Voy a partir de un pasaje bastante famoso del Seminario 20 de J. Lacan; dice: “esta claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada.” Y unos renglones más adelante (ya sobre el final de la clase), Lacan sentencia: “Estas jaculaciones místicas no son ni palabrería, ni verborrea; son, a fin de cuentas, lo mejor que hay para leer.”(1) A continuación, ubica en esa línea, a Los Escritos de J. Lacan y a Kierkegaard. De modo que no sería una exageración considerar el conjunto de los escritos de Lacan como escritos místicos. El problema – y es un poco lo que hoy quisiera traer a consideración de ustedes – el problema, decía, se juega entonces en la pregunta que implicaría considerar a un escrito como místico. ¿Qué quiere decir esto? Para responder a esta pregunta, entonces, me voy a referir a un caso – un caso literario -: Los poemas y los comentarios en prosa de San Juan de la Cruz(2).
San Juan escribió un puñado de poemas; apenas unas treinta y tantas páginas. De los cuales tres de esos poemas, son considerados una de las expresiones más acabadas del arte lírico escrito en castellano de todos los tiempos. Y esto que digo, al menos para mí, no es una sentencia de manual. Yo creo que esto es verdadero: uno lee esos poemas y es cierto, la perfección de su factura impresiona aun hoy, después de casi tres siglos de distancia. Me refiero a Noche Oscura, Cántico Espiritual y a Llama de amor viva. Además, escribió una serie de romances de temas religiosos y glosas de versos populares y de temas profanos que fueron hábilmente transformados a temas divinos. Como dije hace un rato el conjunto de la poesía de San Juan ocupa un espacio magro o flaco, si se considera el lugar fundamental que el poeta tiene en la historia de la literatura (un dato a modo de ejemplo: San Juan de la Cruz es uno de los pocos escritores que tiene el privilegio de que su nombre fuera traducido a todas las lenguas). Por otro lado, esos tres poemas mayores – por llamarlos de algún modo – son aquellos que se toman como escritos místicos o inspirados, o, directamente, como el efecto de la experiencia mística. En general, esta afirmación se sostiene a partir de una circunstancia extratextual: el hecho de haber sido escritos en el momento en el que el Santo estaba encarcelado en Toledo y como testimonio de una supuesta experiencia pneumática de la que los poemas serían su reflejo. Además de los poemas, el santo escribió lo que se conoce como comentarios en prosa. Y estos comentarios son una extensa y por momento apasionada explicación doctrinal y alegórica de los tres poemas principales. Al revés de los poemas, esos comentarios ocupan un lugar dilatado, y hasta por momentos excesivo. Si tuviera que hacer una comparación diría que entre los poemas y los comentarios en prosa existe la misma diferencia que Freud entrevió entre el contenido manifiesto y el contenido latente del sueño: uno – el contenido manifiesto – es un texto apretado, desconcertante, y algo avaro en sus formulaciones; por el contrario, el contenido latente es una ramificación generosa de ideas que parecen explotar hacia todos lados y hacia ninguno. Y en el mismo sentido, entre una cosa y otra – es decir: entre el contenido manifiesto y el latente como entre los poemas y los comentarios en prosa - se establece una relación conflictiva (en el sentido de no ser una relación evidente), paradójica (al querer clavar el poema en un solo sentido, se dispara hacia otros, que son muchos) e incomoda (porque no se sabe bien qué lugar ocupan respecto de los poemas). Esta relación generó un sinnúmero de comentarios y problemas de crítica literaria. Voy a dejar de lado los comentarios teológicos o aquellos que están tal vez demasiado atravesados por la fe religiosa (esta elección no es ociosa: por lo general esos comentarios son tan respetuosos del escrito y de la supuesta santidad de Juan de Yepes que hacen una lectura pulcra, inhibida, sumisa); entonces, como decía, voy a detenerme en uno de estos problemas.
