El poder de llamar al animal para naturalizar lo social se vuelve una función constitutiva de la legitimidad de cierta violencia deshumanizante propia de sociedades desmanteladas por lo que ha sido descrito como “capitalismo del desastre”—olas destructivas de políticas neoliberales barriendo América del Sur desde comienzos de los años setenta, desmantelando el estado de bienestar y abandonando a sociedades enteras a las fuerzas irrestrictas del libre mercado.
Cuando el poder se trasforma en biopoder y la fuerza no es un último recurso sino el punto de partida de una secuencia de violencia soberana, la muerte del animal se vuelve un mecanismo de legitimación de un tipo de coerción que no busca asegurar la paz sino crear y mantener por la fuerza la naturalidad de un orden normativo que decide y distribuye sobre el campo de lo vivo las vidas que merecen ser vividas y las muertes que no valen la pena. Se trata de una violencia militar y policial que, en el reverso del terror económico global y la erosión de la autonomía del estado-nación, trabaja disciplinariamente en el umbral entre lo biológico y lo social como aparato de captura que excluye toda posibilidad de vida sin domesticar. Una nueva forma de la guerra, ubicua, de un solo bando, dirigida contra una serie de enemigos intangibles—la droga, el terrorismo, la “inseguridad”––funda este reino animal de la política, que invoca a la bestia para diseñar un medio afectivo de vulnerabilidad y miedo en torno a la peligrosidad de ciertas vidas criminalizadas y abandonadas en el campo de la precariedad, la excepción jurídica y la miseria planificada. Se trata de un peligro cuasi-biológico, un enemigo racializado que funciona como principio de segregación, eliminación y normalización de una sociedad reducida a población de seres vivos, esto es, a un cuerpo múltiple de innumerables cabezas sobre el que el biopoder traza la frontera entre lo que debe vivir y lo que debe morir.
La Virgen de los Sicarios, la novela de 1994 de Fernando Vallejo, es tal vez el espacio donde con más ferocidad se escucha la invocación ambigua del animal como modo de construir espacios sociales inseguros, zonas de no-derecho en el reverso de la ley. Paseo por la tierra de los muertos vivos, la novela narra en el lenguaje onírico de la violencia los sueños de exterminio de Fernando, un viejo gramático cosmopolita sin ganas ya de vivir que, después de décadas de exilio voluntario en el primer mundo, vuelve a morir al “país más criminal de la tierra” (36, 8). Con el tono antipatriótico y antinacional de gringo globalizado, Fernando va a convertirse en una máquina de guerra lanzada contra el cuerpo biológico de la nación entera y el Estado nacional, ineficiente y corrupto que, en nombre de la ley y los derechos individuales de los ciudadanos, se niega a aplicarle mano dura a la horda de “gentuza agresiva, fea, abyecta, esa raza depravada y subhumana, la monstruoteca” (67). Se trata de las clases populares, precarizadas y excluidas del nuevo orden socioeconómico global que el salto modernizador de nuestro fin de siglo dejó al desnudo, abandonadas en un estado permanente de violencia y de excepción conservadora. Son cuerpos que el nuevo estado de seguridad global que habla a través de Fernando dejó de reconocer, ríos de pobres salidos “de cualquier hueco o vagina” como ratas de alcantarilla bajando desde las comunas que rodean la ciudad (75).
Acoplado a un joven sicario desocupado por la muerte reciente de Pablo Escobar, Fernando se va abriendo paso entre esos flujos torrentosos de vida indeseable producida como mero residuo o desecho eliminable. Desde que comienza la historia y Fernando entra con Alexis a un cuarto repleto de relojes “detenidos todos a distintas horas burlándose de la eternidad, negando el tiempo”, la sucesión se interrumpe y el tiempo se desdobla (9). Duplicado por Alexis--su deseo, su sombra--Fernando queda arrojado afuera del tiempo cronológico, estancado en el eterno retorno de una violencia infernal por la que se desliza el puro presente de una escritura de la que manan consignas alucinadas y desbordes de fantasías reprimidas, sin punto de vista exterior desde donde ordenar y juzgar lo representado. Falta un novelista en tercera que “atestiguara, que anotara, con papel y pluma de tinta indeleble” lo que Fernando dice o no dice, lo que es realidad, deseo o presunción, pasado o presente, vivido o soñado (93).
