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Credenciales, Diego Iturriza


a video-instalación es un modo de arte cuya edad se cuenta en décadas. En la ciudad de México me tocó ver una notable (era 1999). Consistía en la proyección interminable de una única película muy simple en superficies diversas, unas veinte o veinticinco tal vez, repartidas de manera asimétrica en un salón mediano. Se había filmado en 16 milímetros, y cada estructura sobre la que la artista la hacía correr era parte de un tratamiento diferente. Por tratarse de la misma secuencia, la proliferación podría haberse juzgado innecesaria, en especial porque el video era en sí una monotonía y los tratamientos a lo sumo agregaban un énfasis producto del extrañamiento al que sometían el material. Había versiones en blanco y negro y en color, unas corrían lentas, otras rápido (seguramente varias se aproximarían a lo que se denomina tiempo real), unas en sentido inverso, otras de modo que la sucesión original se alteraba con avances y retrocesos en el tiempo; había también las que que repetían indefinidamente una micro-secuencia, un gesto mínimo del protagonista. En fin, el punto es que el conjunto de las proyecciones, que ocurrían sobre las superficies dispares de telas, pantallas planas, monitores de computadoras, incluso el visor de un teléfono móvil, la etiqueta en blanco de una botella de vino, etc, obligaban a ver las imágenes con atención, a seguirlas y releerlas. No era posible salir de ese cuarto sin la convicción de que uno tenía la secuencia fija en la memoria, algo a lo que contribuía su extrema sencillez.
    Protagonizaba los nueve minutos de película un hombre de traje gris, con camisa clara y sin corbata, de aspecto publicitario, anguloso rostro caucásico, ojos grises y límpidos, pelo castaño, muy buen ver, joven, alto. Su mirada dejaba suponer abismos e intelecto, y de un modo que tenía mucho de convencional (ahí lo publicitario) incluía destellos que daban cuenta de un más allá, de una vida rica, donde podía haber lugar también para el dolor.
    Durante toda la secuencia pemanecía echado boca abajo en medio de un campo, o mejor dicho un pastizal, entre altas matas filosas de alguna planta silvestre de zonas bajas, en un largo plano secuencia en cuyo curso el hombre miraba con expresión neutra algo que estaba fuera de campo. Y excepto por el breve instante del principio en que estaba quieto, en el resto del video se arrastraba mientras la cámara lo tomaba de frente. Apoyaba su cuerpo y con él su vistosa ropa cara en el suelo como un soldado cuerpo a tierra, pero en cuanto iniciaba el movimiento se veía que no era el de un soldado. Se arrastraba con la cara muy cerca del suelo, por momentos pegada al piso, pasándola por el piso, impulsándose con el cuerpo con los brazos al costado, como una serpiente. Así se abría paso entre los pastos. Cada tanto la cámara se acercaba hasta un primer plano. Eso era el video: un tipo tal vez rubio o en todo caso como si fuera rubio y bien vestido que se arrastraba.
     Vi la instalación con mi amiga Rocío, que en ese entonces me guiaba por todos los rincones de la ciudad de México donde ocurrían cosas significativas. Rocío conocía a la artista, una mujer ya grande, de unos 50 años. Se llamaba Carla Fuentes Borobio y había trabajado la mayor parte de su vida en la mayor televisora mexicana como productora de telenovelas. Hasta que un día había decidido que quería ser artista y había renunciado al universo de derroche, estrés y humillaciones de la televisión. A su edad tenía la vida resuelta, la guita le sobraba, pero estaba sola, sin hijos, toda su familia era una hermana que había emigrado a Estados Unidos y de la que se sentía cada vez más lejos, porque sólo parecía capaz de decir frases hechas sobre lo magnífica que era su vida. Tanto por teléfono como si se encontraban en la oscura ciudad de Detroit, Rossana le pintaba una vida típicamente estadounidense sin fisuras, con anécdotas convencionales de sus hijos en el college y alabanzas para su marido, un ejecutivo también mexicano que pocas veces la acompañaba. Sin embargo, a Carla le quedaba la impresión de que su hermana no le abría su corazón y que su vida distaba años luz de ser lo satisfactoria que ella declaraba.
    Rocío la había conocido en una disco queer, donde ambas intentaban conjurar el aburrimiento de la sexualidad escolar, y la artista también su soledad, pues según le contaría a Rocío más tarde no sentía afinidad con ninguno de los grupos con los que en su vida había alternado por familia o trabajo. Tras una larga noche de plática se habían hecho amigas, y la mujer la había invitado varias veces a viajar por México, gracias a que su fortuna le habilitaba el ejercicio de la generosidad y la chica le caía simpática.
    En el lujoso catálogo que acompañaba la instalación había un texto (muy retocado por Rocío, quien como buena egresada de la carrera de Letras pasaba apremios económicos a pesar de su sólida formación) en el que afirmaba sin pruritos “el mundo del arte nunca me perdonará que me haya enriquecido trabajando para la industria de la chatarra cultural, como si hubiera alguna diferencia”. Acto seguido presentaba el video a partir de una pregunta que se le había ocurrido “a la hora del almuerzo en un restaurante de Polanco, mientras comía sola frente a la mesa de un grupo de hombres de negocios, a quienes cuatro meseras atendían como si sus vidas dependieran de que no les quedaran deseos insatisfechos: ¿cómo se sentirá tener todas las credenciales sociales? ¿Cómo será ser hombre, blanco, guapo y rico en México?”.

Diego Iturriza (Buenos Aires)
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