APUNTES

El último caso de Rodolfo Walsh de Elsa Drucaroff, por Marcos Bertorello



Quiero hablar de la relación entre mi madre y la estética antigua. Mi madre es una especie en extinción: un tipo de lector medio, culto, capaz de una sensibilidad sofisticada, con la información suficiente como para captar algunos guiños, pero con la “inocencia” – está bien: el entrecomillado es el reconocimiento de lo absurdo que resulta este adjetivo aplicado al concepto de lectura- decía, entonces: pero con la inocencia necesaria como para dejarse llevar por el texto sin más pretensiones que el deleite. Conjeturo que ya no quedan lectores así. Tengo la impresión de que hoy la cosa se encuentra libanizada: el lector ultra paranoico que sufre los preceptos de alguna capilla y que busca desesperado, eso: una mínima partícula de materia lingüística que le permita identificar su propio grupo, como si el goce de la literatura fuera más una terapia de autoayuda que una experiencia vital. En fin, digo: ¿por qué una novela con una trama perfectamente construida sería reaccionaria?, otra cosa: ¿por qué el antiguo precepto de la identificación con el personaje implicaría una concesión?, otra más: ¿por qué la preocupación de un escritor por el verosímil de la historia que está contando sería una pérdida de tiempo? Me explico: hace una semana leí de un tirón y sin respirar la nueva novela de Drucaroff. En total, fueron dos noches. Y la pasé tan bien que de inmediato se la di a mi madre. Mi madre la leyó con el mismo goce vertiginoso: al día siguiente me dijo que se había obligado a cerrar el libro para irse a dormir; ya era tarde. Un día después, la terminó. De inmediato, me hice la siguiente pregunta: ¿cómo lo hizo Drucaroff? Desentrañar el misterio de este prodigio es la razón íntima de las líneas que siguen.
    Drucaroff parte de una anécdota jugosa pero arriesgada: la investigación de la muerte de la hija de Rodolfo Walsh hecha por el propio Rodolfo Walsh durante los últimos años de su vida, un poco antes de que lo asesinen. El riesgo desde el punto de vista narrativo parece, sobre todo, temático: de qué modo un escritor puede meterse con personajes y situaciones tan cargados de significación y no morir en el intento; en fin: hacer hablar a un héroe en las coordenadas de la novela moderna parece un plan suicida y hasta injustificado. Ahí, entonces, volvemos a la estética antigua y su definición de la epopeya: una historia que se haga cargo de narrar las peripecias de un héroe. No importa tanto el formato: puede que sea en verso o una narración convencional, lo que si importa en todo caso, es saber que el héroe épico está ahí para que lo admiremos o para percibir la distancia moral que hay entre ellos y nosotros. Este mismo esquema- que además supone una serie de principios ideológicos-, se lo puede encontrar en el modelo narrativo hoolywodense; en fin: cualquier imperio necesita una narración épica que lo justifique, o una mitología propia que pueda brindar imágenes desde donde componer una cierta forma de ver el mundo. Esto ya lo sabemos todos. Por esto mismo, Drucaroff se metió con un tema que puede terminar por knockout con el talento de cualquier escritor: querer escribir una historia que contradiga punto por punto la épica establecida. Esta jugada es mala porque oponerse es afirmar: escribir una contraépica es escribir una épica a la segunda potencia. Con el agravante de que el subrayado convierte la historia en una parodia involuntaria. Drucaroff asumió este riesgo. Creo que para no tentarse con alguno de los derrapes posibles que enumeré arriba, sus elecciones estéticas se plasmaron sobre todo, en el plano formal. Y fueron tres, principalmente: un estilo lacónico, urgente, en la escritura; la fragmentación obsesiva de la trama; la utilización lúcida del thriller como forma narrativa. El laconismo le permitió mantener un temple frío, medido y de este modo, mostrar a sus personajes desprovistos del pesado lastre de significación que tienen en si mismos, dicho de otro modo: uno lee la novela y medio que se olvida que el personaje principal es uno de los intelectuales más venerados de nuestra cultura, uno lee la novela y ve a u tipo inteligente atravesado por un dolor doble: haber perdido a su hija y haber perdido la fe en un proyecto político que él mismo intuye absurdo y por eso mismo, asesino. La fragmentación de la trama muestra un aceitado dominio de la máquina narrativa al servicio ideológico de descomponer cualquier relato que se presuma definitivo. Por último, la utilización del thriller como forma, le dio la posibilidad de acercar a la sensibilidad del lector una historia que el mismo lector juzgó de antemano; en fin: un poco lo que le pasó a mi madre: se sintió tan comprometida emocionalmente con las circunstancias de la historia que olvidó casi todo lo que piensa acerca de los Montoneros, de la lucha armada y de la represión.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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