A los 14, 15 conocí a Isidro. No fuimos amigos en sentido estricto, pero teníamos una relación cordial y hasta por momentos íntima. Isidro era unos años menor; dos, tres años. Y en esa época esa diferencia era algo infranqueable. De todos modos, eso no tiene importancia respecto de lo que quiero decir. Porque lo que quiero contar es otra cosa. Un día un amigo en común me dijo: el padre de Isidro es poeta. Y cuando dijo poeta los dos entendimos a qué se refería. Para nosotros decir poeta era como decir chaman o mago: ser el portador de un saber esotérico que es recibido por obra y gracia de la casualidad. Poeta se nace no se hace, pensábamos. Poetas eran Baudelaire, Rimbaud, no sé: escritores lejanos, geniales, hombres a los que un misterioso destino había tocado de un modo fortuito y por el que tenían la desgracia de cargar con ese peso, como si el destino de poeta fuera más una responsabilidad que una bendición. Al padre de Isidro, en esa época, me lo crucé dos o tres veces. Siempre en actos públicos: alguna ceremonia religiosa, un acto escolar, cosas por el estilo. Y siempre mantuve una distancia prudencial. Había algo de respeto, por supuesto. Pero también, miedo. O eso que antecede al respeto: una mezcla entre pavor y deseo. Todavía recuerdo la imagen del padre de Isidro. Era un tipo como cualquiera aunque no era un tipo como cualquiera. Se lo veía distante con las cosas, como si estuviera todo el tiempo pensando en su poesía y como si su poesía fuera una gema dura, delicada, voraz.La vida me alejó de Isidro. Y no supe más nada ni de Isidro, ni del padre de Isidro. Pasó el tiempo. Un día, en una publicación de poesía, leí un artículo del padre de Isidro. Poco después leí otro en la misma publicación. Y en un periódico, un reportaje. Los artículos y el reportaje me llevaron a uno de sus libros: Canción del Samurai. Después de leerlo de un tirón, me sentí descolocado: no entendí mucho de qué iba y sobre todo, había un uso de la poesía – y de las formas de la poesía - que me resultaba incómodo, en fin: ese libro no tenía nada que ver con lo que para mí hasta ese momento, era la poesía. De cualquier modo, un soneto me llamó la atención. “El atómico” declara su deseo, era su titulo. Ahí, con un tono irónico y por eso mismo esquivo, enumeraba las razones de un testamento. En dos versos, el padre de Isidro, nombraba a Isidro; decía: Para Isidro, el overol de loneta reforzada / amén de la flexible bigotera del abuelo. No sé bien cómo ni por qué pero conseguí el mail del padre de Isidro. Le conté quién era yo, y le dije que ahora quería ser escritor. Me respondió enseguida. Me dio su teléfono y me dijo que prefería hablar. Lo llamé. Su voz sonaba grave y algo de la distancia que había percibido cuando era chico, ahora, se hacía patente: habló de la escritura, de lo que para él era la escritura. Dijo que escribir era como ir de visita al infierno de uno mismo, a ese lugar oscuro donde no se sabe bien qué hay o lo que hay no es lo que se espera de uno. Su teoría me sonó sofisticada y por momentos tuve la impresión de que no me estaba hablando a mí. Sobre el final de la charla, me dijo que no tenía problema en leer mis escritos y comentarlos. Le mandé por mail una serie de párrafos que pretendían ser poéticos y que en rigor, imitaban el estilo intempestivo de Nietzsche. Al rato, me respondió con un comentario detallado en el que diseccionaba mi escritura con la precisión y la impiedad de un cirujano. De todos modos, me agradecía la confianza. Dos, tres años después, le mandé un poema que había publicado de manera artesanal. Me respondió nuevamente. Y esta vez me dijo que ese texto era, en su simpleza, más genuino que el anterior. Pasaron tres años. Leí un reportaje en otra publicación de poesía. El tipo que le hacía la entrevista lo ponía contra las cuerdas: lo obligaba a contar las circunstancias en las que se habían concebido cada uno de sus publicaciones. El padre de Isidro respondía con sinceridad. En un momento nombraron el título