RELATOS

Relatos: La castaña, por Hernán Ronsino


Un relato inédito de Hernán Ronsino que, como sus novelas La descomposición (2009, Glaxo (2009) y Lumbre (2013), tensa las palabras entre el recuerdo y aquello que nunca puede ser dicho. Escribir con los ojos en el presente, y aun así saber que eso ya es pasado. “Yo estuve en Liscia, nona, acabo de llegar”, dice el nieto, como si eso pudiera ser más que la ilusión de haber estado, como siempre.

Están sentados en la vereda, en unos sillones de mimbre. Hace calor. Los pájaros chillan cada tanto entre las ramas. La nona teje y hace balancear los pies, que no llegan a tocar el piso. Y mientras teje cuenta de su pueblo, Liscia, en Italia; cuenta que trabajaba en el campo; cuenta de la guerra, de la miseria, del barco que la trajo al país. Entonces él le dice: Yo estuve en Liscia, nona, acabo de llegar, recorrí las callecitas, busqué tu casa, te imaginé andando por ahí. La nona deja de tejer, sorprendida, deja, incluso, de balancear los pies. Y lo mira, en silencio. Cómo, dice, estuviste en la Liscia. Él asiente con la cabeza. La nona mira a lo lejos, tratando de acomodar algo. Lo único que le sale es preguntar por la castaña. Y cómo está la castaña, dice y lo mira con esos ojos azules parecidos al color del río Treste que cruza el valle. Él dice la verdad. Dice que la castaña está seca y dice que antes de que llegue la primavera la van a cortar de raíz para plantar otra. La nona se queda en silencio. Mira un punto lejano. Y enseguida vuelve a tejer. Teje un rato. Cuando vuelve a mover los pies, él comprende que todo lo que han charlado se ha disuelto en una bruma espesa. Él comprende que la nona, tal cual le han dicho, cuando empieza a mover los pies se olvida de todo. Pero no pasará mucho para que la nona vuelva, como si nada, a contar de la Liscia, del trabajo en el campo, de la guerra, del hambre, de un viaje en barco a la Argentina. Entonces él insiste. Cree que es necesario decirlo otra vez: Yo estuve en la Liscia, nona. Y detalla los lugares, las calles, las personas. Ella, sorprendida, suspende otra vez el tejido, deja de mover los pies, mira un punto lejano como acomodando algo. Pregunta por la castaña. Entonces él dice – y cree que hacer eso es lo mejor – que ahora hay tres castañas, la más vieja donde vos jugabas y dos más. Están frondosas, nona, grandes, llenas de pájaros. La nona se emociona y mira a lo lejos, mira un punto. Se seca los ojos y vuelve a dar la batalla del tejido, los entramados, la lana interminable que desovilla. Ahora la nona dice que en la Liscia había víboras así de grandes; dice que desde la Liscia se escuchaba el canto de los gallos de los otros pueblitos que resplandecían en las montañas: San Buono, Palmoli, Carunchio; dice que se oía también el sonar de las campanas de esas iglesias. Y habla del río Treste, cristalino, que corre silencioso por el valle, habla de los viajes que hacía con las cubas en la cabeza para lavar la ropa o para juntar agua. Dice que desde el río la castaña era lo primero que se veía. En verano, dice, dibujaba una sombra parecida a un lobo hambriento. Después se queda en silencio, respira mirando un punto a lo lejos y le pregunta: ¿Así que ahora hay tres? Él asiente con la cabeza. La nona sonríe, dice: Qué lindo. Y vuelve a tejer, vuelve a tejer moviendo los pies, hamacándolos en el aire, sin que lleguen, por ejemplo, a tocar el piso.

