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Conmemorar Malvinas: réplicas de una guerra, por Lara Segade


El 23 de marzo de 1984, una semana antes del segundo aniversario de la recuperación temporaria de las islas Malvinas, el gobierno de Alfonsín emite un decreto por el cual se traslada al 10 de junio el feriado nacional establecido para el 2 de abril por la ley de facto N°22.769 de 1983. El decreto, por medio del cambio de fecha, recupera la historia de la instalación de Luis Vernet en las islas en 1829 y su moraleja: es posible separar la guerra de 1982 del reclamo histórico de soberanía. Así, se constituye en un contundente gesto político que se coloca en relación con la denominada política “desmalvinizadora” y que señala directamente hacia uno de los problemas centrales que trae aparejados la construcción del relato de Malvinas: mientras por un lado la guerra había sido promovida por la dictadura militar, por el otro, la derrota fue comúnmente leída como el preludio del fin de esa dictadura. Por otra parte, la reivindicación de los derechos de soberanía sobre el archipiélago era una cuestión profundamente arraigada en la cultura argentina que excedía por completo el marco de la dictadura.

    Sin embargo, ni la historia de Vernet ni su moraleja alcanzan nunca a cubrir del todo la otra historia de Malvinas, la del 2 de abril. Así, a partir de ese momento y hasta el año 2000, los actos de conmemoración se repartirán entre las dos fechas. Hay, sin embargo, superposiciones entre los actos y, especialmente, entre los significados que ponen en escena. Si conmemorar es, ante todo, tomar decisiones acerca de qué, cómo y cuándo recordar y por lo tanto acerca de qué historia contar, será entre unos y otros actos donde se irá construyendo un determinado relato de la guerra.
    El 3 de abril de 1997, La Nación dedica algunas páginas a los actos del día anterior. La nota central, en la página 10, está ilustrada con dos fotografías. En la primera, una mujer besa el nombre de su ser querido caído en las Malvinas en el cenotafio de plaza San Martín. La segunda muestra a un hombre postrado frente a una cruz blanca, entre otras cruces blancas que uno no tarda en asociar con las imágenes tantas veces vistas del cementerio de Darwin. Sin embargo, el pie de la foto nos libra de la confusión: “El veterano Jorge Choque, ante la tumba simbólica de un compañero de guerra, en el cementerio réplica del de las islas, en Pilar”. A su vez, en el cementerio de Darwin, 237 tumbas representan a los 649 caídos en el conflicto, en especial esas 123 en las que yacen soldados desconocidos que podrían ser cualquiera.
    Escatimados los cuerpos sobre los cuales llorar, quedan los nombres inscriptos en una pared o las tumbas vacías. El nombre queda separado del cuerpo, el significante del significado. Y por esa brecha abierta se cuela la posibilidad de asignar sentidos diversos al significante vacío. Llorar sobre el nombre como sobre el cuerpo, llorar sobre el soldado desconocido como si fuera el ser querido: la metáfora se entrelaza con los imperativos del duelo.
    En efecto, una vez terminada la guerra, Inglaterra propone repatriar los cuerpos. El gobierno argentino se opone, con el argumento de que los cadáveres representan la presencia argentina en las islas. Lo que se prioriza en esa decisión es cierta función simbólica de los cuerpos que, alejados de sus nombres en Pilar o Plaza San Martín, permanecen en Malvinas en representación de otra cosa. Incluso, para muchos de los ex combatientes, tanto conscriptos como militares, los compañeros que murieron en las islas constituyen una de las principales razones por las que hay que volver: la sangre derramada está nutriendo las raíces argentinas.
    Si bien es innegable que esta distancia entre los cuerpos y los nombres es en parte consecuencia del hecho de que la de Malvinas fue una guerra que, para la mayoría de los argentinos, ocurrió lejos, por otra parte resulta interesante pensar que, una vez abierta, la brecha configura un territorio fértil para las disputas por el sentido de Malvinas en la historia nacional y reflexionar, a partir de allí, sobre el modo en que las conmemoraciones ponen en acto tales disputas. En 1984, por ejemplo, los ex combatientes convocan a una marcha el 2 de abril cuyo objetivo final es la toma simbólica de la Torre de los ingleses, en Retiro. Esta convocatoria, que se produce ya en el marco del gobierno democrático y su política “desmalvinizadora”, estará signada por todos los signos posibles de “malvinización”: en primer lugar, la elección del 2 de abril como fecha de conmemoración; luego, la exhibición de uniformes militares y, todavía, heridas de guerra; finalmente, la toma simbólica de la Torre de los ingleses, que concluyó con la sustracción de la estatua del canciller George Canning y la quema de banderas inglesas. Contra la instauración del 10 de junio, la insistencia en el 2 de abril. Contra la negación de la guerra, su afirmación, como un nuevo imperativo del duelo, ya no individual sino social.
La toma de la Torre de los Ingleses es tal vez el más llamativo de un conjunto de actos que utilizan la representación como un modo posible de narrar y, por lo tanto, de significar. Quemar un muñeco como si fuera Galtieri, secuestrar una estatua como si se tomara un prisionero, tomar una torre inglesa como si se tomara Puerto Argentino: el “como si” revela, por un lado, la distancia entre el acto realizado y el pretendido, entre la realidad y el deseo; pero, por otro lado, achica esa distancia, al menos parcialmente, por medio de la contigüidad artificiosa de la metáfora. En todo caso, lo que se revela son los movimientos de asignación de sentido que, podría decirse, son propios de la construcción de todo relato pero que, en el caso de Malvinas, se hacen más evidentes, tal vez por las características particulares que convierten a esta guerra en la “evidencia de una paradoja histórica” (1) . De lo que se trata, finalmente, es de una guerra cuyos sentidos no están cerrados y que por lo tanto necesita todavía ser hablada para ser incorporada al relato de la historia nacional.
    En este contexto, el 2 de abril en sí mismo aparece, al igual que las tumbas sin nombre de Darwin, las cruces réplica de Pilar o los nombres en el cenotafio de plaza San Martín, como una suerte de significante al que, en las conmemoraciones, se asignarán diversos sentidos, entre los cuales casi siempre estará presente el de la recuperación de las islas. Como contrapartida, el recurso a la historia de Luis Vernet significará, por un lado, la ventaja de impedir que los militares esgriman la causa de Malvinas como argumento de defensa en los juicios; pero por otro lado significará un borramiento de la guerra y un olvido de quienes pelearon en ella.
    En el medio, entre el 2 de abril y el 10 de junio ─lo que es curiosamente muy parecido a decir entre el 2 de abril y el 14 de junio─ y entre los diversos significados que a lo largo de los años se han ido tejiendo en torno a esas fechas, se va configurando un determinado relato de la guerra: se va llenando de palabras el vacío intolerable de las tumbas.

(1)Speranza, Graciela, “Cómo se cuenta una guerra”, Clarín, 26/03/2000


Lara Segade (Buenos Aires)
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