Según el procedimiento que atraviesa la poética de Vallejo, a saber, que la vida “se hace novela” desde el momento que se la vuelca sobre el papel—sobre todo si se lo hace en primera persona y jugando con las posibilidades del pacto autobiográfico--, el narrador de La Virgen de los Sicarios descarta la etnografía y apela a la literatura para decir una verdad política traumática e insoportable que a los cronistas de la realidad se les escapa porque tiene la forma de una ficción. Allí entonces donde los sociólogos “andan averiguando” o donde los narradores en tercera tratan de “meterse en la mente de otros”, el Gramático de La Virgen de los Sicarios sólo pretende “adivinarle el alma” a ese vacío de sentido que encarna Alexis, objeto de deseo más que de representación que el lenguaje de la narración persigue apasionadamente entre multitudes de animales humanos, brutales y agresivos, luchando por sobrevivir en una sociedad exasperada por la violencia del libre mercado (15, 14).
Joven desecho urbano, sin pasado ni más futuro que el tiempo vacío del consumo y la muerte por encargo, Alexis es una pura pulsión de muerte que vive en el presente y arrastra a Fernando fuera de sí, hacia un mundo paralelo donde el deseo es cumplimiento y el verbo se hace carne. El joven, que “no respondía a las leyes de este mundo”, se dedica a ejecutar los deseos del hombre de letras y a convertir sus palabras en acto, como si en la Colombia de nuestro fin de siglo por fin se convirtiera en realidad el viejo sueño de los letrados latinoamericanos de transformar la sociedad por medio del discurso (16).
En su desemejanza, el viejo Gramático y el joven sicario forman un monstruo de dos cabezas, un solo cuerpo “inseparable en dos personas distintas” lanzado como una máquina de guerra suicida contra la vida misma (56). Es la bestia soberana, reinando en un estado microscópico de excepción donde la temporalidad (de la ley, de la historia) ha quedado suspendida y sin mala conciencia ni reparos pequeño-burgueses se puede matar sin cometer asesinato. Ayer país de gramáticos, hoy tierra de sicarios, en la Colombia de La Virgen de los Sicarios no existe metáfora ni hay diferimiento del sentido. La palabra es cumplimiento, el verbo se hace literalmente carne, las palabras matan al actualizar lo que un orden discursivo calla o excluye para poder constituirse como tal: el núcleo de transgresión en el corazón mismo de la ley, el trasfondo de violencia clandestina e ilegal en el reverso del estado de derecho.
Todo comienza por un deslizamiento del sentido, aquel que va del “lo quisiera matar” del Gramático (“Yo a este mamarracho lo quisiera matar”) al brutal “Yo te lo mato” o “Yo te lo quiebro” del sicario (24, 25): cuestión de semántica, que abre un mundo posible de asesinatos sin más realidad que la de un deseo imposible de asumir como propio. Un hippie ruidoso, tres soldados, un taxista grosero, una mujer embarazada y su pequeño hijo, una empleada de cafetería, un grupo de chicos de la calle, un defensor de los pobres, sin contar un mimo y un Hare Krishna, van cayendo uno por uno bajo el deseo despótico de Fernando que, en una suerte de heroísmo de la alienación, sin tentaciones morales ni sentimientos humanos, va hundiéndose en la materia deseante de una sociedad abandonada a las fuerzas del libre mercado, en guerra con la vida misma.
