APUNTES

Presentación de El pasado inasequible compilado por Jordana Blejmar, Silvana Mandolessi y Mariana Eva Perez, por Martín Kohan


El jueves 4 de julio, en el nuevo espacio de la librería central de Eudeba, fue presentado El pasado inasequible. Desaparecidos, hijos y combatientes en el arte y la literatura del nuevo milenio, compilado por Jordana Blejmar, María Eva Perez y Silvana Mandolessi. Esa tarde, Martín Kohan dijo estas palabras que hoy publicamos en Escritores del Mundo, y que anticipan al lector puntos de partida del libro. En Eudeba hablaron, también a propósito de El pasado inasequible, junto a Martín Kohan, Javier Trímboli y Ernesto Semán.

En un libro de entrevistas a escritores argentinos contemporáneos (nada escaso, debo decir, en rencor y resentimientos), di con un pronunciamiento que en cierto modo me desconcertó: hay uno que expresa allí su recelo hacia la literatura cuyo tema sea la dictadura militar. Mi desconcierto se debió, no a una razón ideológica (sabemos qué clase de tiempos corren), sino estética: me pareció raro que, tratándose de un escritor (mea culpa, prejuicio propio: ¿qué puede significar, hoy en día, que alguien sea o se diga escritor? Nada, nada de nada), me pareció raro que, dedicándose a la literatura, pueda referirse a la dictadura militar como un “tema”; cuando lo cierto es que, desde hace tiempo, o desde siempre, lo que la dictadura militar le plantea a la literatura, y al arte en general, es antes que nada la necesidad de una forma, es decir, una búsqueda de formas (¿no habrá hablado aquel escritor de “tema” en el sentido de Boris Tomashevski. Me temo que no, puedo darlo por seguro. ¿Tiene sentido hablar así, de tema y de formas, a esta altura de los acontecimientos? Personalmente, pienso que sí).
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MAPAS COMPARTIDOS

Crónica de un almuerzo en dispersión, por Martín Kohan


ace un rato comí otra vez, igual que siempre, pensando en cualquier cosa. Lo descubrí un poco después, al ver en la calle un aviso de manzanas y sentirme de repente tentado, deseoso de comer una. Pero acababa de comer una, porque tal fue mi sencillo postre, y ni siquiera reparé en que lo hacía (mis ganas no fueron de comer otra manzana, sino de comer una; no deseaba repetir, deseé como se desean las cosas lejanas). Así supe que había comido como siempre, de nuevo sin saborear, sin disfrutar, sin darme el gusto, muy con otra cosa en mente.
            La cosa que tengo en mente hoy por hoy tiende a ser ésta: una idea de novela; la de un tipo común que, cada tanto, se saca fotos con nenitos desnudos. Lo hace como si fuera inocente, sin sentir ninguna culpa, sin sentir que hace violencia; hasta que un día pasa algo, todavía no sé qué, y ese mundo se le viene encima. Por ahora lo que tengo es nada más que esa sola idea, que es lo mismo que no tener nada; porque una novela no se hace con ideas, sino con tonos y palabras y formas, con narrador o narradores, con tiempos verbales y con puntuación, y por ahora todo eso me falta.
            Nada tengo, entonces, solamente esa idea; pero bastan esa nada y esa idea para ocupar casi siempre lo que pienso. Y por lo tanto así como, por lo tanto así comí: disperso, desatento, desapegado, algo ido; y así sigo nomás por la vida: aplicado a mis cositas, perdiéndome un poco de todo, sin enterarme demasiado de nada.
                                             
                                                                                        Martín Kohan
                                                                        Buenos Aires, Argentina, EdM, abril 2012
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

El inglés de Trotsky, por Martín Kohan


“Soy un hombre armado con un bolígrafo”, ha llegado a decir León Trotsky. Tan luego él, el héroe de acción de la Revolución Rusa, el organizador del Ejército Rojo, llegó en un punto a definirse así: como un hombre cuya arma es el bolígrafo. No deja de pensarse como un hombre armado, y la constancia de esa figuración es de por sí significativa; pero eso mismo que alguna vez fue literal, ahora se ha vuelto metafórico: el hombre armado que combatió al mando de tropas revolucionarias, combate ahora escribiendo, combate con bolígrafo y papel.