Hernán Ronsino
Buenos Aires, EdM, 2015
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Firicial, por Hernán Ronsino


“¿Qué es esto que veo? ¿Qué dibujo se dibuja delante del dibujo de mis ojos?”. Hay una voz desfasada. Una voz que habla desde las grietas de una Casa. Y habla dejando fluir una tensión de signos y exclamaciones. Habla con un ritmo, con el deseo voraz de alcanzar un ritmo. Un sonido atravesado por la conflictividad que constituye una lengua. La lengua creada en Firicial, la casa libro (GEL, 2011), la nueva novela de Elías Suárez, se teje sobre una tensión, sobre una búsqueda. Una Casa montada sobre cimientos que se revisan una y otra vez. Se trata de una sensibilidad en estado de desgarramiento. No importan los argumentos lineales, cartesianos. Aquí importa percibir, a partir de fragmentos, el mundo, la ruralidad de la Casa, con otro registro. Con un sonido propio: el viento, el ladrido de los perros, el tren. Elías Suárez convoca, así, de un modo inusual para los escritores jóvenes contemporáneos, a una profunda introspección del lector. Un lector que debe sumergirse en la profundidad de una lengua en crisis. Firicial, la casa libro funciona como un espejo que nos refleja, en definitiva, para indagarnos. Para indagar una forma de lector. Para indagar una forma de escritura. ¿En qué se convierte la literatura cuando olvida la tensión que está en sus orígenes, cuando olvida la complejidad que la funda? Esta pregunta atraviesa el texto y, a su vez, se convierte en su desafío. La novela propone, entonces, una aventura. La de bucear en el torbellino de una Casa; en el enigma de su historia; en los espectros que la constituyen y la rondan con palabras; en su memoria. Entrelazado con el efecto macedoniano y la interrogación por la forma gombrociana (“¿por qué caminos se llega a estos torcidos y anormales caminos?” se pregunta Gombrowicz en el epígrafe), el libro, con un ritmo vertiginoso y fluido, con un sonido propio, produce un efecto semejante – como dice Daniel Muchiut – al de recibir una trompada justa y final en el medio de la cara, en una noche helada. Ahí está su efecto político. Respirando, silencioso, como un animal desesperado, a punto de atacar y ser atacado, rodeando la Casa, atravesándola en la profundidad de la noche. Así, al acecho, queda el lector en la compleja selva del lenguaje que propone Suárez.


Hernán Ronsino
Buenos Aires, EdM, enero de 2012
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Esa mujer, por Hernán Ronsino


En el bar de siempre. El domingo 14 de agosto. Es decir, el domingo de la elecciones primarias. Cerca de las nueve de la noche. Un grupo de parroquianos esperamos los resultados. Cada tanto relojeamos el televisor. Mientras, yo leo un libro de Hemingway, Enviado especial, una compilación de crónicas. Subrayo una frase que, estoy seguro, Hemingway toma de Clausewicz, pero no cita a Clausewicz: “La guerra es un acto de violencia que cometemos para compeler al adversario e imponerle nuestra voluntad”. A las nueve de la noche aparecen los primeros datos. Me sorprende el silencio de los parroquianos. Cristina Kirchner con más del cincuenta por ciento. Un rato después la presidenta da el discurso. Como el televisor está sin sonido le pido al mozo si es posible escuchar. El mozo dice que sí, claro. Pero sale para otro lado, lleva un café a una mesa del fondo. Al rato lo veo junto a la barra charlando con la dueña del bar. La dueña del bar le dice cosas al oído. El mozo está incómodo. Están así un rato. Después, el mozo se acoda en la barra y mira el televisor. Es decir, mira a la presidenta dar su discurso triunfante. Pero no la oye. El televisor sigue mudo. Yo lo miro cada vez más desesperado. Quiero oír ese discurso. Siento que me estoy perdiendo algo importante. Me desespera el olvido del mozo. El supuesto olvido. Cuando le pido otra vez. El mozo levanta los hombros y dice que no puede hacer nada. Me desconcierta. La presidenta sigue hablando. Los parroquianos no piden nada, es decir, no le piden que ponga el sonido. Soy el único. Ellos no la pueden oír. Hay una calma extraña. Esa gente no la puede oír. El mozo se me acerca. Lo miro desesperado. “Qué pasa”. El mozo camufla una confesión. “No quiere”, me larga, así, enigmatico. Miro para la barra. La dueña del bar, con la caja abierta, cuenta plata. Cada tanto, mira de reojo ese televisor mudo. “Acá no”, debe pensar la dueña. “Acá no”. Y, al pensar así, librando su guerra, esa mujer debe sentirse más dueña del bar. “Acá no”, le habrá dicho al mozo.