Fernando pierde la cuenta… Los muertos serían más de cien (79)… ¿Hasta dónde será capaz de llegar este deseo terrorista de depurar la vida? ¿Cuán lejos puede ir el lenguaje en esta exploración en clave de un vitalismo reaccionario de un campo anárquico de multiplicidades salvajes, atravesado por imaginarios nacionales en desintegración? Solo cuando un animal irrumpe en el campo de la representación, la mano dura del escritor parece vacilar hasta detenerse. Fernando es un amante de los animales, “son el amor de mi vida, son mi prójimo, no tengo otro, y su sufrimiento es mi sufrimiento y no lo puedo resistir” (79). En el imperio del deseo de Fernando, cualquiera puede morir como un perro, menos un perro—un perro de la calle que agoniza caído en una alcantarilla después de ser atropellado por un auto. Hace días que estaba muriendo, no tiene salvación, hay que sacrificarlo, pero en ese momento el ángel exterminador se esfuma de su lado, como si el fantasma de su goce se desvaneciera: en efecto, el sicario se niega esta vez a disparar. El velo de la fantasía se levanta y Fernando, obligado por primera vez a hacer justicia por mano propia, recibe desde el fondo de lo real la mirada implorante y dulce del animal que “me acompañará mientras viva” (80).
Se trata de una llamada silenciosa a la que Fernando responde, “una llamada muda, angustiada, ineludible”, que “me llamaba arrastrándome hacia su muerte” (80). En ese umbral intensivo donde la vida se desliza hacia la muerte, en la frontera misma entre el lenguaje y el cuerpo, Fernando queda asomado al horror del abismo del otro--una noche animal que va a tragárselo. La realidad se vuelve real y Fernando se gana su derecho a la muerte: sin nada que se interponga entre él y lo que acaba de llamar su “prójimo”, vio la Cosa a los ojos; vio el objeto último de su deseo en lo que éste tiene de insoportable e impenetrable; vio el núcleo inhumano de la humanidad—una presencia inerte e enigmática que lo divide brutalmente y que, después de haber matado, lo dejará abandonado en el campo de los muertos vivos como un títere o un autómata, incapaz de sentir o de sufrir. Fernando sacrifica al animal de un tiro al corazón y se dispara un tiro en el pecho que Alexis alcanza a desviar. La escena gira vertiginosamente y al día siguiente será Alexis el que muere de un balazo en el corazón, en plena calle y con los ojos bien abiertos, después de llamar por primera vez a Fernando por su nombre.
¿Qué quiere el animal de mí? ¿Qué consigna se transmite a través de esa mirada sin palabras, en el límite mismo del lenguaje? ¿Despertar a la precariedad de la vida del otro? ¿Nacimiento de la prohibición de matar? ¿O nacimiento del deseo de matar, de un poder absoluto de infligir una violencia infinita sobre una vida precaria e indefensa?.
El aluvión zoológico
El animal político moderno es un animal literario.
Jacques Rancière, El desacuerdo
El asesino de Alexis, otro sicario de nombre Wílmar, no tarda en cruzarse con el deseo de muerte de Fernando que, lejos de haberse aplacado, está intacto y no ha cedido a la tentación que representa la domesticación ética de un otro reducido a su imagen y semejanza. Como los sicarios, Fernando vio algo en los ojos vacíos de su víctima, algo traumático, de una intensidad asfixiante, de una alteridad radical, frente a lo cual su deseo no retrocede. Por el contrario, recrudece, toma fuerza y se proyecta sobre las barriadas que rodean Medellín—un mundo alucinado repleto de animales donde vegetan medio millón de pobres “encaramados en las laderas de las montañas como las cabras” (109). Como el mundo de las comunas, que “se me ha metido en la cabeza” (57), el llamado que Fernando recibe al borde de la muerte del animal desborda la acequia que no alcanza a contenerlo e inunda su voz, crece, se expande por ella, y se lanza contra las comunas como un furioso deseo de muerte purificadora que trepa por las montañas fulminando lo vivo. De las comunas salen, no muy lejos de la zanja donde agoniza como un personaje del realismo social el perro moribundo, las “putas perras paridoras” que transmiten la vida como una enfermedad (67)—mujeres embarazadas culpables de la reproducción de una raza degenerada que solo produce “simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol” (95). Son los muertos vivos que habitan Medellín, “pobres seres inocentes” sobre los que el narrador extiende el manto de compasión animalizante que le pone fin a la novela, cuando la voz narrativa se apaga y Fernando se despide con un último deseo que repite la muerte del perro atropellado: “Y que te vaya bien/que te pise un carro/o que te estripe un tren” (127).
