ESCRITORES EN SITUACIÓN

La tragedia del Marqués de Sade, por Marcos Bertorello


No parece complicado imaginárselo. Puedo hacerlo; lo veo: está sentado en una banqueta de madera, medio desvencijada, a punto de caerse. Es un lugar estrecho, sucio, de paredes de piedra, húmedo, con poca luz. Hay una mesa. Está gordo, viejo, agriado: fueron demasiados años de vida carcelaria para un marques. Escribe, el divino marqués Donatien Alphonse François de Sade, escribe: sus cejas se contraen, cada tanto se muerde el labio inferior, como si alguna ocurrencia le pareciera especialmente escandalosa, y hasta creo saber lo que piensa: el marques, cuando escribe algún que otro pasaje especialmente revulsivo, supongo, piensa en lo que van a decir los religiosos, esos: los curas, las damas de la corte, los mojigatos, los cobardes. En ellos piensa el marqués. Pero no se da cuenta, creo, no comprende, no logra saberlo, supongo, lo mucho de predicador que tiene: el marqués está tan empecinado en hacernos creer en lo que él cree, que olvida la sutileza de sus personajes. Entonces los carga de sentencias. Es verdad: son sentencias transgresoras y hasta revolucionarias, pero aún así: no dejan de ser sentencias, sermones libertinos que buscan convencernos de las bondades de una moral hedonista. 


Y en eso, en la manía catequística con la que repite sin aburrirse cada uno de sus argumentos, en eso, digo, se puede percibir la grandeza y los límites del marques. Me explico: el marqués es un razonador consuetudinario, cree en el poder persuasivo de un argumento. Por eso, laboriosamente, amasa razones: las pone en fila, las cuestiona, las da vuelta y hasta la hace travestirse, en fin: el marques es un sofista y un sofista que conoce los resortes íntimos de su aparato. El punto es otro, entonces. Lo que realmente conmueve del marqués es que usa toda esa artillería argumental para defender atrocidades: el crimen social, el filicidio, la violación, el asesinato, el hurto, la inequidad, la injusticia, el fratricidio, el incesto. El marqués parece ignorar la temperatura de las palabras, eso: lo que hace que una palabra tenga un erotismo propio, ajeno a toda argumentación, esa intimidad que se fue sedimentando a lo largo de la historia de la lengua y con la que, pacientemente, un escritor quiere hacernos cómplices del modo singular en el que logró erotizar el lenguaje. 

Marcos Bertorello 
Buenos Aires EdM, Agosto 2012
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APUNTES

Los Nada de Javier Adúriz: El poeta y sus circunstancias, por Marcos Bertorello


Empecemos por las circunstancias (1). Adúriz escribió este libro con la sospecha de que sería el último. Esto tiene peso, y no solamente afectivo. De lo que se trata, además, es de ver de qué modo dichas circunstancias se cuelan en la escritura poética, en qué medida la escritura poética puede ser leída como huella indeleble de la enunciación pragmática de un hombre, o de lo que creemos que es un hombre, o de lo que suponemos que puede ser un hombre, en fin: la escritura como una forma materialista de resurrección. 

Por eso, este es un libro casi póstumo. El casi abre una distancia mínima, sutil, abismal. No se trata del típico libro editado por los herederos: las efemérides más o menos ordenadas que alguno encontró de casualidad en algún cajón. Tampoco se trata de un libro maldito: un grueso volumen de sentencias inoportunas y blasfemas que ese mismo autor atesora en algún lugar recóndito de su taller, sabiendo que el futuro le dará publicidad como si se tratara de un pregón a la vez profético y guarango. No; Los Nada es un libro escrito al filo de la muerte. Esta es la circunstancia, la condición extra textual desde donde Adúriz concibió este singular conjunto de poemas. Pero como dije arriba, de lo que se trata, entonces, es ver de qué modo este hecho fortuito puede leerse en la escritura, en las huellas que sedimentaron en la escritura. Curiosamente (y es lo que propongo), que la muerte le esté soplando la nuca al poeta (y cuando escribo esto, quiero decir el hecho palpable y concreto de la muerte, no la conjetura abstracta de cualquier especulación existencial), repito, entonces, que la muerte le esté soplando la nuca al poeta, es un dato que pone un horizonte de lectura desde donde se puede ordenar este volumen en un doble movimiento, en tanto un hito dentro de una serie, y en tanto volumen en sí mismo. Me explico: Adúriz venía desarrollando una labor poética en la que podía leerse una cierta insistencia o trabajo con la lengua y la tradición; este volumen, en consecuencia, puede ser inscripto dentro de esa serie. Pero además, en algún sentido, el libro también funciona solo, como un microcosmos que se abastece a sí mismo. Uno y otro movimiento se encuentran en un punto esencial de la poética de Adúriz: el desgarro siempre latente que se deja leer entre dos órdenes yuxtapuestos, la forma clásica de los poemas y el fraseo moderno, prosístico que los habitan. Este desgarro estético puede ser rastreado en algunos de sus últimos libros. Como si Adúriz se hubiera propuesto rescatar las formas clásicas para inyectarles la savia arrabalera y maleducada de la vida moderna, o lo que tiene de caótico la vida cotidiana de las metrópolis. Y de este modo engendrar un nuevo clasicismo, o un clasicismo que pueda sintonizarse en el dial de nuestra era, una era que parece agresivamente incómoda frente a cualquier gesto de lirismo. Se podría decir que Adúriz quiso escribir un soneto despojado de cualquier artificio, buscando que la forma sea un accidente, un detalle, la simple huella del trabajo artesanal del poeta. En los libros anteriores a Los nadas, se puede rastrear esta pulsión de escritura: Canción del samurai (2004) y La verdad se mueve (2008) serían los resultados más logrados de esta búsqueda, un punto de llegada.  Esto es así (2010), el libro inmediatamente anterior a Los Nada, también se puede leer la misma pretensión formal, ahora combinando pequeños textos en prosa con haikus que simulan ser desprendimientos del textos principal y que ofician de comentarios al pie, a la vez ambiguos y enigmáticos. En consecuencia, Los Nadas seria el dramático y apurado punto final de esta búsqueda estética.
Teniendo en cuenta esta aproximación general que acabamos de hacer, lo primero que nos impresiones en Los Nada, es el modo en el que rápidamente toma forma el desgarro estético del que hablé hace un rato. Quiero decir: es un libro compuesto por treinta poemas. Son poemas que asumen una forma reconocible a la distancia: a simple vista se percibe una precisión métrica en los versos, a la vez que un tipo estrófico determinado. Pero esa estabilidad formal (también en ese primer vistazo) aparece no sé si puesta en cuestión, no creo, pero si, sutilmente desbordada, o hasta aguijoneada por versos que parecen querer salirse del renglón riguroso de la forma, como si las palabras o el fraseo algo atolondrado del poeta buscaran en la rigidez de la forma la contención de un fervor apasionado que pide pista y hasta por momentos parece incomodarse por la puesta a punto que implica cualquier estética. Veamos algunos ejemplos al azar.
En el poema que abre el libro, 671, Aníbal, Adúriz nos narra la caída de un hombre. Lo hace de un modo concreto, centrando el poema en una anécdota, en la imagen de esa anécdota, en la precisión descriptiva de esta imagen. El efecto metafórico, entonces, se nos da por añadidura, como si el poema hablara de la que habla sin hacer gala de su artificio, como si el poeta, simplemente, nos estuviera contando un cuento; dice: No hagas macanas, Aníbal, pensá / en nosotros, recordó justo antes / de sentir una especie de humus / revoloteando abajo, un espesor de barro / removido por primera vez en su vida. Y a la confesión íntima y hasta por momentos, metafísica, Adúriz agrega una pincelada política, siempre en un tono medio burlón, eludiendo la sentencia enfática de los sermones: …la multiplicación de los míseros / rogando famélicos la llegada del ángel vengador. Unas páginas más adelante, nos encontramos con dos poemas combinados: La señora y La señora y el colibrí. El primero pone el foco en la vida cotidiana, en los quehaceres domésticos, y desde ahí sugiere una trascendencia: Con paso hábil y ademanes precisos / hace lo suyo: esa labor absoluta / de dación oscuramente intensa.  El segundo, combina la escena cotidiana de la mujer colgando la ropa en el patio de la casa con el vuelo del colibrí que, rápidamente, se transforma en el ajustado símbolo del amor conyugal. En Joyas de lo diverso, un extenso poema en cuatro partes, Adúriz vuelve a meterse con lo familiar, con sus hijos. Y lo hace convencido de la limpidez de sus versos, sin culpa, sin temor, o en todo caso, escapándole a cualquier patetismo al creer fervientemente que la poesía está para eso, para festejar el gesto mínimo de la vida cotidiana.
En la poesía de Adúriz se puede leer, entonces, la tensión dilemática en la vida de un hombre traducida en una estética: la forma poética como el recipiente privilegiado donde se deja caer la savia de la vida, ese caos estrepitoso, algo amorfo, contradictorio, impredecible.  
                                                                       Marcos Bertorello
                                                  Buenos Aires, Argentina, EdM, abril de 2012
   
   
(1) Javier Adúriz falleció el 22 de abril del 2011.
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

El oído del poema de Walter Cassara, por Marcos Bertorello


Ésta es la tercera vez que leo este libro. De las dos primeras lecturas tengo un recuerdo preciso. La primera fue una lectura circunstancial, reposada. Tirado en un sillón o en la mesa del desayuno, en diferentes revistas literarias, me divertí leyendo las opiniones algo intempestivas de un joven poeta que parecía no tenerle miedo a la censura generacional. Esa irreverencia (que además es una irresponsabilidad) me intrigó, lo admito. Entonces me senté en mi escritorio, agarré un lápiz, un resaltador, y volví a leer las reseñas. Pero en ese momento lo hice como un detective, buscando los indicios que me permitieran sostener de un modo más o menos certero una ocurrencia. Había visto el perfil de un joven poeta que no le tenía miedo al abucheo sonoro de sus pares, esto ya lo dije. Lo que no dije es que además, vi a ese mismo joven poeta obsesionado por los enigmas del quehacer literario. Entonces pensé: una reflexión valiosa siempre estará aguijoneada por un doble movimiento: el violento divorcio con el ruido cirenaico de lo contemporáneo (todos queremos estar a la altura de nuestros tiempos) y el solitario rumiar de las propias obsesiones que parecen a la vez caprichosas, universales, anacrónicas. Esta fue mi segunda lectura. La tercera fue hace unos pocos días, cuando llegó a mis manos este libro contundente, necesario.

