La Luna siempre ha incitado pasiones. Italo Calvino decía que nadie se contentó jamás sólo con contemplarla, que los hombres siempre han querido que les dijera más. Por eso sostenía, provocando a críticos y escritores, que Galileo (1564-1642) había sido el mejor poeta italiano porque convirtió a la luna en un objeto real, tangible. No hubo visión de la luna después que no fuera hija de las observaciones de Galileo.
Fue Hans Lippershey quien, en 1608, inventó el telescopio. No bien Galileo tuvo conocimiento del nuevo artefacto se empecinó en fabricar el suyo. Dicen que lo consiguió al tercer intento. En 1610 invitó a un grupo de clérigos y científicos a observar con él. Algunos se negaron, no encontraban ningún sentido en discutir los principios de los sabios griegos, en especial los de Aristóteles. Y los que accedieron a la observación no consideraron relevante el instrumento. No sucedió lo mismo con el Dux y el Senado de Venecia, enseguida vieron inéditas posibilidades comerciales y militares en esos nuevos ojos: los barcos enemigos podían descubrirse a una distancia en la que sin ellos imperaba el vacío.
Y en ese mismo año Galileo publicó Sidereus nuncios (El mensajero sideral), el resultado de sus observaciones con el telescopio. Con un estilo hasta entonces desconocido para la ciencia, esa escritura en un medio tono seco que prácticamente se descontaba para contar, Galileo demostró que la luna no era el globo perfecto que definían los aristotélicos, la luna estaba cubierta de montañas, llanuras y valles. También vio a Júpiter, y las cuatro lunas girando a su alrededor, lo que implicaba un duro golpe al sistema ptolomeico, ya que se hacía evidente que no todo giraba alrededor de la tierra. Muchos le negaron crédito a esas visiones que Johannes Kepler (1571-1630) no dudó en defender: “¿Quién debería guardar silencio frente a semejante mensaje? ¿Quién no debería sentirse rebosante de amor de la Divinidad que con tanta abundancia se manifiesta aquí?” Aun así Galileo prefirió no enviarle a Praga el telescopio que Kepler necesitaba para su trabajo.
“¿Cómo podemos ser inaccesibles a la multitud y sin embargo seguir siendo científicos?”, se pregunta Galileo en la obra de Bertolt Brecht. De ese desafío, sin duda, daban cuenta las páginas de Sidereus nuncius. Pero, ¿no es también una pregunta recurrente que susurra en los oídos de los intelectuales? ¿No es la pregunta de todos los intelectuales a partir de la Modernidad? Brecht la llevaba al extremo; sobre la mesa de trabajo tenía un burrito al que le colgaba un cartel que decía “Hasta yo lo debo entender.”
Brecht escribió Galileo Galilei en dos versiones; la primera entre 1938-9, la segunda entre 1955-6. El desafío de esa pregunta fue la luna propia de Brecht y no dejó explorarla; a tal punto que sabía perfectamente que la frase no había sido dicha por Galileo sino por Francis Bacon (1561-1626). Una buena manera de asegurar que el motor del cambio era una construcción colectiva.
En una de sus últimas obras de animación, El hombre de los brazos colgantes (1997), Laurent Gorgiard (fallecido en 2003) concentró en cuatro minutos la historia de la luna. No la que atañe al puro derrotero astronómico, sino la historia de los interrogantes que ha despertado en los hombres, la luna que se hizo tangible desde Galileo, la luna ante los brazos de los hombres que sólo parecen cansados porque los llevan a rastras por el suelo, en medio del silencio, el misterio de sus pasos anónimos, y la invención del cielo siempre renovada, día a día, desde cualquier parte, pasando de mano en mano, de ojo en ojo.
Anselmo Parino (Mar del Plata / Montevideo)
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