En el subsuelo mismo del lenguaje, entre los pliegues de una carne rumorosa, hay algo que insiste, un exceso siniestro de vida desprendiéndose del cuerpo como un fantasma que se apodera de la voz de Fernando y recorre ululante las montañas de pobres que acordonan Medellín. Tierra de animales desconocidos que Fernando dice haber visto “sólo de lejos… soñado, meditado desde las terrazas de mi apartamento”, las comunas son el objeto de sus sueños, la condición misma del deseo que alimenta el soñar-escribir (30). Las villas miserias son “un sueño de basuco” en el que el narrador dice creer, como saben los teólogos en Dios “sin haberlo visto” (62, 90). O en otras palabras: la vida abyecta de las comunas tiene la realidad de una ficción, un campo espectral donde la vida arrecia y no deja de diferenciarse, donde el ansia de matar se superpone con la furia reproductora. La pobreza de las comunas “agarra fuerza” y “se propaga como un incendio en progresión geométrica” por las fantasías del narrador, que no dejan de deslizarse hacia ese espacio donde la vida se reproduce a ciegas (71).
Se trata de una vida patologizada por la mirada higienista de Fernando, portadora del “gen de la pobreza”, multiplicándose desenfrenádamente como una epidemia sin control según una ley eugenésica por la cual “los pobres producen más pobres y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos, y mientras más asesinos más muertos” (109, 87). Amenaza ontológica para el cuerpo de la nación, los nuevos pobres urbanos deben ser privados hasta del derecho a reproducirse, en un orden de cosas donde nadie tiene la vida asegurada y solo sobreviviendo en una guerra de todos contra todos se gana ese derecho a existir que alguna vez los estados nacionales garantizaban a sus ciudadanos.
Cuando gobernar era poblar, el nacimiento era la forma de inscribir la vida natural en el orden jurídico del estado-nación. Pero en el orden de cosas actuales “nadie nace con derechos” y todos en la comuna “están sentenciados a muerte” (107, 87). Atravesada por vectores de deshumanización, Colombia dejó de existir y el mapa de América Latina se desnacionaliza en medio de “una guerra sin fin no declarada”, con bandas locales enfrentándose salvajemente por cuestiones territoriales “como decían antes los biólogos y como dicen ahora los sociólogos” (45, 52). Estamos en el subsuelo de la identidad nacional, en el fin de la historia, afuera del tiempo histórico de la nación, en medio una demografía monstruosa compuesta de desechos urbanos y fragmentos de una lengua corrupta.
Pero “yo no inventé esta realidad, ella me está inventando a mí” (80)—aclara Fernando, que renuncia a la libertad de expresión del escritor burgués para dejarse hablar por las consignas brutales que lo atraviesan, “jirones de frases hablando de robos, de atracos, de muertos, de asaltos” (68). Los demonios sueltos por Medellín “se nos habían adentrado por la ojos, por los oídos, por la nariz, por la boca”, forzándolo a psicopatear al lector con palabras feroces, impronunciables: el núcleo traumático sobre el que se funda el orden capitalista global, a saber, la explotación de la vida, el gobierno encarnizado de todos los aspectos de una vida aterrorizada, en estado de shock permanente (28). Si en las democracias capitalistas el terror se ejerce sobre la base del encubrimiento porque la violencia soberana no se admite como violencia legítima, en el mundo onírico de Fernando no es necesaria la hipocresía: rotas las defensas, sin represiones de ningún tipo, lo reprimido retorna abiertamente, pidiendo más represión. Porque sólo está “para reprimir y dar bala”, el estado que interpela Fernando no debería perder tiempo y recursos garantizando los derechos humanos de una vida despolitizada cuyo estatuto jurídico y gobierno se ha vuelto un campo de batalla (105).