    Las circunstancias explican este cambio: León Trotsky está exiliado en México; en Moscú, mientras tanto, ya fue acusado y juzgado y condenado, pero en ausencia; por iniciativa suya se decide constituir en México una comisión investigadora que indague en esas mismas acusaciones, pero dando esta vez a Trotsky la oportunidad de contestar y defenderse. Se monta un juicio o la evocación de un juicio, en base a las acusaciones formuladas por la implacable pero monológica justicia de Stalin: traición, sabotaje, terrorismo, complot. Trotsky se compromete a entregarse en la Unión Soviética si la comisión imparcial formada en México a efectos de revisar esas causas encuentra motivos para señalar alguna responsabilidad. La diferencia sustancial es que Trotsky esta vez va a poder responder. Trotsky va a poder tomar a su vez la palabra.
    El hombre de acción y de palabra ahora tiene a su alcance solamente las palabras. Así funciona su destierro; en eso radica, entre otras posibles, su inexorable limitación. Al comenzar las sesiones de interrogatorios, le preguntan, según se consigna, su nombre. Él empieza mencionando “Bronstein”, pero el nombre que suministra en definitiva es “Trotsky”: es el nombre, y por lo tanto la identidad, que la política le dio. A continuación le preguntan por su ocupación. “Escritor”, responde Trotsky, y no es irónico.
    A lo largo de varios días, y a partir de los diferentes aspectos señalados por la comisión, Trotsky narra, explica, detalla, alega, matiza, enfatiza, refuta. Desde los desacuerdos que pudo mantener en su momento con Lenin hasta las visitas que recibió estando ya en la emigración, desde la penosa situación de sus hijos hasta el contenido de sus artículos publicados en el extranjero, desde su oposición política al terrorismo hasta su visión de los juicios de Moscú, Trotsky habla: puede al fin valerse de la palabra para así ejercer su defensa.
    El día…, sin embargo, protesta o se preocupa: “Me prometieron que el Sr. Shaw me ayudaría con mi inglés. Pero está sentado tan lejos que no puede ayudarme”. No se trata en absoluto de un detalle menor en esta situación, porque nunca como en un juicio depende alguien tanto de las palabras: se salva o se condena según lo que sea capaz de expresar. Y Trotsky se tiene que expresar en inglés, pero no lo maneja tan bien como quisiera: “Es mi mal inglés lo que hace que me equivoque”. Que pueda en un momento dado aclarar un concepto recurriendo al francés, o que deba en otro momento admitir que pese a haber vivido en Noruega no alcanzó a aprender el noruego, no afectan el problema de fondo. La comisión es internacional y la lengua a emplear es el inglés. Saber francés no mejora las cosas, ignorar el noruego no se compara. Trotsky lo asume: “Un revolucionario debe saber inglés”. Es como si este trance le revelara la dimensión específicamente idiomática de su férreo internacionalismo. No por nada le menciona a la comisión su preocupación por el hecho de que “en el Politburó no haya nadie que sepa un idioma extranjero”. Se debe ser internacionalista también en las lenguas, también con las lenguas. “Un revolucionario deber saber inglés”.
    Trotsky sabe, pero no lo suficiente: se equivoca. A veces inventa palabras; por ejemplo, dice “fusillated”, y en la edición de las actas de las reuniones de la comisión hay que agregar una nota al pie que subsane y diga “shot”. A veces el problema es de pronunciación: Trotsky quiere decir “paciente” y le sale “pasión”, o bien quiere decir “paciencia” y le sale “pasiones”, lo cual, si uno se fija, hasta podría implicar lo contrario. Otras veces oye mal: le dicen “quijotesco” y él entiende “exótico”; se lo aclaran en seguida, por cierto, pero la confusión, entretanto, ya ha revelado su verdad. De este modo, en los errores, van encontrando su lugar los fusilamientos, la pasión revolucionaria, un impensado exotismo.
    Por eso es interesante cuando Trotsky quiere decir “adjudicar” pero dice “rechazar”, y habla de las responsabilidades en el empleo del terror durante la revolución. O cuando habla de impedir que Hitler tome el poder, y en vez de decir “cómo”, dice “por qué”. O cuando habla de la cantidad de detenidos y deportados a Siberia y, queriendo decir “estimar”, termina diciendo “valorar”. O cuando se refiere a los burócratas del stalinismo y en lugar de decir “semidiós”, dice “medio dios”.
     “Debo hacer que mis ideas y mi dominio del inglés vayan juntos”, admite Trotsky, se exige Trotsky. Pero en los tramos en los que el inglés se torna indócil, en esos tramos en que se filtra la imprecisión y hace falta que otro intervenga para introducir una corrección indispensable, se deja ver otra dimensión del drama del hombre de palabra, del drama del internacionalismo jaqueado a partir de entonces por el socialismo en un solo país.
    El…, Trotsky emplea la palabra “purga”. No está seguro de haberla dicho correctamente, sus ideas y su dominio del inglés no siempre van juntos. Ante la duda, se detiene y consulta. De inmediato le hacen saber que sí, que la palabra es ésa y se pronuncia así, que dijo bien, que no se equivocó para nada.


