ESCRITORES EN SITUACIÓN

FILBITA: “La infancia y el juego”, por Horacio Cavallo



En el Festival FILBITA, organizado en noviembre entre Buenos Aires y Montevideo, hubo un panel de escritores que fueron invitados a escribir textos sobre sus juegos en la infancia. Reflexiones sin red, una mirada espía sobre el pasado que sigue colándose en el presente, como este texto sutil que EdM tiene el placer de compartir.
    El narrador y poeta Horacio Cavallo (Montevideo, 1977) ha publicado El revés asombrado de la ocarina (2006) y la novela Invención tardía (2015).
    A fines de noviembre de 2015 recibió el premio anual de literatura del Ministerio de Educación y Cultura de la República del Uruguay por su libro de cuentos El silencio de los pájaros (Montevideo, Alter ediciones 2013) 

Cuando pienso en mi infancia predomina el asombro. Asombro al que conducen varias puntas. La primera es la certeza de que todo lo que pueda evocar está perdido. Lejana infancia paraíso cielo, a la manera de Idea Vilariño. Puedo pensar que rescatándola a través de los recuerdos puedo mantenerla viva. Pero es un consuelo. No puedo volver a la infancia, aunque intente acercarme a las emociones que primaban entonces. Algo de eso es lo que intento hacer cuando escribo Literatura pensando en los niños como potenciales lectores. Siempre teniendo en cuenta que a la distancia lo que mantengo es una construcción determinada de mi propia infancia donde predominan ciertas cosas que están ahí porque otras fueron borradas sin que me diera cuenta. Ese asombro que me asalta ahora, cuando trato de meterme en el niño que fui, tiene su correlato en el asombro de entonces. Entre los diferentes juegos que compartíamos con mi hermana, con los compañeros de la escuela o con los de la cuadra, había por lo menos dos tipos: los que tenían reglas fijas, y los que se apoyaban más que nada en lo espontáneo, en la imaginación pura y dura. Estos últimos también eran juegos a los que se podía jugar solo: buscar figuras en las manchas de humedad, en los detalles de los azulejos, en las nubes. Recuerdo que una vez en la puerta del club AEBU, donde iba a hacer gimnasia y natación, vi una niña que mordía su campera. No sé cuál fue el mecanismo que me llevó a pensar que también yo debía hacer algo parecido -¿imitación? ¿identificación?- pero lo cierto es que desde entonces intenté comerme el polvo que se veía flotando en cualquier ambiente cuando la luz del sol, sobre todo, atravesaba la habitación. Lo que sigue puede ser también una construcción posterior más conciente que otras, pero me veo corriendo en el hall de AEBU con la boca abierta intentando comerme todas las partículas de polvo. Para mi padre, que no conocía la construcción que me había llevado a eso, y que no había visto a la niña comerse la campera, yo era un perfecto bocabierta, torpe, a punto de clavarle los dientes en el codo a cualquier adulto o en la cabeza a algún niño que anduviera cerca.
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