Hernán Ronsino (Buenos Aires)
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Soñar la hoguera, por Hernán Ronsino


La mitad mejor (2009) de Marcos Herrera es una de las novelas que retrata la dura realidad en el Conurbano Bonaerense. Un espacio que creció alrededor del proceso de industrialización y en torno a la figura del trabajo: como eje articulador de ciudadanía. Pero el quiebre profundo que impuso el Golpe del 76 convirtió a gran parte del cordón industrial en un territorio agreste y desolador. Fábricas abandonadas, bolsones de pobreza. Hoy conviven allí, entonces, los contrastes más profundos dejados por la década del noventa. Es decir, deambulan por esas calles, entre los countries y las villas, los sujetos fabricados en la década neoliberal. En los últimos años han aparecido una serie de novelas que trabajan con esta temática: El campito (Incardona), Puerto apache (Martini), La virgen cabeza (Cabezón Cámara), Oscura monótona sangre (Olguín), Siete maneras de matar un gato (Néspolo), Santería (Oyola), por nombrar algunas.


La novela de Marcos Herrera elige retratar la zona del conurbano en la que viven los sujetos del desamparo. Desde Cacerías, su primer libro de relatos, y luego con Ropa de fuego, su primera novela, Herrera fue explorando y delimitando su zona y los sujetos que la habitan. Hay una frase que canta el Indio Solari en La dicha no es cosa alegre, (Luzbelito), que abre Ropa de fuego, editada por Lengua de Trapo en 2001. La frase dice: “Soñás la hoguera donde siempre sos la leña”. Bajo ese humo insoportable respiran los personajes de Herrera. Ahora, en La mitad mejor, su segunda novela, esa zona y esos personajes llegan a la violencia descontrolada. Educados en la dureza de la nada, asfixiados por el aire enrarecido de los basurales, transitan por la prostitución, el tráfico de drogas, la corrupción policial, el enfrentamiento entre bandas y las peleas clandestinas. Juan, uno de los protagonistas, es un predicador que trata de rescatar de la pobreza y el desamparo a los chicos de la calle y lo hace con un discurso religioso que pronto entra en crisis: “Juan no pudo evitar comparar el peso de la Biblia con el de la pistola”, dice, por ejemplo, el narrador.

En La mitad mejor estalla, así, en mil pedazos el ámbito de la fe y se impone una forma de violencia marginal, frenética, ligada con bandas compuestas en su mayoría por jóvenes y adolescentes “jugados” – como la banda liderada por Ho Chi Minh –, es decir, jóvenes anómicos y desocializados, diría Kessler, que boyan a la deriva, sin rumbo:

“Cuando sus ojos lo arrancaron de esa suave esfera para ponerlo en la realidad de siete rostros violentos, demasiado jóvenes, y siete cuerpos que se movían con destreza y crueldad, su cansado mapa mental esbozó una oración: Son como picos de cuervos en el
lomo de un perro herido (…) Vos sos un hijo de puta, dijo uno de los adolescentes, ahora vas a quedarte calladito; porque para hablar, después, vas a tener tiempo. Corona, dijo la voz aguda del pibe, cortale la cara para que no se olvide de que nosotros somos
rezarpados, mucho más zarpados que él. Corona obedeció”.

La mitad mejor, editada en España por 451, acaba de desembarcar en las librerías argentinas.


Hernán Ronsino (Buenos Aires)
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Los hijos de la tierra, por Hernán Ronsino


El fotógrafo argentino Daniel Muchiut empredió en 1992 un viaje hacia la tierra de los Wichis, Tobas y Pilagás. De ese viaje, que repitió en 1996 y 2004, nace, primero, la serie de fotos titulada Los hijos de la tierra y ahora su primer libro.
    Pensaba que la obra de Muchiut – incluidas las diversas series que ha realizado, por ejemplo, Hombres de barro, La vida de Oscar, El Matador y María o Las flores del mal – dialoga muchas veces con los textos fundantes de la literatura argentina: El matadero, Facundo, Una excursión a los indios ranqueles.

