Se me figura que el caminador de la ciudad, el flaneur de Baudelaire y de Walter Benjamin terminará buscando el Buenos Aires profundo en los refugios de los lumpen-proletariat de los suburbios o en los bares after hours, donde la estética ya se hartó de rescatar los años 80 y el pensamiento político hizo sus planes con arreglo a una psicodelia tecnológica, una especie de fusión de pop, tecno e informática que envía sus señales revolucionarias en vivo o vía internet y que aspira, desde allí, a transformar el mundo, pero… ¿el éxtasis no había transformado al mundo?
La celebración, el fasto, objeto de culto en el Buenos Aires frívolo ¿no están todos muertos? se cumple en horarios eclécticos. Los afterhours, donde se baila música electrónica bajo el influjo de cócteles narcotizantes o botellas de agua mineral, abren los domingos a las siete de la mañana. Las discotecas ubicadas en edificios de oficinas (o en las bóvedas de las cajas de seguridad), comienzan después, a veces los domingos a la hora del copetín, la misma hora en que en los noventa el grupo Baccarat cantaba su hit Daikiris bajo las lámparas belle epoque de la confitería Ideal, Suipacha al sur.
Una cultura lounge mezcla de música, indolencia y tragos traza los circuitos de una falsa neomodernidad que en Palermo Viejo cosió un arte warholiano a un marketing bordado de collares de cuentas de colores, divanes de piel de vaca y restaurantes étnicos. El Buenos Aires de la superficie, despojado en todo de personalidad alguna, se fue asimilando a una cultura, una moral y una forma de vida que en los años setenta algunos historiadores calificaban de cipayo -por adoptar idioma y gestos anglosajones a modo de fantasmas-, fenómeno que si en el argot cotidiano de la ciudad se da en llamar globalización, en el siglo XX se conoció simplemente como imperialismo.
Buenos Aires, allí donde el vino tinto y las empanadas de Jacinto Chiclana devinieron en sustancias químicas y la homosexualidad en nuevos dispositivos de subsistencia (nada como las drags de Amérika y de las fiestas BrandonGayDay).
Con voluntad dantesca la ciudad procura revestir de escrupulosa prolijidad cosmopoplita a una constitución feudal de inmigrante pobre y desaliñado, donde la sensibilidad nerviosa de los estudiantes se eriza en franca tensión con los camiones de cuádruple tracción --preparados para rodar en terrenos pantanosos- en los que las señoras de la burguesía conducen a sus niños a la escuela. Los nuevos desocupados –hay más de una clase de desocupados en Buenos Aires- plantan sus oficinas en unas confiterías donde el mal gusto está tapizado de billetes y hablan a los gritos por teléfonos liliputienses no sin antes rogar a las camareras que pasen por sus secretarias.
Un Buenos Aires cuyas dimensiones filosóficas están contenidas por la caja boba de la televisión, donde los conciertos y las conferencias fueron reemplazados por los desfiles de moda y lo más chic es ser chef o diseñador de sonidos de automóviles y conocer acerca de las particularidades reproductivas de la orquídea. El desarrollo desigual y combinado que la teoría de la dependencia observó en las semicolonias hace casi cuarenta años.
A diez años del nuevo milenio, las nuevas vanguardias quieren volver a hacer una revolución. Sus ropas se ven ajadas, tienen menos de veinte años, algún día dejaré de tener miedo por ellos.
Buenos Aires. Una ontología en la cual el deseo de ser se choca de bruces con lo que se sabe ser. Los atardeceres borgeanos criminados en sangre. Latinoamérica y New York. Una cresta punk embadurnada con caramelo, los taxistas filósofos y los nuevos asesinos. El bar del Chino, donde el Gallo desafina Madreselvas, el vals del diástole/sístole cantado a las siete de la mañana por CocoRock o GabyBex en un castellano que suena a slang del West End.
Laura Ramos (Buenos Aires)
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Foto de Stefania Fumo
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