidos de la Dictadura.

(*)Impecable palabra romana.

(**)En el agitado decurso entendí en qué radica la diferencia de los ingleses –cuyo correlato más notorio es no casualmente su invertida organización vial–, que justifica que hayan inventado entre otras cosas el fútbol, la literatura y el capitalismo, sistemas inseparables de su inigualable lengua. También explica su carencia escenográfica (y correlativamente, vuelve la espectacularidad desnuda –vacía– un axioma en el caso estadounidense).
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