    Y si cada una de estas lecturas resultaron ser una experiencia en si misma – algo parecido a la estrafalaria y encantadora justificación del mito católico del dios uno y trino – si cada una de estas lecturas resultaron ser una experiencia en si misma, repito, no es menos cierto que en la tercera percibí un punto de tensión, eso: como una marca indeleble que dejaba su huella ahí por donde pasaban mis ojos. En las tres lecturas pude ver un punto contradictorio, enigmático, que se dibuja entre dos polos: el modo en que Cassara se piensa a si mismo como critico y el modo en que realmente Cassara ejerce la crítica. Me explico: en la nota preliminar, Cassara, después de establecer la analogía entre la escritura de estos ensayos y un viaje que se presume iniciático a un célebre convento trapense en Azul, dice dos cosas. Que el afán que lo dominó en la escritura de estos trabajos fue más bien hedonista y que las lecturas que lo acompañaron no son (ni pretendieron ser) sistemáticas. De modo tal que uno cree estar ante un diletante o un dandy que dispara frases más o menos ingeniosas como a pesar de si mismo, despreocupado, sin advertir el impacto real de lo que dice. Pero cuando leemos el libro entero, nos encontramos con una sucesión razonada de ideas que parecen hurgar de modo insistente y sostenido sobre el mismo agujero – lo digo con las mismas palabras de Cassara -: ¿qué diferencia hay entre un auténtico poeta y un mero aficionado a las palabras o un farfullador de elípticos misterios altisonantes? A continuación, entonces, voy a desglosar cuatro razones por las que considero a este libro como un libro contundente y necesario (y de este modo, mostrar el primer polo de la contradicción que acabo de señalar).

  1. El título del libro: El oído del poema es un título que propongo leerlo como una consigna programática. Cassara se propone invertir los términos en los que últimamente se ejerce la crítica. Quiero decir: no importa tanto las circunstancias de lectura (ese conjunto enjabonado de prejuicios de época que sirven para entender las condiciones de producción pero que se arriesgan a perder de vista el objeto mismo de análisis), no importan tanto las circunstancias de lectura, vuelvo a decir, sino el poema mismo, su misma estructura, sus versos, en fin: la materialidad con la que nos encontramos como lectores y que Cassara se propone oír, pero oírla desde el poema mismo, desde lo que se hace oír, desde lo que tiene para hacerse oír.
  2. La relación vital y genuina con las citas. En la jerga académica diríamos que este libro es un libro con un sólido aparato crítico. Y de este modo resaltaríamos el coherente y eficaz manejo de la bibliografía a los efectos de sostener una reflexión. Lo sabemos, en la academia, la tradición se atesora y clasifica en las bibliotecas. Pero este no es un libro académico. Cassara no parece gozar al mostrar sus lecturas (que son prolíficas, sistemáticas, enciclopédicas) cuando lo hace, lo hace con una necesidad: dejar la huella de una experiencia de lectura que se presume vital y genuina, y que tiene el claro objetivo de funcionar como un parapeto desde donde sostenerse. Cassara no es un erudito preocupado por demostrar hasta cuándo puede hacer uso de su memoria. Cassara es un escritor que está realmente conmovido por los enigmas de su praxis, que esos enigmas lo tienen desvelado, atento, buscando en los libros cómo fue que hicieron otros para resolver los problemas poéticos con los que él mismo se encuentra.
  3. La corrección de los títulos. Cuando originalmente fueron publicadas estas reseñas, casi todos sus títulos coqueteaban con la consigna guerrera: se podía leer un espíritu polémico, listo para el combate, como si Cassara tuviera la necesidad de dejar en claro una posición (y eso, para bien o para mal, suele ser contra otro). Ahora los títulos fueron arrancados de las circunstancias y llevados hacia un lugar que parece más estable. O en todo caso, menos preocupado por la lucha parroquial. Doy dos ejemplos. Originalmente la reseña sobre la obra poética de Osvaldo Lamborghini se llamaba El culto a la inmadurez. Y de este modo parecía dirigirse no tanto a la obra de Lamborghini, como al culto injustificado que la persona de Lamborghini generaba. De modo que esa persona (o el relato mítico de esa persona) se convertía casi en la única clave de interpretación, perdiéndose lo que tanto le preocupa a Cassara, el verso, el poema, las palabras, en fin: el material del trabajo del poeta. En este libro, el título se transformó en Una posteridad muy concurrida. El otro ejemplo corresponde al comentario del libro de Diana Bellessi, Mate Cosido. El título de la reseña era Una inclaudicante energía política. Ahora, el mismo ensayo tiene un título más reposado, casi doctoral: Et in Arcadia ego. De modo que ahora parece una reflexión distanciada sobre la posibilidad o no de la escritura utópica en la poesía contemporánea.
  4. La utilización de precisas imágenes conceptuales. Cassara piensa. Por eso usa conceptos, ideas, abstracciones. Establece líneas de relación que no son evidentes y que suponen un trabajo de análisis complejo. Pero Cassara es un poeta, no un filósofo, o un matemático. Tal vez por eso, sus ideas siempre aparecen vestidas con una imagen precisa, de modo que el lector siente en su cuerpo su fuerza de persuasión del razonamiento de Cassara. En un pasaje del libro explica con detalle el procedimiento; dice: …el concepto, en la medida en que está desprovisto de apariencia, de un ritmo y una figura que lo vivifique, es el infierno. Si en la poesía habita el infierno es porque puede mostrar aquello que el concepto oculta, su posibilidad en la imagen y su realización en la metáfora. Voy a dar un solo ejemplo: …los micro-relatos relatos que despuntan entre los intersticios de su poesía (la poesía de Michaux), pueden leerse como si fueran cuentos talmúdicos escandidos por un sacerdote azteca, y al revés: como leyendas aztecas narradas por un rabino que hubiese ingerido algún poderoso enteógeno.


Empecé este comentario, señalando una contradicción entre el modo en que Cassara se percibe como crítico y el modo en que Cassara ejerce la crítica. Dije que esta contradicción consiste en mostrarse como un lector diletante y algo distraído y a la vez ejercer una reflexión sostenida y sistemática que está preocupada por hurgar en los enigmas de la escritura poética de un modo tenaz y efectivo. Se me ocurre ahora pensar en esta contradicción como esa paradoja que todo poeta tiene con su oficio: estar a merced del lenguaje, entregado, dejándose hablar por lo otro y a la vez atento, listo para capturar alguna repentina chispa del espíritu. Cassara lo dice expresamente al referirse a dos tradiciones de escritura; dice: Así como (…) los poetas en lengua inglesa se esfuerzan por parecerse a gente común y suelen jactarse de sus profesiones banales y sedentarias (médicos, abogados, banqueros), los poetas franceses cultivan los oficios de riesgo: expedicionarios, marineros, traficantes en el desierto, y son tenazmente frecuentados por los demonios de la locura.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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Libros de Sartre, por Marcos Bertorello


Hace algunos años tengo un pasatiempo secreto y ridículo: compro libros de Sartre. Los compro usados en librerías de viejo. Y lo hago con una sensación rara, un sentimiento que está al límite: hay algo de culpa, mucho de rebeldía, y por supuesto, cierta esperanza. Lo cómico del caso es que no los leo (y realmente, no sé si lo voy a hacer). Los tengo apilados, puestos uno encima del otro, desparramados en mi escritorio, en mi mesita de luz, en la biblioteca. Lo que sí leo son las diferentes marcas hechas por sus antiguos dueños. Están escritas en marcador, birome, lápiz, depende. En una compilación de artículos sobre arte y literatura de la revista Tiempos Modernos, por ejemplo, el antiguo lector del libro se la pasó llenando con birome verde los márgenes con fórmulas matemáticas de las que me resulta imposible entender su sentido; en otro, en la edición de bolsillo de Losada de ¿Qué es la Literatura?, alguien (presumo que fue una mujer) dibujó la cabeza de un tipo fumando una pipa. Está hecha en la última hoja, esa donde está escrito el año, el lugar, la imprenta y la cantidad de ejemplares que se hicieron. Algunos de esos lectores fantasmas son bien clásicos, casi predecibles: tengo una edición de uno de los tomos rojos de las obras completas de Aguilar, el tomo que reúne los ensayos literarios. En ese ejemplar, en el ensayo sobre Flaubert, alguien consignó las obras del novelista francés y hasta hay un cuadro comparativo donde se puede intuir una cierta correspondencia entre algunas ideas de El ser y la nada y lo que dice Sartre en ese ensayo.
    Un año atrás, en una librería de viejo que atienden unos amigos, encontré San Genet, comediante y mártir. Era la edición de Losada de la Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento. Lo compré, por supuesto. Y otra vez, después de leer las marcas, lo dejé apilado con los otros libros de Sartre. Poco después, me invitaron a dar una charla sobre una clase de J. Lacan que habla sobre El Bacón de Genet. Preparé la clase. Leí los pocos lugares en los seminarios de Lacan donde Lacan habla sobre Genet. Leí El Balcón. Leí una biografía de Genet. Leí varios poemas de Genet. Leí el ensayo de Bataille sobre Genet que aparece en La literatura y el mal. Bataille escribe sobre Genet para responderle a Sartre, eso me intrigó. Bataille le dice a Sartre: Genet no es un autor que valga la pena, es interesante, pero no sé si vale la pena. Y Bataille no da muchos argumentos, más bien da la impresión de que está tratando de marcar la cancha, eso que saben hacer bien los franceses: pelearse con ganas, y fingir que sus peleas son el ombligo del pensamiento de Occidente. De pronto me di cuenta de que tenía dos semanas por delante y que había terminado de leer casi todo lo que me había propuesto leer para preparar la clase. Agarré el libro de Sartre. Es un libro de 727 páginas; es decir: es un libraco, no un libro. Leí el prólogo de Eduardo Grüner. Grüner parece conocer el ensayo de Bataille. No lo nombra, pero toma nota de la misma advertencia; dice: Genet es menos interesante que lo que Sartre dijo sobre Genet. Y sugiere la idea de que Sartre inventó a Genet porque su escritura lo necesitaba. Algo parecido a lo que sucede entre Carriego y Borges. Carriego no es lo que dice Borges. El Carriego de Borges es lo que Borges necesita. Como dijo Perón de Braden: si no huera existido, lo habríamos inventado. Para esa altura sentí que leer el libro de Sartre era una obligación.
    Lo leí.
    Estuve dos semanas con el libro de un lado para otro. Lo leía sin parar: en el subte, en el baño, en la cama, en el sillón mientras esperaba a un paciente, con mis hijos mirando no se qué programa de televisión, en la cocina haciendo el café. Sartre logró un pase de magia, una perfecta hipnosis literaria. Después pensé que con Sartre me pasó lo que me suele pasar con Platón; al menos en dos puntos.
    Sartre piensa, eso es evidente. Despliega una serie de argumentos que al combinarse, forman un sistema. No sé si es cerrado, no lo parece, pero es una sofística elegante, persuasiva, y que no deja de aguijonearnos. Me parece que esta es la primera de las semejanzas de Sartre con Platón.
    Pero además Sartre tiene estilo. Es un estilo conciente de si mismo, que sabe cuáles son sus armas, las pone a prueba, las muestra. Y sí, es cierto: se monta en su deseo y por momentos pierde la pista. De golpe nos olvidamos de Genet, no sabemos nada de Genet, ni nos importa quién es Genet, al contrario: nos importa Sartre, lo que dice Sartre, lo que intenta decir Sartre, lo que quiere decir Sartre. Bataille tiene razón: Genet es un invento de Sartre, y tal vez sea esa la grandeza de este libro. Tener estilo es tener pasión. Esta es, creo, la segunda de las semejanzas de Sartre con Platón.