El problema puede formularse de la siguiente manera: ¿Qué es lo que hace desde el punto de vista del texto, que consideremos a los poemas y a los comentarios como místicos? ¿Habría algo de la escritura, del modo en el que está escrito – más acá de las intenciones del autor o incluso, mas allá de las lecturas que la tradición fue sedimentando como tópicos -, que pueda ser considerado como indicio cierto de su condición de escritos místicos? Walter Cassara, a propósito de un seudo místico, seudo poeta, y seudo filósofo porteño, plantea el mismo problema de un modo brusco e irónico, pero preciso; dice: Que sea lo suyo la mística, nadie lo pone en duda- la vecina del séptimo también cree, a su manera, en cosas que se parecen a Dios, y yo no me atrevería a preguntarle de ningún modo: ¿Cómo o por que? -. Pero en poesía sí cuentan esas preguntas(3). Precisamente, no alcanza con que alguien diga a viva voz que tuvo una experiencia mística – esto lo puede decir cualquiera y no habría por qué dudar de su veracidad. Además, esa condición mística que se desprende de una experiencia singular, debería leerse en el texto. Este es, en fin, el dilema; ¿qué es lo místico en términos textuales?; ¿algo que ya damos por descontado y que por lo tanto vamos al texto queriendo encontrar las claves que confirmen nuestra certeza? ; ¿el tema del que hablan los poemas?; ¿una cierta experiencia de la que los poemas y los comentarios son apenas un reflejo pálido y deslucido y de la cual, solo la conocemos por el testimonio – siempre sospechoso – del propio autor? O por el contrario: el texto mismo se transforma en el receptáculo desde donde dicha experiencia se actualiza cada vez que un lector se digne a dejarse atravesar por lo que el texto intenta decir. Como verán estos son los dilemas que se desprenden, creo, a partir de los dos interrogantes que Cassara, en tanto poeta, le agrega al voluntarismo místico: el cómo y el por qué.
Como decía hace un rato, la tradición católica, estableció un modo de lectura de la producción literaria del santo que se parece a lo que sucedió con otro libro maravilloso, El cantar de los cantares. La interpretación alegórica – algo que es anterior al cristianismo pero que el cristianismo le dio un valor superlativo – la interpretación alegórica, decía, convirtió un poema esencialmente erótico como el Cantar en una supuesta metáfora de la relación entre, primero Dios y el pueblo de Israel, y segundo, la Iglesia y Jesucristo (Fray Luis de León, es el que hizo esta lectura). De ahí, donde decía esposo, el creyente leyó Cristo, y donde decía esposa, el creyente leyó Iglesia. En el caso de los textos de San Juan de la Cruz, sucedió algo semejante. Y esta operación de lectura se sostuvo en base a dos supuestos: lo inefable de la experiencia mística (entendiendo por inefable como un equivalente a misterio religioso: es decir: aquello infranqueable que se lo puede entrever pero nunca sobrepasar), y al hecho de suponer al texto poético del santo como un efecto milagroso. La argumentación de estos supuestos se sostuvo, sobre todo, en una idea esencialmente religiosa de la producción poética. Es decir, un conjunto de poemas de una belleza que da pavor, escritos por un monje que parecía no tener ningún contacto, ni ninguna otra relación con la literatura o con algún tipo de praxis literaria o con la tradición literaria de su lengua. Este mito – acentuado por el mismo San Juan – se basaba en testimonios que decían que lo único que había leído el santo en toda su vida era la Biblia. Tal vez una de las expresiones más representativas de esta posición sea la de Menéndez Pelayo que dice textualmente: Por allí ha pasado el espíritu de Dios, hermoseándolo y santificándolo todo(4). Dámaso Alonso es uno de los primeros críticos literarios que se atrevieron a desmitificar y desacralizar al texto de San Juan. Y el movimiento de lectura que propone es un movimiento que en otros terrenos parece algo obvio, pero que en un texto tan encorsetado por la tradición, es, directamente, blasfemo: demostrar el complejo y artificioso trabajo de lectura que el Santo hizo de las principales tradiciones poéticas de su tiempo; a saber: dentro de la tradición culta española: el influjo italianizante de Garcilaso y lo que se llamó Boscan y Garcilaso a lo divino; dentro de la tradición popular española: el romancero español, y la literatura pastoril; dentro de la tradición bíblica: el cantar de los cantares. El trabajo de Alonso nos muestra a un poeta dotado que trabaja como cualquier otro poeta: haciendo de sus propias lecturas un suelo desde donde pararse para cantar (5). Jorge Guillen, lo dice de un modo irónico: Porque si a San Juan no se le juzga aprendiz de santo, como poeta nos pasma su maestría. No parece probable que muchos grandes artistas hayan sido amateurs. (…) San Juan escribió muy poco, y nunca se consideró como profesional de la poesía. Pero ningún vestigio de aficionado se descubre en estas obras magistrales.(6)
Por otra parte, dentro de la historia de la poesía es frecuente encontrar escritores, grandes escritores, incluso escritores que han tenido una influencia decisiva, y que lo son por un solo libro, o por un par de libros, o por un puñado de poemas. Entiendo que eso que se parece a un arrebato imprevisto, puede ser entendido, además, como una experiencia límite con el lenguaje: el poeta llega en su trabajo con la lengua a un punto en el que parece rozar el borde mismo de lo indecible. Y en consecuencia, podría extender esta hipótesis y decir que, todo escritor que merezca ser leído, tiene al menos uno de sus libros, o un pasaje de su obra, así sea mínima, que goza de la condición de lo definitivo. Esto es un poco lo que dice Abelardo Castillo en el prólogo a Residencia en la tierra de Pablo Neruda: Para decirlo de una vez: si entre los dieciséis y los diecinueve años se ha escrito Crepusculario y El Hondero entusiasta, si a los veinte se es el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y a los veintiuno de Tentativa del hombre infinito, es quizás imposible ir mas allá. Pero si a esa edad, y habiendo escrito esos libros, se puede aun escribir otro, ese libro será, en algún sentido, el ultimo. Será este libro. Con Residencia en la Tierra, Neruda llega, hacia abajo, al único lugar donde podía llegar como poeta: al borde mismo del silencio, al infierno del que no pudo regresar Rimbaud(7).