Martín Kohan (Buenos Aires)
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Éxito y fracaso, por Martín Kohan


Los escritores en las ficciones tienden a aparecer para ocupar posiciones de potencia. Esa potencia puede provenir de fuentes diversas: a veces la lucidez, a veces el estilo de vida, a veces la heterodoxia, a veces un mundo propio de palabras y de libros. Como sea, si devienen personajes, es para cobrar alguna clase de fuerza, aun en la descolocación (la fuerza del fuera de lugar) o en la postergación (la fuerza de lo resistente) o en la deserción (la fuerza de la renuncia). En ocasiones los escritores figuran en las ficciones de tal modo que la esfera literaria les basta (por ejemplo, en los libros de Vila Matas, en los que la literatura se pliega sobre sí), y en ocasiones la literatura no les basta y se ven impulsados hacia otros ámbitos y otras prácticas (por ejemplo, en los libros de Bolaño, en los que la literatura se despliega siempre hacia otras cosas). Pero lo usual es la afirmación de los escritores: es para eso que se recurre a ellos.
    Acaban de publicarse, en cambio, dos novelas en las que se ensaya una variante diferente: sus héroes (o sus antihéroes) son escritores por sustracción; y la aventura que emprenden, por si fuera poco, es justamente la de sustraerse. En eso coinciden Toda la verdad de Juan José Becerra y El escritor comido de Sergio Bizzio, editados por igual en septiembre de 2010. Antonio Miranda, en Toda la verdad, decide irse de golpe, huir, desaparecer, apartarse de todo; para eso, deja la ciudad y se pierde en el campo. Lo que el campo le depara es la experiencia de una vuelta a lo primitivo (“Era el regreso de su condición más primitiva: la del cazador nómada”) y la verdad que en esa experiencia descubre es aquello que lo impulsará a escribir más adelante, cuando retorne a la ciudad. Por su parte Mauro Saupol, en El escritor comido, adopta una iniciativa semejante, aunque más extrema: hacerse pasar por muerto (irse del todo, desaparecer de veras) para ver qué se dice de él en su ausencia. La peripecia que posibilita ese afán acaba por hundirlo en plena selva, y lo que la selva le depara es también la experiencia de una vuelta a lo primitivo (“Estamos hablando de caníbales, de gente capaz de comer cualquier cosa”).
    Mientras que el héroe (o el antihéroe) de Becerra se convierte en escritor consagrado después de, y a partir de, su extravío campero, el héroe (o el antihéroe) de Bizzio es ya un escritor consagrado, y es por eso que accede a ser tragado por la selva. Pero Miranda y Saupol representan, de todos modos, el mismo tipo de escritor, el mismo exactamente. Tanto Becerra como Bizzio componen escritores de éxitos descomunales, ventas masivas, fama internacional, dos estrellas de marquesina bajo el aura rutilante de sus libros celebrados. Es cierto que el libro de Miranda no fue escrito por él, aunque sí firmado, sino por otro; y es cierto que los libros de Saupol son iguales a los de tantos otros y por lo tanto no se sabe en definitiva a qué se debe su tanta fortuna. Pero en esa sustracción, la de la originalidad de la escritura o bien la de la escritura misma, reside la verdad de estos dos escritores que se sustraen por principio.
    Miranda suma docenas de ediciones de La verdad de tu vida. El rockero más famoso del mundo recomendó su libro. Descollar con una conferencia en el Conrad de Punta del Este da la pauta de lo glamoroso de su triunfo literario. Saupol por su parte acumula premios, traducciones y anticipos millonarios; la crítica de élite lo menosprecia, pero la otra, sea cual sea, no deja de alabarlo; Britney Spears ha dicho de su libro que es precioso, y Barbara Streisand que es el mejor que ha leído en su vida.
    Las tramas de Toda la verdad y de El escritor comido parecen llevar a sus héroes (o antihéroes) desde el éxito hacia el fracaso, de la consagración a la caída. La aparente sabiduría de las frases de Miranda no tardan en volverse lo que en el fondo ya eran: lugar común y frase hecha; es el comienzo de su desprestigio. Y Saupol alcanza a advertir hasta qué punto, desapareciendo él, desaparece también su obra: todo muy pronto. La clave de esos fracasos, sin embargo, es la misma que la de los éxitos. Por eso no puede decirse que Becerra o Sergio Bizzio cuenten el declive que lleva a esos escritores de un éxito a un fracaso. Lo que cuentan es otra cosa, algo mejor, más verdadero: esa región de la literatura en la que el éxito es ya, en sí mismo, todo un fracaso; esa clase de escritores que no suben para después caer, sino que caen en la misma medida en que suben, y que por eso caerán siempre tan bajo como alto hayan subido.