Marcos Bertorello
EdM, Buenos Aires, octubre de 2011
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APUNTES

La mística como insistencia, por Marcos Bertorello


Voy a partir de un pasaje bastante famoso del Seminario 20 de J. Lacan; dice: “esta claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada.” Y unos renglones más adelante (ya sobre el final de la clase), Lacan sentencia: “Estas jaculaciones místicas no son ni palabrería, ni verborrea; son, a fin de cuentas, lo mejor que hay para leer.”(1) A continuación, ubica en esa línea, a Los Escritos de J. Lacan y a Kierkegaard. De modo que no sería una exageración considerar el conjunto de los escritos de Lacan como escritos místicos. El problema – y es un poco lo que hoy quisiera traer a consideración de ustedes – el problema, decía, se juega entonces en la pregunta que implicaría considerar a un escrito como místico. ¿Qué quiere decir esto? Para responder a esta pregunta, entonces, me voy a referir a un caso – un caso literario -: Los poemas y los comentarios en prosa de San Juan de la Cruz(2).


San Juan escribió un puñado de poemas; apenas unas treinta y tantas páginas. De los cuales tres de esos poemas, son considerados una de las expresiones más acabadas del arte lírico escrito en castellano de todos los tiempos. Y esto que digo, al menos para mí, no es una sentencia de manual. Yo creo que esto es verdadero: uno lee esos poemas y es cierto, la perfección de su factura impresiona aun hoy, después de casi tres siglos de distancia. Me refiero a Noche Oscura, Cántico Espiritual y a Llama de amor viva. Además, escribió una serie de romances de temas religiosos y glosas de versos populares y de temas profanos que fueron hábilmente transformados a temas divinos. Como dije hace un rato el conjunto de la poesía de San Juan ocupa un espacio magro o flaco, si se considera el lugar fundamental que el poeta tiene en la historia de la literatura (un dato a modo de ejemplo: San Juan de la Cruz es uno de los pocos escritores que tiene el privilegio de que su nombre fuera traducido a todas las lenguas). Por otro lado, esos tres poemas mayores – por llamarlos de algún modo – son aquellos que se toman como escritos místicos o inspirados, o, directamente, como el efecto de la experiencia mística. En general, esta afirmación se sostiene a partir de una circunstancia extratextual: el hecho de haber sido escritos en el momento en el que el Santo estaba encarcelado en Toledo y como testimonio de una supuesta experiencia pneumática de la que los poemas serían su reflejo. Además de los poemas, el santo escribió lo que se conoce como comentarios en prosa. Y estos comentarios son una extensa y por momento apasionada explicación doctrinal y alegórica de los tres poemas principales. Al revés de los poemas, esos comentarios ocupan un lugar dilatado, y hasta por momentos excesivo. Si tuviera que hacer una comparación diría que entre los poemas y los comentarios en prosa existe la misma diferencia que Freud entrevió entre el contenido manifiesto y el contenido latente del sueño: uno – el contenido manifiesto – es un texto apretado, desconcertante, y algo avaro en sus formulaciones; por el contrario, el contenido latente es una ramificación generosa de ideas que parecen explotar hacia todos lados y hacia ninguno. Y en el mismo sentido, entre una cosa y otra – es decir: entre el contenido manifiesto y el latente como entre los poemas y los comentarios en prosa - se establece una relación conflictiva (en el sentido de no ser una relación evidente), paradójica (al querer clavar el poema en un solo sentido, se dispara hacia otros, que son muchos) e incomoda (porque no se sabe bien qué lugar ocupan respecto de los poemas). Esta relación generó un sinnúmero de comentarios y problemas de crítica literaria. Voy a dejar de lado los comentarios teológicos o aquellos que están tal vez demasiado atravesados por la fe religiosa (esta elección no es ociosa: por lo general esos comentarios son tan respetuosos del escrito y de la supuesta santidad de Juan de Yepes que hacen una lectura pulcra, inhibida, sumisa); entonces, como decía, voy a detenerme en uno de estos problemas.
    El problema puede formularse de la siguiente manera: ¿Qué es lo que hace desde el punto de vista del texto, que consideremos a los poemas y a los comentarios como místicos? ¿Habría algo de la escritura, del modo en el que está escrito – más acá de las intenciones del autor o incluso, mas allá de las lecturas que la tradición fue sedimentando como tópicos -, que pueda ser considerado como indicio cierto de su condición de escritos místicos? Walter Cassara, a propósito de un seudo místico, seudo poeta, y seudo filósofo porteño, plantea el mismo problema de un modo brusco e irónico, pero preciso; dice: Que sea lo suyo la mística, nadie lo pone en duda- la vecina del séptimo también cree, a su manera, en cosas que se parecen a Dios, y yo no me atrevería a preguntarle de ningún modo: ¿Cómo o por que? -. Pero en poesía sí cuentan esas preguntas(3). Precisamente, no alcanza con que alguien diga a viva voz que tuvo una experiencia mística – esto lo puede decir cualquiera y no habría por qué dudar de su veracidad. Además, esa condición mística que se desprende de una experiencia singular, debería leerse en el texto. Este es, en fin, el dilema; ¿qué es lo místico en términos textuales?; ¿algo que ya damos por descontado y que por lo tanto vamos al texto queriendo encontrar las claves que confirmen nuestra certeza? ; ¿el tema del que hablan los poemas?; ¿una cierta experiencia de la que los poemas y los comentarios son apenas un reflejo pálido y deslucido y de la cual, solo la conocemos por el testimonio – siempre sospechoso – del propio autor? O por el contrario: el texto mismo se transforma en el receptáculo desde donde dicha experiencia se actualiza cada vez que un lector se digne a dejarse atravesar por lo que el texto intenta decir. Como verán estos son los dilemas que se desprenden, creo, a partir de los dos interrogantes que Cassara, en tanto poeta, le agrega al voluntarismo místico: el cómo y el por qué.
    Como decía hace un rato, la tradición católica, estableció un modo de lectura de la producción literaria del santo que se parece a lo que sucedió con otro libro maravilloso, El cantar de los cantares. La interpretación alegórica – algo que es anterior al cristianismo pero que el cristianismo le dio un valor superlativo – la interpretación alegórica, decía, convirtió un poema esencialmente erótico como el Cantar en una supuesta metáfora de la relación entre, primero Dios y el pueblo de Israel, y segundo, la Iglesia y Jesucristo (Fray Luis de León, es el que hizo esta lectura). De ahí, donde decía esposo, el creyente leyó Cristo, y donde decía esposa, el creyente leyó Iglesia. En el caso de los textos de San Juan de la Cruz, sucedió algo semejante. Y esta operación de lectura se sostuvo en base a dos supuestos: lo inefable de la experiencia mística (entendiendo por inefable como un equivalente a misterio religioso: es decir: aquello infranqueable que se lo puede entrever pero nunca sobrepasar), y al hecho de suponer al texto poético del santo como un efecto milagroso. La argumentación de estos supuestos se sostuvo, sobre todo, en una idea esencialmente religiosa de la producción poética. Es decir, un conjunto de poemas de una belleza que da pavor, escritos por un monje que parecía no tener ningún contacto, ni ninguna otra relación con la literatura o con algún tipo de praxis literaria o con la tradición literaria de su lengua. Este mito – acentuado por el mismo San Juan – se basaba en testimonios que decían que lo único que había leído el santo en toda su vida era la Biblia. Tal vez una de las expresiones más representativas de esta posición sea la de Menéndez Pelayo que dice textualmente: Por allí ha pasado el espíritu de Dios, hermoseándolo y santificándolo todo(4). Dámaso Alonso es uno de los primeros críticos literarios que se atrevieron a desmitificar y desacralizar al texto de San Juan. Y el movimiento de lectura que propone es un movimiento que en otros terrenos parece algo obvio, pero que en un texto tan encorsetado por la tradición, es, directamente, blasfemo: demostrar el complejo y artificioso trabajo de lectura que el Santo hizo de las principales tradiciones poéticas de su tiempo; a saber: dentro de la tradición culta española: el influjo italianizante de Garcilaso y lo que se llamó Boscan y Garcilaso a lo divino; dentro de la tradición popular española: el romancero español, y la literatura pastoril; dentro de la tradición bíblica: el cantar de los cantares. El trabajo de Alonso nos muestra a un poeta dotado que trabaja como cualquier otro poeta: haciendo de sus propias lecturas un suelo desde donde pararse para cantar (5). Jorge Guillen, lo dice de un modo irónico: Porque si a San Juan no se le juzga aprendiz de santo, como poeta nos pasma su maestría. No parece probable que muchos grandes artistas hayan sido amateurs. (…) San Juan escribió muy poco, y nunca se consideró como profesional de la poesía. Pero ningún vestigio de aficionado se descubre en estas obras magistrales.(6)
    Por otra parte, dentro de la historia de la poesía es frecuente encontrar escritores, grandes escritores, incluso escritores que han tenido una influencia decisiva, y que lo son por un solo libro, o por un par de libros, o por un puñado de poemas. Entiendo que eso que se parece a un arrebato imprevisto, puede ser entendido, además, como una experiencia límite con el lenguaje: el poeta llega en su trabajo con la lengua a un punto en el que parece rozar el borde mismo de lo indecible. Y en consecuencia, podría extender esta hipótesis y decir que, todo escritor que merezca ser leído, tiene al menos uno de sus libros, o un pasaje de su obra, así sea mínima, que goza de la condición de lo definitivo. Esto es un poco lo que dice Abelardo Castillo en el prólogo a Residencia en la tierra de Pablo Neruda: Para decirlo de una vez: si entre los dieciséis y los diecinueve años se ha escrito Crepusculario y El Hondero entusiasta, si a los veinte se es el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y a los veintiuno de Tentativa del hombre infinito, es quizás imposible ir mas allá. Pero si a esa edad, y habiendo escrito esos libros, se puede aun escribir otro, ese libro será, en algún sentido, el ultimo. Será este libro. Con Residencia en la Tierra, Neruda llega, hacia abajo, al único lugar donde podía llegar como poeta: al borde mismo del silencio, al infierno del que no pudo regresar Rimbaud(7).
    Dicho esto, entonces, vuelvo al planteo original: ¿Qué es lo que hace de un escrito que pueda ser considera místico? Sabemos que uno de los tópicos con los que la tradición estableció un modo de lectura y de acercamiento a los textos místicos, es el de lo inefable. Y lo inefable se lo entendió, principalmente, como sinónimo de silencio. Silencio que se desprende de la raíz etimológica de la palabra mística (viene del griego myein: cerrar la boca) y del respeto que impone la suposición de que en un texto habla el espíritu divino. Ahora bien, en el caso de San Juan, en el prólogo a los comentarios del Cántico Espiritual (apenas dos carillas que, como dice Jorge Guillen, habría que considerar como los principios estéticos de una poética) establece y define a lo inefable. Veamos. En principio reconoce la insuficiencia del lenguaje respecto de la experiencia – que en San Juan es, principalmente, una experiencia amorosa. Dice: ¿Quién podrá escribir lo que a las almas amorosas donde El mora hace entender?, y ¿Quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir?, y ¿Quién, finalmente, lo que las hace desear?(8) Al párrafo siguiente – y contradiciendo el supuesto del silencio – el Santo declara la necesidad de hablar. Es decir: sí, es cierto, hay un límite en el lenguaje pero, al mismo tiempo, no podemos escapar de él. San Juan dice: …porque los dichos de amor (místico) es mejor declararlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar.
    Esta paradoja, en fin, es lo que entiendo como místico y que es posible de ser leído en un texto. ¿En donde? Un poco en el argumento (el alma sale del cuerpo, vuela, se depura de los males de la carne, ingresa en un ámbito esotérico, misterioso y se dispone a un encuentro que se adivina radical), a veces en la metáfora (la noche oscura como bello símbolo de un punto neutro, despojado de cualquier rastro de humanidad, a la espera pasiva de lo absoluto), algo en la anécdota (la esposa, inflamada de amor y deseo, sale a la búsqueda del esposo; los dos amantes, hiperbólicos, cantan sus loas al goce amoroso), pero sobre todo y más que nada, veo lo místico en la insistencia: el santo, a pesar de haber escrito un puñado de poemas que por si mismo lo justifican como poeta y escritor (y hasta como hombre), decide explicar lo que sabe no tiene explicación. Y esa insistencia, por su misma imposibilidad, por rozar ese límite borroso de lo indecible, esa insistencia, digo, que nos perfora y hasta nos conmueve, esa insistencia, entonces, nos hace decir: acá pasó algo, yo no podría decir bien qué, pero pasó algo.