Estamos ahora en el reverso de las viejas y queridas culturas nacionales-liberales, formaciones reactivas que, frente a las masas que no se dejan disciplinar ni articular por el discurso de la modernización, agitan el fantasma de la violencia popular contra la élite letrada—como sostiene Josegfina Ludmer. Pero a diferencia de los letrados paranoicos frente a los Matasiete, Facundo, Demetrio Maciel, Doña Bárbara o al peón patotero de “El Sur”, el dandy colombiano de La Virgen de los Sicarios, doble siniestro de la mala conciencia liberal, no tiene represiones de ningún tipo para traer al discurso el núcleo reprimido y perverso sobre el que se construye el orden burgués: el odio de clase sustrayéndose del estado de derecho, elevado a poder y explotación de la vida, que vuelve bajo la forma de la amenaza de las clases peligrosas (87). Cruel y despótico, sujeto de lo que Peter Sloterdijk denomina “razón cínica” (“saben lo que hacen pero aún así lo siguen haciendo”), el narrador es un monstruo de sinceridad que exclama “¡Ricos del mundo, uníos!”, porque “el obrero es un explotador de sus patrones, un abusivo, la clase ociosa, haragana”, culpable de no enriquecerse, y el único modo de terminar con la lucha de clases es “fumigar esta roña” que se identifica con el enemigo (109, 101).
Es la “guerra total, la de todos contra todos” (87). El significante “pueblo”, que le sirvió a las culturas nacionales para enlazar y darle forma humana a la fuerza desterritorializada de los sectores populares, parece haberse desatado, dejando que una multitud arrojada al campo del animal se desparrame sobre un espacio de biopoder donde el orden jurídico se encuentra suspendido: el reino de los Homo sacer, los muertos vivientes de las democracias de mercado, arrastrándose espectralmente afuera de la ley como mero residuo o desecho eliminable que el estado que encarna Fernando desconoce. ¿Puede la vida sin atributos de esta masa abandonada a su suerte en zonas “liberadas” por el Estado global, devenir el sitio de potencias desconocidas? ¿Puede la corporalidad precarizada de los sin nada, ese sujeto sin cualidades hundido en el vacío de la mera vida reproductiva, desafiar la misma dominación que los condena a la reproducción anónima de la especie? La guerra de Fernando contra la multitud es la guerra por la existencia misma de la política, que comienza cuando hay cuerpos que, por el hecho de estar dotados de palabra, afirman la igualdad—esto es, la contingencia de cualquier orden jerárquico de lo humano presentado como orden natural, es decir, como vida.
La excursión paranoica de Fernando al campo del otro es, antes que nada, una exploración del umbral entre lo que cuenta como lenguaje y la jerga corrupta de las comunas, reducida a ruido animal por la palabra normativa del Gramático. Alexis, por ejemplo, “no habla español, habla en la jerga de los comunas o argot comunero” (22). Los pobres de Medellín sólo hacen ruido con su jerga virulenta, sus imaginarios bastardos, su música estridente, sus telenovelas, sus programas de radio, sus partidos de fútbol, y Fernando se defiende a los tiros “del televisor y sus continuos atentados al idioma” o de las radios a todo volumen que los taxistas de Medellín lo obligan a escuchar por la fuerza (51, 36). Las comunas que atormentan su imaginación son apilamientos promiscuos de casas encaramadas unas sobre otras, “ensordeciéndose con sus radios, día y noche… desgañitándose en vallenatos y partidos de fútbol, música salsa y rock”—un infierno destemplado y chirriante en el que arde el alma gramatical de la lengua (58).