de un libro, Égloga brusca. No recuerdo qué fue lo que decían al respecto, pero ese título me intrigó. Lo busqué; estaba agotado. Poco después, de casualidad, saliendo de mi departamento, veo al padre de Isidro. Iba caminando ligero, casi corriendo, con unas carpetas bajo el brazo. Reaccioné de inmediato: lo alcancé, y me presenté. Hablamos. Le dije que quería leer Égloga brusca, pero que estaba agotado. Me dijo que no había problema, que pasara por su casa que me daba una copia. Fui a la casa. Me dio el libro que buscaba, y dos más: Esto es así, y La verdad se mueve. Pero antes de hablar sobre este ultimo libro, quisiera contar qué fue lo que pasó en esa charla. Estuvimos poco más de tres horas hablando. Me contó su vida, prácticamente. Contó cómo hizo para editar revistas literarias. Y de cómo se divirtió haciéndolo. Habló de lo efímero que resulta la vida social de la literatura. Pero que es algo necesario. Dijo, también, que él se consideraba un inepto para esas cosas. Nombró otros poetas a los que admiraba, pero de los que decía eran maestros del simulacro. Esos tipos llaman a uno, a otro, a este, a aquel, contó, y dicen esto y aquello, y les importa un carajo lo que dicen, porque lo dicen porque saben que con eso están en boca de todos. Nos reímos. Después agregó: hacen bien. Esa tarde supe que Javier, el padre de Isidro, era un poeta. Y entendí, además, que ser poeta no tiene nada que ver con la solemnidad ni con la impostura. Esa tarde habló como si las palabras no fueran tramposas, como si lo que tenía para decir no fuera más que lo que decía, así, sin vueltas. Esa clarividencia, esa fe, esa utopía, de pronto, lo convirtieron en un demiurgo porteño: lo vi chiquito, con un cigarrillo en la boca, sonriendo, casi jugando con el lenguaje y con las cosas del mundo, flotaba, esa tarde, Javier, el padre de Isidro, flotaba. Sentí que su grandeza estaba ahí, justamente: estirar su mano, dejarme entrar en su vida, mostrarme sus cuitas, y hacerlo sin vuelta, como si no existieran las dobles o triples lecturas. Me fui con sus libros en la mano. No leí Égloga brusca, leí, en cambio, La verdad se mueve. Y de eso quiero hablar ahora. Es un libro no muy diferente de Canción del Samurai. Y a partir de esa semejanza quisiera hacer el comentario que sigue: Javier Adúriz, el padre de Isidro, es un poeta que vive aguijoneado por dos flancos que, en algún sentido, son opuestos: una fe en la forma poética tradicional y un impulso arrebatado por el habla coloquial, callejera. Esa tensión se deja leer en los dos libros, esta es la semejanza. Pero hay una diferencia. En Canción del Samurai, parece una búsqueda experimental y por momento, deja sus artefactos al aire. En La verdad se mueve, en cambio, esa misma tensión se transforma, sin más, en un modo singular de entender el mundo. Me detengo en un solo ejemplo. El libro empieza con un poema formado por tres cuartetas; se llama, ¿Oís el río? El tono se mueve entre la ironía y la admonición. Hay un personaje, Okusai. Y a ese personaje se le hacen una serie de objeciones. De todos modos, el acierto del poema se juega en esa tensión que hay entre una forma rigurosa (las tres cuartetas) y un tono coloquial que nunca se deja identificar del todo con lo estrictamente coloquial. A continuación transcribo la última estrofa: ¿Oís, Okusai? ¿Ves? No necesito / que me pongas esa cara de tintorero / feliz. Dejate ir nomás, un poco. / ¿O vinimos nada más que para esto? En fin: entre el padre de Isidro – ese tipo lejano, un poco borroso, y siempre aparentemente preocupado – y el poeta Javier Adúriz – un hombre risueño, dispuesto a no perderse nada – puedo percibir la tensión de la que hablé hace un rato, esa: la forma, una seguridad que parece servirnos como un parapeto contra locura del sinsentido, y la movilidad del habla cotidiana, una maza amorfa de sonidos que se nos escapan de entre los dedos.
Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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