Marcos Bertorello (Buenos Aires)


(1) J. Lacan. Seminario 20, Aun. Editorial Paidos, Buenos Aires, 1995. Pág. 92.
(2) San Juan de la Cruz, Poesía completa y comentarios en prosa, Biblioteca La Nación, Editorial: Planeta, 1997.
(3) Walter Cassara, Radiografía de lo inefable, en Hablar de Poesía, 15, junio 2006. Grupo Editor Latinoamericano. Pág. 242.
(4) Citado por Aldo Ruffinatto, Los códigos del Eros y del miedo en San Juan de la Cruz.
(5) Dámaso Alonso. La poesía de San Juan de la Cruz (Desde esta ladera). Editorial Aguilar, Madrid, 1966.
(6) Jorge Guillen, Lenguaje y Poesía. Algunos casos españoles, Editorial Alianza, Madrid. Pág. 94.
(7) Pablo Neruda, Residencia en la Tierra, Debolsillo, 2003. Pág. 16.
(8) San Juan de la Cruz, Op. Cit. Pag. 155.
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APUNTES

La narración como sueño o pesadilla: Borges y Lamborghini, por Marcos Bertorello


Freud a lo largo de La interpretación de los sueños, sostiene dos tesis: que el sueño es una realización (desfigurada) de un deseo (reprimido); que el sueño como formación de lo inconciente es el guardián del dormir (1). Para sostener estas ideas, Freud concibe al fenómeno onírico como una compleja maquinaria textual: de un texto apretado, enigmático y hasta desconcertante (lo que se llama el contenido manifiesto, es decir: el relato del sueño) se llega a otro texto también abigarrado, ahora esclarecedor de algunos puntos del primero, más extenso y algo disgresivo, (lo que se llama contenido latente, es decir: las asociaciones del soñante) (2). Lo curioso es que, lo manifiesto y lo latente no designan lugares superpuestos en donde algo – el contenido manifiesto – estaría por sobre otra cosa – el contenido latente. Lo curioso, repito, es que entre una cosa y otra – es decir entre el contenido manifiesto y el contenido latente- la relación es, sobre todo, textual. En fin, delante nuestro, tenemos dos textos que se interrelacionan de acuerdo a una legalidad que Freud trató de comprender y establecer y que hizo del psicoanálisis una disciplina capaz de curar síntomas neuróticos con palabras. Pero además hubo otra cosa: Freud – tal vez sin darse cuenta- puso en jaque el concepto mismo de representación. Quiero decir: la clave de lectura capaz de restablecer el sentido enigmático del texto onírico no es para Freud un código externo al texto del sueño que opera sobre él al modo de un sistema de equivalencias. No, no se trata de eso. Por el contrario se trata de la generación de otro texto – las asociaciones del soñante – que al modo del palismsesto va tejiendo múltiples derivas y que por esa misma operatoria, a la vez que resuelve el enigma, genera otros. Esto, por cierto, deja en entredicho, lo que hasta ese momento se suponía: la equivalencia entre mundo y lenguaje. En fin: cuando digo que puso en jaque el concepto mismo de representación, quiero decir que si hubo un descubrimiento freudiano, lo hubo en la medida que Freud pensó el lenguaje como un sistema que se sostiene, sobre todo, por el malentendido: no hay homología entre saber y decir; o: nadie sabe del todo lo que dice. En este sentido, parece no ser casual el hecho de que gran parte de las vanguardias históricas tomaran como referente al texto freudiano, y sobre todo, La interpretación de los sueños. Esta es una de las varias consecuencias estéticas que implicó la invención del psicoanálisis (3).
    Pero volvamos a las tesis freudianas del libro de los sueños. Son tesis que se complementan pero que merecen una explicación: Freud parte de la idea de que el deseo inconciente no es algo accesible, ni tampoco domesticable. El deseo para Freud – por supuesto: a partir de la evidencia clínica, no como una idea preconcebida- supone resistencia. En consecuencia: desear no es lo mismo que querer. Alguien puede desear algo que no quiere. Esta incomodidad del deseo es uno de los orígenes de la angustia. Y asumir el deseo como propio solo es posible después de un largo rodeo que supone el trabajo analítico. En este sentido, el sueño como formación inconciente existe en la medida que escenifica de un modo tolerable, esos deseos inconciente que son intolerables para la conciencia. El modo descentrado, ridículo, desubicado, sin sentido, que adquiere el texto manifiesto del sueño, no es más que una artimaña de la censura para domesticar el deseo inconciente que se escenifica, y así el deseo encuentra un canal de expresión. Por lo tanto, la formación del sueño se produce para evitar el despertar: el sueño es el guardián del dormir, dice Freud, en la medida que el sueño es una de las llamadas formaciones de compromiso: compromiso entre deseo y defensa (4).
    Para los que hemos leído La interpretación de los sueños, sabemos que existe un capitulo que sobresale del resto de la obra. Ese capitulo es el capitulo VII: Sobre la psicología de los procesos oníricos. Y sobresale por varios motivos. En primer lugar, por una razón estilística. Ese capitulo rompe con el tono confesional del resto de la obra: ahí Freud se mete de lleno en el terreno árido de la especulación teórica. Y en ese terreno, en el punto D de dicho capitulo, Freud se preocupa de nuestro tema; El despertar por el sueño. La función del sueño. El sueño de angustia, es el título del apartado. Y en ese apartado, se encarga de explicar lo que parece una contradicción de la tesis principal del libro: los sueños de angustia, es decir, las pesadillas. La objeción sería: si el sueño es una realización de un deseo inconciente, ¿cómo explicar la presencia de angustia en los sueños (las pesadillas)? Esta objeción, se sostiene a partir de un supuesto: la incompatibilidad entre deseo y angustia. Freud, haciendo gala de su habilidad retórica, desarma el argumento en dos movimientos: recuerda la condición inconciente del deseo – esto quiere decir que lo que es placentero para un sistema (lo inconciente), no lo es para otro (la conciencia)-; y establece lo que sería la función del sueño: el sueño es el guardián del dormir (5).

Ahora bien; este breve resumen de la teoría psicoanalítica acerca del fenómeno onírico está al servicio de otra cosa: suponer que en el modo en que esta teoría conceptualiza el sueño expone dos formas contrapuestas de entender la narración: la narración como sueño – es decir, en tanto escenificación de un deseo – y la narración como pesadilla – es decir, en tanto que dicha escenificación amenaza todo el tiempo con romperse. Una narración avanza en función de un cierto pacto simbólico-imaginario que se establece entre lector y el texto y en el que lo real de esa historia queda velado o apenas evocado o como mucho, sugerido. Ahí tenemos una de las teorías; la primera. Por el contrario, la narración avanza como a saltos, a veces cuesta seguir leyendo, se contractura, otras: perdemos el hilo, o incluso, llega un momento en que la lectura del texto se hace casi imposible y como sucede en la pesadilla, levantamos la mirada, dejamos de leer, escapamos, en fin: nos despertamos. Ahí tenemos otra de las teorías; la segunda.
    A continuación, entonces, propongo analizar dos relatos diferentes con un doble propósito: mostrar dos escrituras que trabajan lo onírico pero de manera contrapuesta y a partir de las consecuencias de dicho tratamiento estético, mostrar una disputa en la tradición de la praxis literaria del Río de la Plata.
    Empiezo con el primer punto. Los cuentos son: El sur (6), de Jorge Luis Borges y El fiord (7), de Osvaldo Lamborghini. Entiendo que la elección de los relatos y de los autores se justifica por varias razones; enumero algunas: la obra de Borges es un problema para la praxis literaria en la Argentina (8). Es un problema en la medida que su obra deja siempre la impresión de haber llevado la literatura a un punto de no retorno: ¿cómo seguir escribiendo después de Borges? Y respecto de esta pregunta, Lamborghini fue uno de los autores que intentó dar una respuesta posible: concebir una literatura al límite, una literatura que se cierra sobre si misma, una literatura al borde de lo legible. Por otro lado – y esta sería otra de las razones que justifican la puesta en relación de los dos cuentos – los dos son cuentos se hacen cargo de tensiones ideológicas – que implican posiciones violentas y contrapuestas- para llevar dichas tensiones a un plano propiamente literario: donde la contraposición violenta se transforma en ambigüedad. En el caso del texto de Borges, respecto de la dicotomía civilización barbarie, en el caso del de Lamborghini, respecto de las confrontaciones internas del peronismo. Pero además, los dos autores realizan esta operación echando mano al lenguaje onírico (9). En consecuencia, vallamos a los textos propiamente dichos.