Dicho esto, entonces, vuelvo al planteo original: ¿Qué es lo que hace de un escrito que pueda ser considera místico? Sabemos que uno de los tópicos con los que la tradición estableció un modo de lectura y de acercamiento a los textos místicos, es el de lo inefable. Y lo inefable se lo entendió, principalmente, como sinónimo de silencio. Silencio que se desprende de la raíz etimológica de la palabra mística (viene del griego myein: cerrar la boca) y del respeto que impone la suposición de que en un texto habla el espíritu divino. Ahora bien, en el caso de San Juan, en el prólogo a los comentarios del Cántico Espiritual (apenas dos carillas que, como dice Jorge Guillen, habría que considerar como los principios estéticos de una poética) establece y define a lo inefable. Veamos. En principio reconoce la insuficiencia del lenguaje respecto de la experiencia – que en San Juan es, principalmente, una experiencia amorosa. Dice: ¿Quién podrá escribir lo que a las almas amorosas donde El mora hace entender?, y ¿Quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir?, y ¿Quién, finalmente, lo que las hace desear?(8) Al párrafo siguiente – y contradiciendo el supuesto del silencio – el Santo declara la necesidad de hablar. Es decir: sí, es cierto, hay un límite en el lenguaje pero, al mismo tiempo, no podemos escapar de él. San Juan dice: …porque los dichos de amor (místico) es mejor declararlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar.
Esta paradoja, en fin, es lo que entiendo como místico y que es posible de ser leído en un texto. ¿En donde? Un poco en el argumento (el alma sale del cuerpo, vuela, se depura de los males de la carne, ingresa en un ámbito esotérico, misterioso y se dispone a un encuentro que se adivina radical), a veces en la metáfora (la noche oscura como bello símbolo de un punto neutro, despojado de cualquier rastro de humanidad, a la espera pasiva de lo absoluto), algo en la anécdota (la esposa, inflamada de amor y deseo, sale a la búsqueda del esposo; los dos amantes, hiperbólicos, cantan sus loas al goce amoroso), pero sobre todo y más que nada, veo lo místico en la insistencia: el santo, a pesar de haber escrito un puñado de poemas que por si mismo lo justifican como poeta y escritor (y hasta como hombre), decide explicar lo que sabe no tiene explicación. Y esa insistencia, por su misma imposibilidad, por rozar ese límite borroso de lo indecible, esa insistencia, digo, que nos perfora y hasta nos conmueve, esa insistencia, entonces, nos hace decir: acá pasó algo, yo no podría decir bien qué, pero pasó algo.
Marcos Bertorello (Buenos Aires)
(1) J. Lacan. Seminario 20, Aun. Editorial Paidos, Buenos Aires, 1995. Pág. 92.
(2) San Juan de la Cruz, Poesía completa y comentarios en prosa, Biblioteca La Nación, Editorial: Planeta, 1997.
(3) Walter Cassara, Radiografía de lo inefable, en Hablar de Poesía, 15, junio 2006. Grupo Editor Latinoamericano. Pág. 242.
(4) Citado por Aldo Ruffinatto, Los códigos del Eros y del miedo en San Juan de la Cruz.
(5) Dámaso Alonso. La poesía de San Juan de la Cruz (Desde esta ladera). Editorial Aguilar, Madrid, 1966.
(6) Jorge Guillen, Lenguaje y Poesía. Algunos casos españoles, Editorial Alianza, Madrid. Pág. 94.
(7) Pablo Neruda, Residencia en la Tierra, Debolsillo, 2003. Pág. 16.
(8) San Juan de la Cruz, Op. Cit. Pag. 155.
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