Marín Kohan (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Parada de autobús, por Martín Kohan


Entre lo ileso y lo derrumbado, está esto otro: lo agujereado. Ni lo milagrosamente ileso ni lo absolutamente derrumbado, sino esto otro, lo que Robert Capa vio y por verlo dejó ver: lo agujereado. Lo demolido viene a revelar qué tan blanda puede ser una ciudad; vuelta escombro, se derrama. Por contaste se destaca un poste, ese poste casi recto que se sostiene bien a lo largo y que, unido a aquel otro poste, en la otra punta, le otorga a la imagen eso mismo que acaso la gente busca: una línea de fuga.
    Se habla por lo común del esqueleto de los edificios, aquí sería mejor hablar de su calavera. La muerte no agujerea, la muerte es lo agujereado. Y existe en lo que perdura. El edificio agujereado ya no puede dar cobijo, aunque se mantenga en pie; los faroles de la luz, también en pie, pero también agujereados, ya no pueden dar más luz. La gente sale, ¿de dónde? De los agujeros, precisamente. Y se aprieta de tal modo que no quedan casi espacios entre ellos. Se aprietan en la vereda, frente a la “parada de autobús” que quedó también en pie. Si no dejan resquicios visibles es para ser así lo otro del edificio que tienen a sus espaldas. La ropa que llevan no está rota, y es lo que los salvará de lo roto. Esperan de pie porque son sobrevivientes, porque forman parte de aquello que logró mantenerse en pie. Su ropa no tiene agujeros ni hay casi agujeros entre ellos.
    No obstante, más atrás, hay una mujer que callada se aparta. Al igual que los demás, nos dirige su mirada, pues no hay nada como mirar si se quiere ser mirado. Pero ella ha roto filas, se fue más lejos, se sienta sobre lo roto. Espera, como los demás, pero sentada, es decir, sin tanta ansiedad. Esa misma ansiedad no existiría, o al menos no podría notarse, sin ella ahí sentada y sola. La mujer que se sienta anuncia, porque se sienta, que el tiempo que viene va a ser más lento, por lo roto justamente va a ser más lento. Porque la misma guerra que perforó el edificio, los faroles, la ciudad, perforó también el tiempo, lo despojó de firmeza. La verdad de lo que falta, que es verdad en lo agujereado, se impone en el tiempo que falta y da todo su sentido a esta espera: la espera de los que por caso no han muerto y se suman en lo que queda de una calle de Berlín.


Martín Kohan (Buenos Aires)
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