En Borges hay muchas referencias al sueño y a la cercanía entre escritura literaria y producción onírica. Sobre todo, en los prólogos que Borges escribe en el momento en el que se comienza a publicar sus obras completas. Ahí, a la par que Borges reflexiona sobre las tensiones que lee en sus propios escritos – más que nada la tensión entre la escritura clásica y la escritura vanguardista-, reflexiona sobre la creación literaria propiamente dicha. De este modo – de un modo sesgado, epigonal y fragmentario – Borges da las pistas de su poética. De cualquier forma, las veces en las que se refiere al sueño, lo hace en el primero de los sentidos que he propuesto a partir de la obra freudiana; es decir: como cumplimiento de deseo. Y en el caso de El sur, leemos un relato en el que se pone en acto los preceptos de dicha teoría. Veamos más de cerca. En el relato hay dos escenas claramente contrapuestas y que en si mismas son la escenificación de la “discordia de linajes” que en el primer párrafo del cuento se cuentan en relación al personaje principal, Juan Dahlmann; estas escenas son: una primer secuencia en la que Dahlmann adquiere una versión de Las mil y una noche, sufre un accidente, y entra al hospital y por lo tanto a ese estado límite entre la vida y la muerte. Esta secuencia es la de un hombre de letras, un hombre esencialmente urbano, con un destino prosaico y por lo tanto moderno. A continuación se engarza la segunda secuencia en la que el mismo Dahlmann emprende su viaje al Sur y choca con ese otro mundo, el mundo del campo, que es brusco y a la vez vengativo, exótico y en el que Dahlmann se ve a si mismo ya no como un simple hombre de ciudad, sino como un hombre en el que su destino está regido por el valor épico de un personaje que se enfrenta a las adversidades con coraje, en fin: Dahlmann, en ese enfrentamiento, de golpe se transforma en Aquiles vengando la muerte de un ser querido (10). Ahora bien, el secreto del cuento, entiendo, es justamente, contraponer estas escenas al modo de un sueño; esto es: entretejer de un modo grato y algo descentrado, dos hechos que parecen distantes. Una vez que Dahlmann comienza su viaje a la estancia – en el que todo el tiempo se sugiere que en rigor se trata de otro viaje más definitivo y esencial- y a la par que se refieren los sucesos, Borges intercala dos o tres pistas en las que de un modo sereno, sin discordia, nos recuerda que lo que leemos es algo más que o algo menos que las peripecias del personaje. Lo digo una vez más, lo onírico no está jugado tanto en que los hechos sean el sueño del personaje, si no en la escritura misma de dicho sueño. Doy algunos ejemplos: Dahlmann supuestamente está viajando en tren hacia el Sur. Lo hace leyendo. Lee su versión de Las mil y una noches. En un momento cierra el libro, y deja de leer. A renglón seguido, Borges escribe: El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido. Unas páginas más adelante, el mismo procedimiento: Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Se trata, justamente, de introducir un elemento discordante con los hechos que se narran. En el primer caso, la descripción misma del almuerzo no tiene nada que ver con la situación del viaje en tren; en el segundo, la autodefinición por parte de Dahlmann como convaleciente a un paso de entrar en una pelea, disloca la secuencia. De todos modos, este dislocamiento, nunca es violento, al contrario: parece algo insignificante, apenas un detalle, casi un desliz. Entiendo que esta es la razón por la que este cuento logra el clima onírico que intenta transmitir.

En El Fiord de Osvaldo Lamborghini, todo está atravesado por la violencia: son violentas las imágenes que se cuentan, el modo brusco y sin lógica en el que se intercalan los hechos, las relaciones entre los personajes y hasta la abigarrada construcción de las frases. El mismo texto da una definición precisa de su estilo; dice: Continuó bajo otras formas, encadenándose eslabón por eslabón. No perdonando ningún vacío, convirtiendo cada eventual vacío en el punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión. En cada una de los impasses de la escritura, en cada vacío, se instaura un punto nodal que tensa las cuerdas y a la vez que dispara otras secuencias narrativas, redirecciona las anteriores. La consecuencia directa de este estilo es el efecto buscado: opacar lo más posible el referente; es decir: es un relato en el que resulta difícil encontrar el punto de apoyo, ese punto por fuera del texto que se impone como horizonte de lectura y que muchas veces, ordena sus elemento. Y en ese serrarse sobre si mismo, bordea sin llegar a serlo – o mejor: trastocando – la alegoría política (11). Muchos han entendido – y de un modo acertado, creo- que en el estilo de El Fiord, se pueden leer los procedimientos típicos del barroco (12). Es un texto barroco en la medida que dispone de los elementos más dispares y contrapuestos a su antojo, amalgamando registros diferentes en secuencias narrativas y poéticas. Ahora bien; si en el cuento de Borges, el secreto de su factura se puede leer en el modo preciso en el que Borges logra escribir un sueño, en este, sucede lo mismo pero al revés: El fiord es una pesadilla no solo por lo que cuenta – esa fiesta sin final ni destino en la que sus personajes se embarcan en una sucesión de atrocidades por momentos encantadoras, por momentos repugnantes – El fiord, repito, es una pesadilla no solo por lo que cuenta, sino y fundamentalmente, por el modo en el que está escrito: las escenas no dan respiro (son una sucesión de imágenes absurdas en donde importa más lo que muestran que lo que refieren), sus frases parecen zigzaguear sobre si mismas en una sintaxis arrebatada y elegante, y aquello que sería el centro mismo de la acción: el nacimiento de la criatura y que en un sentido textual el lector cree percibir como el punto desde donde se podría organizar el sentido ultimo de lo que se lee, el centro mismo de la acción, repito, se diluye entre otras secuencias, logrando de este modo, opacar aún más el sentido de lo narrado. En fin, El fiord es una pesadilla porque incita, todo el tiempo, a despertar al lector.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)

(1) Sigmund Freud. (1989) Obras Completas Tomo IV y V. Buenos Aires, Amorrortu editores. Pág. 142-152.
(2) S. Freud, Op. Cit. Pág. 118-141.
(3) J. Lacan (1989) Escritos I. Buenos Aires, Siglo XXI. Pág. 227
(4) S. Freud, Op. Cit. Pág. 565-577.
(5) Op. Cit. Pág. 504-612.
(6) Jorge Luis Borges. (1989) Obras Completas Tomo I. Buenos Aires, Emecé Editores. Pág. 525.
(7) Osvaldo Lamborghini. (1997) “El Fiord”. 11 relatos argentinos del siglo XX (Una antología alternativa). Héctor Libertella (comp.) Buenos Aires, Perfil. Pág. 135.
(8) Nicolás Rosa. (2003). La letra Argentina. Crítica 1970-2002. Buenos Aires, Santiago Arcos editor. Pág. 165.
(9) Op. Cit. Pág. 185.
(10) Ricardo Piglia (2004) “Ideología y ficción en Borges”. Ficciones Argentinas. Antología de lecturas críticas. Grupo de investigación de literatura argentina de la UBA (comp.) Buenos Aries, Grupo editorial Norma. Pág. 33.
(11) Julio Premat. (2008) “Lacan con Macedonio.” Y todo el resto es literatura. Ensayos sobre Osvaldo Lamborghini. Juan Dabove y Natalia Brizuela (Comp.) Buenos Aires, Inerzona. Pág. 121.
(12) Néstor Perlongher. (2008) “Ondas en el Fiord. Barroco y corporalidad en Osvaldo Lamborghini”. Prosa Plebeya. Buenos Aires, Colihue. Pág. 139.
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APUNTES

Osvaldo Bossi o la escritura del niño, por Marcos Bertorello


En 1905, Freud publica uno de sus libros capitales. Fue un libro publicado cinco años después de otro libro definitivo como La Interpretación de los sueños. En 1905, Freud publica Tres ensayos de una teoría sexual. Y como en el caso de La Interpretación de los sueños, fue un libro en el que Freud sentó las bases sobre las que descansó buena parte de la doctrina psicoanalítica. Tal vez por esta razón, son textos que fueron corregidos y deformados a lo largos de las ediciones que se hicieron en vida de su autor . En el caso de los tres ensayos, el trabajo de reescritura es algo realmente intenso y hasta parece difícil hacerse una idea de cómo fue el libro en su edición original (1): las citas a pie de página son tantas que uno termina pensando si no deberían componer un libro aparte; hay párrafos enteros que fueron agregados con posterioridad; otros que fueron suprimidos; pequeñas correcciones que trastocan el sentido de ciertas tesis, en fin: Los tres ensayos… tal como los leemos en la actualidad, son un testimonio vivo del modo abigarrado, nunca lineal, y hasta barroco, de la escritura freudiana. Como dije un poco más arriba, entonces, parece difícil hacerse una idea de cómo fue leído el libro en su primera edición. Y sobre esa dificultad, es decir: sobre ese punto perdido, siempre mítico, ese punto en el que una experiencia, cualquier experiencia, se inicia, ese momento original, único en el que un sujeto cree o se imagina, o piensa, o supone, que algo de su percepción dejó de ser lo que era, ese punto perdido, repito, sobre esa dificultad, sobre la escritura poética de esa dificultad, hablan las líneas que siguen.


1- El niño de Freud.

Son tres ensayos. Y cada uno parece mantener una cierta independencia de los otros, se mueven en dominios paralelos, y el efecto de sentido global, se da como por añadidura, quiero decir: son tres golpes sucesivos pero discontinuos que dejan algo flotando en el aire, como una sensación, o ese cosquilleo de algunos momentos íntimos. Son tres ensayos, ya lo dije. El primero sobre las perversiones, el segundo: sobre la sexualidad infantil, el tercero: sobre la pubertad. Quiero hablar sobre el segundo: La sexualidad infantil. La escritura de Freud se mueve en el terreno del ensayo literario: ese espacio feliz, ese espacio en el que su forma parece coquetear con el amateurismo para después, como quien no quiere la cosa, desembocar en otra orilla menos clara, un lugar extraño, con ideas abstrusas, ideas de las que no resulta sencillo volver sin lastimarse; en fin: Freud cuenta una anécdota, algún episodio cotidiano, familiar, no sé, parte de una idea que parece fatalmente cierta, obvia, de ese tipo de verdades incontrastables, de las que no necesitan demostración, como si alguien dijera: el cielo está arriba, la tierra, abajo; ¿quién puede discutir esto? Después se dispara para otro lado. Freud como escritor es un asunto serio, ejemplar (deberían darlo a leer en cualquier taller de escritura): te agarra de la nariz, te lleva al medio de la plaza, entre los juegos de la plaza, te muestra el tobogán, la hamaca, el subibaja, y ahí, cuando estás a punto de sentarte en el banco a contemplar el maravilloso espectáculo de la niñez, Freud te llama con un golpecito en el hombro, y te dice: ojo, no te duermas, acá pasan otras cosas diferentes de las que vos pensas. Querés salir corriendo. Pero ya es tarde.
    Volvamos al segundo ensayo, entonces: La sexualidad infantil. Freud parte de una evidencia, ya lo dije: la amnesia respecto de los primeros años de la infancia. Es verdad: del niño que fuimos solo hay recuerdos parciales; Freud los califica de “jirones incomprensibles”. Y la audacia de la escritura de Freud está en relacionar esta amnesia con el descuido del tema sexual infantil en la bibliografía especializada de su época. Parece no ser casual, dice, que en diferentes manuales médicos – esos textos que terminan por instituir un saber autorizado – parece no ser casual, decía, que en diferentes manuales médicos, exista un completo descuido del tema infantil. Freud entiende que este olvido, no es más que el efecto de la represión respecto del factor sexual infantil en la vida del niño que fuimos. Y al señalar la causa de este olvido, Freud deja por escrito una diferencia: una cosa es la niñez, otra lo infantil. Lo infantil se lo olvida para que aparezca, deformado, en otros lugares: en los síntomas, en los sueños, en los actos fallidos; del niño que fuimos no sabemos nada, porque es lo imposible, lo que se escapó: fue aquella experiencia mítica, semejante a lo que podríamos decir respecto de la lectura de la primera edición de Los tres ensayos de una teoría sexual de Freud (y más o menos parecido a la experiencia de la infancia de la humanidad que caracteriza Agamben, como el punto de partida de un nuevo pensar). Una pocas páginas más adelante (y después de hacernos reconocer que sería un disparate no suponer vida sexual en un niño), Freud señala la disposición a la perversión polimorfa en la sexualidad infantil.
    Para terminar con este primer apartado, entonces, retengamos dos afirmaciones del texto freudiano: el factor infantil propio de la sexualidad humana no es la experiencia de la niñez, en primer lugar; la sexualidad perversa polimorfa es lo que caracteriza al despertar sexual en el niño, en segundo lugar. Estas dos afirmaciones sin querer, ponen en entredicho y hasta desafían cualquier idealización de la vida infantil, en una doble vertiente: el niño no es inocente y de algún modo un poco absurdo, sigue viviendo en la vida del adulto.