Hecha de jirones del malevo antiguo y “de una serie de vocablos y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía” (22), la jerga violenta de los pobres baja torrencialmente de las comunas cargada de materias abyectas e intensidades ingobernables que arrastran el lenguaje lejos de sus márgenes normativos. Las operaciones de interpretación de Fernando, que traduce para un lector extranjero, quedan excedidas por la vitalidad de una lengua anárquica “incontaminada de letra impresa” que, en su poder de variación y de fluctuación, desborda el cauce regular del castellano globalizado (46). Los sicarios, por ejemplo, “no conjugan el verbo matar: practican sus sinónimos” y la infinidad de variantes que tienen para decirlo es “más que los árabes para el camello” (25).
Lengua sucia, sensorial y visceral, en permanente estado de desequilibrio y mutación, el habla de las clases populares vive monstruosamente como desvío corruptor de la norma. “El idioma es así, de por sí ya es loco” (58), reconoce el Gramático, no muy lejos de la vida entendida como campo de diferencias salvajes que Vallejo está estudiando en los ensayos de biología que publicará cuatro años más tarde bajo el título de La tautología darwinista (1998). Allí la vida será cambio y mutación, y “quererla describir con el lenguaje es como pretender apresar un río que fluye con otro” (68). Como la vida misma, la misma vida que en La Virgen de los Sicarios se multiplica sin control, el lenguaje es cambiante, inasible, y en su huida hacia delante, desordena la distribución de lo sensible que organiza la dominación.
Materia literaria indecisa, los sicarios proliferan en la orilla más baja del orden neoliberal, cargados de un lenguaje virtualmente explosivo que, saliendo del vacío “como una luz turbia de la oscuridad de unos socavones”, fluye por las frases de Fernando y socava la trascendencia autoritaria que late en sus rugidos de bestia soberana (54). Socavón recóndito del cuerpo o alcantarilla donde agoniza el perro moribundo, Fernando extrae de la noche del ruido animal, donde las voces sólo son expresión del agrado o sufrimiento, palabras incrustadas en la carne como balas--palabras deseadas atribuidas a sus amantes lúmpenes que, a la luz del discurso audible, “me revelarían su más profunda verdad, su más oculta intimidad” (54). No hay al final–o “‘A la final’, como dicen en las comunas”--afuera de la lengua: después de todo, “el animal político moderno es”, según Rancière, “un animal literario, preso en el circuito de una literalidad que deshace las relaciones entre el orden de las palabras y el orden de los cuerpos que determinaban el lugar de cada uno” (54). Declarar que el enemigo político emite ruidos inarticulados es una operación del poder que se desbarata tan pronto como el animal humano, por el solo hecho de hablar, interrumpe violentamente el reino natural de la política.
Epílogo
Escuchen el grito de guerra de la bestia soberana, respondiendo al llamado del diario La Nación. El último 6 de abril de 2011 un hombre murió en una villa miseria de Buenos Aires porque la ambulancia enviada a socorrerlo se negó a entrar a atenderlo. Los familiares y vecinos protestaron cortando el tránsito de una autopista aledaña. Primera línea de la guerra de clases y la criminalización/animalización de la protesta social, el diario abrió un foro on line para que los afectados por el corte de la autopista enviaran su testimonio (los afectados por la falta de asistencia no cuentan, por supuesto). El cronista y analista político Mario Wainfeld comenta los posts donde los vecinos sensibles de Buenos Aires, lectores de La Nación, se ensañan con los manifestantes o, más bien, con los pobres. Los más piadosos los exhortan “a liberar las calles para que puedan trabajar los que los mantienen con sus impuestos”. Están los que, como Fernando, se inclinan por el exterminio: “‘fumigar’ mociona uno” o “sacar a los chicos de menos de diez años de las villas y quemar al resto de sus pobladores”. Otra vertiente “se encoleriza porque los villeros ‘hacen hijos a escala geométrica’”, y clama “por un patriota que les pase por encima”. Una tal Marianne 2 se pone explícita: “Mejor que se mueran”, puesto que sólo son “bestias inhumanas”.
Fermín Rodríguez (Buenos Aires)
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