2- El niño de Bossi.

Osvaldo Bossi (1963), es un poeta que comienza a publicar a mediados de los noventa y que pertenece a ese fenómeno social y estético conocido como “poesía de los 90”. Sin embargo – como el caso de Walter Cassara –, Bossi mantiene una relación epigonal, que si bien asume algunos temas, gesto y formas de época, su escritura nunca termina de identificarse del todo con la estética dominante y hasta incluso, parece mantener una relación polémica con sus pares; sobre todo, respecto del tema que nos ocupa: la escritura poética de la experiencia de la niñez.
    Publicó un puñado de poemarios: Tres (Bajo la luna nueva, 1997), Fiel a una sombra (Siesta, 2001), El muchacho de los helados y otros poemas (Bajo la luna, 2006), Ruego por el tornado. Tres (Sigamos enamoradas, 2006), Del coyote al correcaminos (Huesos de Jibia, 2007), Esto no puede seguir así (Letras y Bibliotecas de Córdoba, 2010) y Ni la noche ni el frío (inédito, 2010). Y una nouvelle, Adoro (Bajo la Luna, 2009). Es una obra en formación, como quien dice. De todos modos, es posible leer ciertas insistencias, o si se quiere: marcas, indicios desde los que propongo una lectura con un propósito doble: entender el modo singular en el que Bossi trabaja la escritura poética de la experiencia de la niñez, y en ese trabajo, leer aquellos puntos en los que Bossi se diferencia de sus contemporáneos. Voy a partir de una frase con la que se inicia la nouvelle, que me va a servir para ordenar una zona específica de la producción de Bossi: aquella donde leemos el anhelo de un poeta que intenta escribir algo de aquella experiencia perdida de la niñez. La frase dice: “Yo no sabía nada de hoteles (a hoteles de citas, se refiere). Viví, hasta los cuarenta años, en una crisálida. Algo así como un pabellón de sueño que me protege (si tal cosa fuera posible) de la realidad.” (2) Esta frase está en el inicio del relato. Y se podría entender como el punto desde donde se articula el tono del narrador: un hombre de cuarenta años, un adulto, entabla una relación sentimental y esquiva con un taxi boy, pero lo más extraño de todo no es tanto la anécdota (una anécdota mínima, injustificada) sino el tono inocente desde donde se la cuenta: un adulto con voz de niño, o lo que sería parecido: una inocencia en segundo grado. Como dije más arriba, esta frase, define todo una línea de la escritura de Bossi; aquella en la que el poeta intenta escribir la experiencia de la niñez. No es toda su obra, hay otra línea paralela y que podría caracterizarse como una búsqueda desesperada por la máscara perfecta, aquella que oculta a la vez que muestra lo más intimo: puede ser Valdemar, Telémaco, Hamlet, el coyote, Batman o Robin, no importa: son máscaras de las que el poeta hace uso para hablar de sus obsesiones; son voces, es cierto, y voces diferentes – que implican registros distintos – pero que en la misma superficie de su enunciado, se deja sentir aquello que lo tiene, siempre, pendiente de un hilo: la queja de amor.
    Pero volvamos a la escritura del niño, esa línea en la obra de Bossi que distinguí más arriba. En el prólogo a uno de sus libros, el poeta, lo dice textualmente, refiriéndose al origen de sus poemas: “…suelo responsabilizar a la infancia. Mejor dicho: a la mirada del niño que fui hace mucho tiempo, con esa especie de lente, o microscopio sublime, que la poesía utiliza para transfigurar las cosas a nuestro alrededor”(3) . Y antes de referir brevemente una lista dispar de escenas, define el espacio mítico y por eso mismo, perdido, en el que se juegan esas experiencias como si fueran postales de una sola experiencia; dice: en ellas (en aquellas escenas) creo encontrar la clave de una experiencia remota y sumergida que excedería mis propios límites. Lo curioso del caso es que Bossi consigue una proeza estilística en base a una paradoja: su voz es la de un niño y el secreto de su certeza se esconde, justamente, en no hablar como un niño. Este punto medio, ese tono – en el que se deslizan algunos diminutivos, solo algunos, los necesarios, pero que mantiene una claridad prístina, objetiva de la imagen: son imágenes sin relieves, despojadas de toda ironía, casi vírgenes, y por eso mismo: inquietantes – entonces, decía: ese medio tono que consigue hacer hablar a un niño, es lo que, en un doble movimiento, polemiza con sus contemporáneos a la par que reanuda el cauce abierto por el texto freudiano: el niño de Bossi, como el de Freud, no es inocente, o si lo es, lo es en otro sentido: en un sentido tal vez menos tolerable: el niño de Bossi, como el de Freud, ve el mundo con ojos claros, sin velos, llevando esa lógica de hierro hasta un paroxismo en el que la identidad entre lo que se dice y lo que se quiere decir logra, por escasos momentos, una rara unidad solo comparable a esos perdidos y viejos juegos de la infancia donde creíamos que las palabras eran cosas.
    Para no abundar en citas que justifiquen mi lectura, voy a detenerme en el análisis de un poema que propongo como paradigmático del tipo de escritura poética que practica Bossi; se trata de El muchacho de los helados (4). El poema cuenta apenas un episodio: la visita del heladero al pueblo de la infancia. La evocación es elegíaca y siguiendo cierta tradición moderna, se trata de una elegía de lo efímero: acentuar aquel matiz, eso: una pequeña escena que se ve como una imagen que en su sencillez logra plasmar, paradójicamente, la complejidad de lo humano, o de eso que llamamos humano: lo contradictorio, un gesto a la vez hermoso y repulsivo, en fin: esa inestabilidad en la que nada parece encajar como debiera y en donde nace lo mejor y lo peor de la especie.
    Pero volvamos al poema. La atmósfera de evocación se juega de entrada; los primeros dos versos, bajo la máscara retórica de la comparación, buscan establecer ese punto preciso y a la vez extático donde el episodio que prontamente se va a referir, consigue jugar su carta más ambiciosa: la de convertir una simple anécdota en un símbolo; dice: Diez veranos pueden convertirse / en un solo verano eterno. Después el poeta nos lleva hacia el escenario. Describe el pueblo, sus personajes. El tono de esos versos consigue una inocencia que en su claridad, logra sembrar en el lector un estado de encantamiento sospechoso. Esta secuencia concluye con el anuncio del personaje que parece hacer entrar toda la escena en otra dimensión; dice: Todo hubiera seguido / en esa calma chicha, si a lo lejos / no se hubiera escuchado el silbato / del heladero. De ahí en más el poema se transforma. El muchacho de los helados no es más que una excusa para hablar de la lucidez de un padre que puede ver en los ojos de su hijo el destino poético que lo acecha. Esta misma idea se potencia en el final. Ahí, el padre habla. Habla al muchacho de los helados (es decir: ese pasado mítico, siempre ideal), y a nosotros (es decir: el presente, ese instante fugaz de lectura). ¿Y qué dice ese padre? Que aquel niño que vivió aquella escena, es el poeta adulto que ahora, recuerda la experiencia. Y justamente, ese poeta sabe lo que sabe cualquier poeta: una experiencia efímera, banal, una experiencia cotidiana, una experiencia cualquiera, tiene el germen que la poesía busca para hablar de lo genuino.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)

(1)Tres ensayos… fue publicado siete veces en vida de Freud (1905, 1910, 1915, 1920, 1922, 1924, y 1925), y cuatro con modificaciones (1910, 1915, 1920 y 1924).

(2) Osvaldo Bossi, Adoro. Ed: Bajo la luna. Buenos Aire, 2009. Pág. 11

(3) Osvaldo Bossi. Ruego por el tornado. Ed: Sigamos enamoradas. Buenos Aire, 2006. Pág. 9

(4) Osvaldo Bossi, El muchacho de los helados y otros poemas. Ed: Bajo la luna, Buenos Aire, 2006. Pág. 1-9.
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La bestia extranjera, por Marcos Bertorello


Falta poco. Será un tornado. Y arrasará Norteamérica; las ciudades de Norteamérica: Denver, Seattle, Portland, Spokane, West Hoollywood, San Francisco, Iowa, Detroit, Wheaton, Boston, New York, Chicago, Memphis, Miami, Irvine, Pasadera, Santa Mónica, Athens, Minneapolis, Columbia, Hampton, Newport, Laurel, Philadelphia, West Allis, Woodinville, Salt Lake City, Albuquerque, Houston, Dallas, Sacramento, San Bernardino, Anaheim, San Diego, Las Vegas, Austin, San Antonio, Asbury Park, Wallingford, Schenectady, Dania, Buffalo, Springfield y algunas más. Sí, por cierto: será un zeppelín cargado de cartuchos de testosterona listos para explotar sobre las cabezas de miles de cuerpos. Los mojigatos levantarán sus dedos, entonces. Se sacarán los sombreros, mirarán el cielo y dirán: la bestia, la bestia extranjera volvió para violar a nuestras vírgenes. Y será un tornado bello pero efímero. Durará apenas un parpadeo de lagarto; eso: en un abrir y cerrar de ojos lo que amenazaba ser un Apocalipsis justo y divertido, se convertirá en la taza de té de la corrección política. Y entonces el zeppelín cargado de cartuchos de testosterona se estrellará contra la edulcorada moral del sentido común. Para esa altura, los mojigatos, siempre oportunos, habrán canjeado de ideología; entonces, dirán:bestia, la bestia extranjera, nuestra bestia, bienvenida a la tierra de las oportunidades, esta es tu casa, nuestra casa, donde viven, sin molestarse, una torva y alegre murga de infelices: proxenetas, bandoleros, violadores, tullidos, pederastas, narcisistas, tuertos, barbudos, asesinos, prostitutas y prostitutos, partidarios de Hormiga Negra y enemigos de la libertad.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)

Foto: Hamburgo 1973, Heinrich Klaffs Seguir leyendo
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La verdad se mueve de Javier Adúriz, por Marcos Bertorello


A los 14, 15 conocí a Isidro. No fuimos amigos en sentido estricto, pero teníamos una relación cordial y hasta por momentos íntima. Isidro era unos años menor; dos, tres años. Y en esa época esa diferencia era algo infranqueable. De todos modos, eso no tiene importancia respecto de lo que quiero decir. Porque lo que quiero contar es otra cosa. Un día un amigo en común me dijo: el padre de Isidro es poeta. Y cuando dijo poeta los dos entendimos a qué se refería. Para nosotros decir poeta era como decir chaman o mago: ser el portador de un saber esotérico que es recibido por obra y gracia de la casualidad. Poeta se nace no se hace, pensábamos. Poetas eran Baudelaire, Rimbaud, no sé: escritores lejanos, geniales, hombres a los que un misterioso destino había tocado de un modo fortuito y por el que tenían la desgracia de cargar con ese peso, como si el destino de poeta fuera más una responsabilidad que una bendición. Al padre de Isidro, en esa época, me lo crucé dos o tres veces. Siempre en actos públicos: alguna ceremonia religiosa, un acto escolar, cosas por el estilo. Y siempre mantuve una distancia prudencial. Había algo de respeto, por supuesto. Pero también, miedo. O eso que antecede al respeto: una mezcla entre pavor y deseo. Todavía recuerdo la imagen del padre de Isidro. Era un tipo como cualquiera aunque no era un tipo como cualquiera. Se lo veía distante con las cosas, como si estuviera todo el tiempo pensando en su poesía y como si su poesía fuera una gema dura, delicada, voraz.La vida me alejó de Isidro. Y no supe más nada ni de Isidro, ni del padre de Isidro. Pasó el tiempo. Un día, en una publicación de poesía, leí un artículo del padre de Isidro. Poco después leí otro en la misma publicación. Y en un periódico, un reportaje. Los artículos y el reportaje me llevaron a uno de sus libros: Canción del Samurai. Después de leerlo de un tirón, me sentí descolocado: no entendí mucho de qué iba y sobre todo, había un uso de la poesía – y de las formas de la poesía - que me resultaba incómodo, en fin: ese libro no tenía nada que ver con lo que para mí hasta ese momento, era la poesía. De cualquier modo, un soneto me llamó la atención. “El atómico” declara su deseo, era su titulo. Ahí, con un tono irónico y por eso mismo esquivo, enumeraba las razones de un testamento. En dos versos, el padre de Isidro, nombraba a Isidro; decía: Para Isidro, el overol de loneta reforzada / amén de la flexible bigotera del abuelo. No sé bien cómo ni por qué pero conseguí el mail del padre de Isidro. Le conté quién era yo, y le dije que ahora quería ser escritor. Me respondió enseguida. Me dio su teléfono y me dijo que prefería hablar. Lo llamé. Su voz sonaba grave y algo de la distancia que había percibido cuando era chico, ahora, se hacía patente: habló de la escritura, de lo que para él era la escritura. Dijo que escribir era como ir de visita al infierno de uno mismo, a ese lugar oscuro donde no se sabe bien qué hay o lo que hay no es lo que se espera de uno. Su teoría me sonó sofisticada y por momentos tuve la impresión de que no me estaba hablando a mí. Sobre el final de la charla, me dijo que no tenía problema en leer mis escritos y comentarlos. Le mandé por mail una serie de párrafos que pretendían ser poéticos y que en rigor, imitaban el estilo intempestivo de Nietzsche. Al rato, me respondió con un comentario detallado en el que diseccionaba mi escritura con la precisión y la impiedad de un cirujano. De todos modos, me agradecía la confianza. Dos, tres años después, le mandé un poema que había publicado de manera artesanal. Me respondió nuevamente. Y esta vez me dijo que ese texto era, en su simpleza, más genuino que el anterior. Pasaron tres años. Leí un reportaje en otra publicación de poesía. El tipo que le hacía la entrevista lo ponía contra las cuerdas: lo obligaba a contar las circunstancias en las que se habían concebido cada uno de sus publicaciones. El padre de Isidro respondía con sinceridad. En un momento nombraron el título de un libro, Égloga brusca. No recuerdo qué fue lo que decían al respecto, pero ese título me intrigó. Lo busqué; estaba agotado. Poco después, de casualidad, saliendo de mi departamento, veo al padre de Isidro. Iba caminando ligero, casi corriendo, con unas carpetas bajo el brazo. Reaccioné de inmediato: lo alcancé, y me presenté. Hablamos. Le dije que quería leer Égloga brusca, pero que estaba agotado. Me dijo que no había problema, que pasara por su casa que me daba una copia. Fui a la casa. Me dio el libro que buscaba, y dos más: Esto es así, y La verdad se mueve. Pero antes de hablar sobre este ultimo libro, quisiera contar qué fue lo que pasó en esa charla. Estuvimos poco más de tres horas hablando. Me contó su vida, prácticamente. Contó cómo hizo para editar revistas literarias. Y de cómo se divirtió haciéndolo. Habló de lo efímero que resulta la vida social de la literatura. Pero que es algo necesario. Dijo, también, que él se consideraba un inepto para esas cosas. Nombró otros poetas a los que admiraba, pero de los que decía eran maestros del simulacro. Esos tipos llaman a uno, a otro, a este, a aquel, contó, y dicen esto y aquello, y les importa un carajo lo que dicen, porque lo dicen porque saben que con eso están en boca de todos. Nos reímos. Después agregó: hacen bien. Esa tarde supe que Javier, el padre de Isidro, era un poeta. Y entendí, además, que ser poeta no tiene nada que ver con la solemnidad ni con la impostura. Esa tarde habló como si las palabras no fueran tramposas, como si lo que tenía para decir no fuera más que lo que decía, así, sin vueltas. Esa clarividencia, esa fe, esa utopía, de pronto, lo convirtieron en un demiurgo porteño: lo vi chiquito, con un cigarrillo en la boca, sonriendo, casi jugando con el lenguaje y con las cosas del mundo, flotaba, esa tarde, Javier, el padre de Isidro, flotaba. Sentí que su grandeza estaba ahí, justamente: estirar su mano, dejarme entrar en su vida, mostrarme sus cuitas, y hacerlo sin vuelta, como si no existieran las dobles o triples lecturas. Me fui con sus libros en la mano. No leí Égloga brusca, leí, en cambio, La verdad se mueve. Y de eso quiero hablar ahora. Es un libro no muy diferente de Canción del Samurai. Y a partir de esa semejanza quisiera hacer el comentario que sigue: Javier Adúriz, el padre de Isidro, es un poeta que vive aguijoneado por dos flancos que, en algún sentido, son opuestos: una fe en la forma poética tradicional y un impulso arrebatado por el habla coloquial, callejera. Esa tensión se deja leer en los dos libros, esta es la semejanza. Pero hay una diferencia. En Canción del Samurai, parece una búsqueda experimental y por momento, deja sus artefactos al aire. En La verdad se mueve, en cambio, esa misma tensión se transforma, sin más, en un modo singular de entender el mundo. Me detengo en un solo ejemplo. El libro empieza con un poema formado por tres cuartetas; se llama, ¿Oís el río? El tono se mueve entre la ironía y la admonición. Hay un personaje, Okusai. Y a ese personaje se le hacen una serie de objeciones. De todos modos, el acierto del poema se juega en esa tensión que hay entre una forma rigurosa (las tres cuartetas) y un tono coloquial que nunca se deja identificar del todo con lo estrictamente coloquial. A continuación transcribo la última estrofa: ¿Oís, Okusai? ¿Ves? No necesito / que me pongas esa cara de tintorero / feliz. Dejate ir nomás, un poco. / ¿O vinimos nada más que para esto? En fin: entre el padre de Isidro – ese tipo lejano, un poco borroso, y siempre aparentemente preocupado – y el poeta Javier Adúriz – un hombre risueño, dispuesto a no perderse nada – puedo percibir la tensión de la que hablé hace un rato, esa: la forma, una seguridad que parece servirnos como un parapeto contra locura del sinsentido, y la movilidad del habla cotidiana, una maza amorfa de sonidos que se nos escapan de entre los dedos.
Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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Palabras: Las palabras de Norberto, por Marcos Bertorello


orberto es un amigo mío. Es un tipo de unos cincuenta largos, casi sesenta. Es santafesino; nació en Casilda, un pueblo del sur de Santa Fe. Norberto tuvo una vida algo andariega, para mi gusto: vivió en Casilda, Rosario, Buenos Aires, Santiago de Chile, Italia, España, Francia y otra vez Buenos Aires. Y además, no sé bien cómo, pero estudio tres carreras: Economía Política, Sociología y Psicología. Norberto es un cabrón, de los que cuando se enojan, gritan. Pero no es un maleducado, o de esos tipos que no pueden escuchar. No, el tipo cuando se enoja, se enoja. Y la verdad, no queda mal, al contrario: suena genuino. Digo todo esto porque hay algo en el modo de hablar de Norberto que me resulta cautivante: como si sus frases transmitieran una especial manera de entender el mundo. A todos nos pasa lo mismo, es claro: hablamos como vivimos. Y vivir, entre otras cosas, es tener la ilusión de que comprendemos el mundo. Pero si me detengo en el modo de hablar de Norberto, lo hago porque creo que su modo de hablar tiene algo de inefable. Quiero decir: el tipo usa expresiones que me parecen maravillosas. Digámoslo así, es una. La dice como si fuera un tic nervioso, o un signo de puntuación, en fin: son de ese tipo de expresiones lingüísticas que no tienen significación alguna y que le dan una musicalidad a la frase que sin esa expresión toda la frase no querría decir nada. A los locos hay que ponerlos para donde disparan, es otra. Pero como dije más arriba, hay algo inefable en su modo de hablar, y tiene que ver con que esas frases que dice son maravillosas sólo cuando las dice él. Cuando las escribo, por ejemplo, esas mismas palabras se transforman en otra cosa, no sé bien qué pero, decididamente, no suenan igual a como las dice él. Norberto dice que los porteños hablamos castellano con la música del piamontés. Yo no sé si esto se aplica a todos los porteños, aunque suene verosímil. Tampoco sé muy bien cómo sería la música del piamontés. Lo que sí sé es que la música con la que habla Norberto es una música que parece esquiva al papel, quiero decir: hubo veces en las que me propuse hacer hablar a un personaje como habla Norberto. Lo intenté, pero cuando escribí esas frases que me parecían maravillosas y las leí, me di cuenta que ese personaje no hablaba como Norberto. Y esta imposibilidad, además de amargarme me hizo creer que la literatura es un camino difícil y absurdo en el que nos empecinamos en querer hacer entrar la vida en una serie de palabras escritas en un papel.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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El último caso de Rodolfo Walsh de Elsa Drucaroff, por Marcos Bertorello



Quiero hablar de la relación entre mi madre y la estética antigua. Mi madre es una especie en extinción: un tipo de lector medio, culto, capaz de una sensibilidad sofisticada, con la información suficiente como para captar algunos guiños, pero con la “inocencia” – está bien: el entrecomillado es el reconocimiento de lo absurdo que resulta este adjetivo aplicado al concepto de lectura- decía, entonces: pero con la inocencia necesaria como para dejarse llevar por el texto sin más pretensiones que el deleite. Conjeturo que ya no quedan lectores así. Tengo la impresión de que hoy la cosa se encuentra libanizada: el lector ultra paranoico que sufre los preceptos de alguna capilla y que busca desesperado, eso: una mínima partícula de materia lingüística que le permita identificar su propio grupo, como si el goce de la literatura fuera más una terapia de autoayuda que una experiencia vital. En fin, digo: ¿por qué una novela con una trama perfectamente construida sería reaccionaria?, otra cosa: ¿por qué el antiguo precepto de la identificación con el personaje implicaría una concesión?, otra más: ¿por qué la preocupación de un escritor por el verosímil de la historia que está contando sería una pérdida de tiempo? Me explico: hace una semana leí de un tirón y sin respirar la nueva novela de Drucaroff. En total, fueron dos noches. Y la pasé tan bien que de inmediato se la di a mi madre. Mi madre la leyó con el mismo goce vertiginoso: al día siguiente me dijo que se había obligado a cerrar el libro para irse a dormir; ya era tarde. Un día después, la terminó. De inmediato, me hice la siguiente pregunta: ¿cómo lo hizo Drucaroff? Desentrañar el misterio de este prodigio es la razón íntima de las líneas que siguen.
    Drucaroff parte de una anécdota jugosa pero arriesgada: la investigación de la muerte de la hija de Rodolfo Walsh hecha por el propio Rodolfo Walsh durante los últimos años de su vida, un poco antes de que lo asesinen. El riesgo desde el punto de vista narrativo parece, sobre todo, temático: de qué modo un escritor puede meterse con personajes y situaciones tan cargados de significación y no morir en el intento; en fin: hacer hablar a un héroe en las coordenadas de la novela moderna parece un plan suicida y hasta injustificado. Ahí, entonces, volvemos a la estética antigua y su definición de la epopeya: una historia que se haga cargo de narrar las peripecias de un héroe. No importa tanto el formato: puede que sea en verso o una narración convencional, lo que si importa en todo caso, es saber que el héroe épico está ahí para que lo admiremos o para percibir la distancia moral que hay entre ellos y nosotros. Este mismo esquema- que además supone una serie de principios ideológicos-, se lo puede encontrar en el modelo narrativo hoolywodense; en fin: cualquier imperio necesita una narración épica que lo justifique, o una mitología propia que pueda brindar imágenes desde donde componer una cierta forma de ver el mundo. Esto ya lo sabemos todos. Por esto mismo, Drucaroff se metió con un tema que puede terminar por knockout con el talento de cualquier escritor: querer escribir una historia que contradiga punto por punto la épica establecida. Esta jugada es mala porque oponerse es afirmar: escribir una contraépica es escribir una épica a la segunda potencia. Con el agravante de que el subrayado convierte la historia en una parodia involuntaria. Drucaroff asumió este riesgo. Creo que para no tentarse con alguno de los derrapes posibles que enumeré arriba, sus elecciones estéticas se plasmaron sobre todo, en el plano formal. Y fueron tres, principalmente: un estilo lacónico, urgente, en la escritura; la fragmentación obsesiva de la trama; la utilización lúcida del thriller como forma narrativa. El laconismo le permitió mantener un temple frío, medido y de este modo, mostrar a sus personajes desprovistos del pesado lastre de significación que tienen en si mismos, dicho de otro modo: uno lee la novela y medio que se olvida que el personaje principal es uno de los intelectuales más venerados de nuestra cultura, uno lee la novela y ve a u tipo inteligente atravesado por un dolor doble: haber perdido a su hija y haber perdido la fe en un proyecto político que él mismo intuye absurdo y por eso mismo, asesino. La fragmentación de la trama muestra un aceitado dominio de la máquina narrativa al servicio ideológico de descomponer cualquier relato que se presuma definitivo. Por último, la utilización del thriller como forma, le dio la posibilidad de acercar a la sensibilidad del lector una historia que el mismo lector juzgó de antemano; en fin: un poco lo que le pasó a mi madre: se sintió tan comprometida emocionalmente con las circunstancias de la historia que olvidó casi todo lo que piensa acerca de los Montoneros, de la lucha armada y de la represión.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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Ellos cuatro, por Marcos Bertorello


Qué habrán pensado en ese instante, ¿alguien lo sabe? Están ahí, a punto de dar un paso hacia el final. Y ellos, ellos cuatro, ¿qué habrán pensado? Ahora, a nosotros, nos gusta creer que no sabían lo que hacían, pero eso es un engaño, rotundo, un modo de disculpar nuestro odio, o de entenderlo. Podemos verlos: están en el estudio de grabación. El aire del ambiente es tan denso que no sería un lugar común decir que se puede cortar con un cuchillo. Es verdad: están furiosos y el aire pude cortarse con un cuchillo. Ellos, están cansados y furiosos. Son cuatro tipos de treinta y tantos que llegaron a ese punto límite que hay en el amor: después está el odio. Es que desde hace unos siete años, prácticamente, viven juntos como si fueran un matrimonio de a cuatro. Al principio, fue el sueño de pibe hecho realidad: fama, mujeres, alcohol, y la adulación siempre sospechosa de los periodistas. De golpe cuatro pibes eran los reyes midas del espectáculo: todo lo que tocaban se convertía en oro. Y no hablamos, solamente, del dinero. Si, por supuesto, era el dinero. Pero había algo más: como un halo que les caía encima, no sabemos: esa sensación de que sí, eran comerciales y vendían millones de discos y llenaban todos los estadios, pero decimos, esa sensación que teníamos todos, esa sensación, repito, de saber que esos tipos, esos tipos que apenas si sabían los dos, tres acordes que se necesitan saber para tocar rock and roll, esos tipo, estaban escribiendo algunas de las canciones más importantes del cancionero de occidente. Eso, ¿se entiende? Hagamos una lista dispar: Eight days a week, You´ve got to hide your love away, We can work it aut, Nowhere man, She said, She said, Happiness is a Warm Gun, Because, y Across the universe. Cualquiera de nosotros daría hasta a su propia madre con tal de ser el autor de una sola de estas canciones. Porque cualquier de nosotros sabe la verdad: esas canciones, el secreto oculto de esas canciones, no está en su complejidad, que no la tiene, está en su rara simpleza, en eso. Son canciones que podríamos haber escrito cualquiera de nosotros. Por eso, los odiamos. Porque ellos, esos cuatro tipos de treinta y tanto, que ahora, en este preciso instante, están a punto de cruzar esa calle, ahora que están cansados, melenudos, sin nada de la inocencia que supieron tener, esos tipo, ellos cuatro, saben lo mismo que sabemos nosotros.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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Teoría de la vanguardia, de Peter Burger, por Marcos Bertorello


Hace un tiempo atrás tuve un primer contacto sistemático con la teoría literaria. Antes me habían interesado algunos textos de teoría literaria pero siempre ese interés era un interés subalterno, es decir: leía teoría literaria porque necesitaba aprender algún concepto que me sirviera para otra cosa. Por ejemplo: a los veinte años leí la famosa compilación de los formalistas rusos de Todorov. Pero lo hice porque quería enterarme algo de los antecedentes del estructuralismo francés. Retomo, entonces: hace un tiempo atrás tuve un primer contacto sistemático con la teoría literaria. Cursé la materia Teoría y Análisis literario en la facultad de filosofía y letras de una prestigiosa universidad de Buenos Aires. De esa experiencia me quedaron muchas cosas importantes, pero hoy quisiera referirme a una. En el programa de la materia, en la bibliografía general – ese apartado, siempre apretado y extenso que parece más una guía telefónica que un compilado de libros para leer – me topé con el título de un libro que despertó una curiosidad brusca y algo injustificada: Teoría de la vanguardia de Peter Burger. Digo injustificada, porque, precisamente, nunca sentí especial preocupación por las experiencias vanguardistas. O en todo caso siempre tuve la sospecha – también injustificada y también brusca – de que en definitiva las vanguardias se trataba de un grupo de muchachotes con ganas de hacer un poco de alboroto. En cualquier caso, cuando leí ese título sentí de un modo absurdo y vago, que ese libro había sido escrito para mí. Y en consecuencia, me puse a buscarlo con cierta insistencia. Era el tiempo inmediatamente posterior a la devaluación, ese tiempo en el que los argentinos nos dimos cuenta de golpe que muchos de los espejitos de colores que comprábamos no solo no estaban al alcance de nuestra billetera, sino que además, no estaban al alcance de nadie. Es decir: fui a las librerías de rigor. Y en todas, recibí una respuesta más o menos parecida: está agotado, te lo puedo traer de España. Lo cual significaba un precio casi absurdo para un libro. Intenté en algunas bibliotecas. Hasta que me resigné a creer que nunca iba a leerlo. Y la resignación – el darme cuenta que ese objeto que tanto deseaba era una quimera - dio lugar a otro mecanismo: empecé a imaginarme cómo sería ese libro. Fue entonces que comencé a concebir imágenes precisas. Pensé que se trataría de un libro de historia. Y como el apellido del autor sonaba alemán, supuse que esa rigurosidad que tendemos a suponer connatural a esa cultura, estaría al servicio de un trabajo exhaustivo en el que se haría una crónica detallada de cada uno de los movimientos de vanguardia. Esta idea me llevó a otra: sería un libro extenso, de hasta casi mil páginas. No sé por qué pero creí entender que este autor no sentiría mucha simpatía por los movimientos de vanguardia. Y que este malestar daría al libro un sabor agridulce y por eso mismo, interesante: de pronto un tipo dedica toda su energía académica a investigar un fenómeno del que se siente atraído, pero del que, al mismo tiempo, siente una antipatía ontológica, incomprensible, en fin: una antipatía que le permitiría penetrar en el fenómeno de un modo más agudo y certero que si lo hiciera con simpatía. Se sabe: el odio es un buen consejero a la hora del análisis. Pensé que sería un libro con imágenes, con muchas imágenes. Es más: creí verlo como uno de esos libros de pintura o fotografía que nunca compro, libros de encuadernación elegante y tapas duras. Quiero decir, en mi cabeza ese libro terminó siendo un poco más que un objeto deseado: era un objeto con existencia propia, algo que vivía por si mismo y hasta imponía sus reglas, como si en algún lugar de mi imaginación existiese un país virtual al que yo visitara buscando lo que solemos buscar cuando visitamos países reales.
    Hace unas semanas atrás entré en una librería. Y lo encontré. De golpe, estaba ahí, al alcance de mi mano. Lo agarré; lo compré. Después me fui a un bar a leerlo. La decepción dio lugar a otro sentimiento: sorpresa. El libro no era lo que yo esperaba. Tampoco era mejor o peor de lo que había imaginado. En fin: el libro es otra cosa. Y cuando digo otra cosa, lo digo en el mismo sentido que lo decimos para referirnos al sentimiento que tenemos cuando la nursery no entrega por primera vez a nuestros hijos: no tenemos palabras, no las hay, no porque no existan, sino porque todas las que pacientemente imaginamos, esas, esas palabras que fueron habitando nuestra cabeza, todas juntas, caen despedazadas contra el piso, en fin: lo que tenemos en nuestros brazos, eso, esa pequeña porción de vida, es algo contundente, único. Ojo, no estoy exagerando. Leí ese libro de un tirón, al modo en el que leo una novelita de ciencia ficción o de fantasía, con la misma ingenuidad y con el mismo placer culposo. Es un libro de teoría, lo sé. Y como todo libro de teoría, puede ser rebatido punto por punto, es más: podría escribir ese otro libro de teoría que se dedicara a rebatir punto por punto las premisas de este. No nos engañemos: toda teoría no es más que un silogismo en el que su eficacia se juega más en el modo en el que sabe esconder con elegancia sus defectos que en las certezas que tenga para decir. O para no exagerar la nota: son pocas las teorías humanas que puedan eludir esta sentencia que acabo de escribir y seguir guardando en sus puños alguna migaja de verdad, o alguna premisa que su solo formulación nos haga erizar la piel. Es que este libro es un libro de teoría donde por momentos se llega a una intensidad sensual y esotérica, algo que por definición no parece tener nada que ver con ningún tipo de razonamiento o encadenamiento lógico, no, más bien se trata de ese tímido destello que a veces, solo algunas veces, alcanza la poesía.



Marcos Bertorello (Buenos Aires)

Otras notas de Bertorello en EdM: https://escritoresdelmundo.com/search/label/Bertorello
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