    Imaginaba, entonces, una posible edición del relato de Mansilla intervenido con las fotos tomadas por Muchiut en la tierra de los Wichis. El relato de Mansilla (1870) contrastado por las incrustaciones fotográficas de Muchiut (1992, 1996 y 2004). Esas incrustaciones fotograficas vendrían, en la imaginaria edición, del futuro. Es decir, brotarían como reflejos o espectros futuros porque las fotos de Muchiut están contenidas en la raíz, en el fondo de cada una de las palabras enunciadas por Mansilla. Muchiut muestra lo que quedó o mejor lo que dejó la barbarie (“No hay peor mal que la civilización sin clemencia”, anticipa Mansilla en el epílogo de su texto). Por eso el viaje de Muchiut a la tierra de los Wichis, Tobas y Pilagás se parece al reverso, al negativo del viaje de Mansilla.
    En las fotografías de Daniel Muchiut la figura del viaje aparece como una constante, como un núcleo que articula la mirada. Ese viaje siempre es hacia una zona marginal, desconocida y a la vez estigmatizada. En esa región oculta, entonces, Muchiut va tejiendo una estética que enhebra la tensa relación entre existencia y memoria. Intemperie y Casa se enriedan en el barro del mundo, se traban en un combate continuo. Luchan, en las fotos de Daniel Muchiut, como esos perros cazadores que van de un lado a otro, incansables: van, por ejemplo, de la calidez de los bares a la soledad de los girasoles resecos.

Hernán Ronsino (Buenos Aires)
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Penales, por Hernán Ronsino



En la estación Callao de la línea B hay un largo hall, previo a las ventanillas, con negocios de todo tipo. En el bar hay un televisor encendido. Treinta personas miran la definición de Uruguay con Ghana. Es el Mundial que transforma a estos – como decía Augé – no lugares en lugares de encuentro. De pronto estalla un rugido que sale por la boca del subte para ser aplastado por el rumor incesante de la ciudad. Hay un jugador de Ghana que se toma la cabeza. Suárez – el goleador uruguayo - salta enloquecido afuera de la cancha, después de haber sido expulsado por agarrar la pelota con la mano, en la línea del arco, cuando el tiempo estaba cumplido. Celebra que Uruguay sigue vivo en el Mundial. La gente amuchada alrededor del televisor sonríe. Siente que un cosquilleo le empieza a recorrer por el cuerpo. Ahora vienen los penales, explica alguien. Mientras, en el fondo, todos piensan en Argentina. Si están ahí, sintiendo la definición, alentando a Uruguay, es por Argentina. Hay que esperar. Y en esa espera brota, en algunos, la necesidad de charlar. Otros, en cambio, tratan de evadir los comentarios. Se miran. Se miden. Se ignoran. Tenían pensado, por ejemplo, estar viajando en el subte. No saben qué hacer ahí. Pero la expectativa los atrapa. Los hace, al final, quedarse. Ya debe haber sesenta personas. Mujeres y hombres. Todos hinchan por Uruguay. Lo van a ir expresando en cada penal convertido. Pero con más claridad en los errados. En el lamento de los penales errados. Entonces aparece en escena el loco Abreu. Es el último penal. Alguien grita: Vamo, loco. Para los que miran fútbol verlo al loco Abreu ahí, en primer plano, es como ver a un primo saliendo por televisión. Es el loco Abreu. Es el condimento que faltaba. Pero también nunca falta el que anuncia la mufa. Lo erra, dice un tipo cuando el loco empieza la corrida. Y el loco pica la pelota. Termina de construir su mito. De loco. Se oye otro Vamo. Y enseguida se confunden los abrazos celestes, en la tele, con esa dispersión anónima que no deja huella.

Hernán Ronsino (Buenos Aires)
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Cuaderno de trabajo: la lengua erosionada, por Hernán Ronsino


a palabra es costillal. La escribo en uno de los relatos de mi primer libro. La repito varias veces, en la historia. Hay en el interior de esa palabra el murmullo de asados, de reuniones y partidos de truco: es decir, noches de verano, interminables. Resuenan los ecos de una lengua erosionada, una lengua mal hablada, que dice, por ejemplo, las casa. Tengo presente, todo el tiempo, la memoria de esa lengua erosionada a la hora de escribir costillal. Por eso cuando me encuentro, en las pruebas de imprenta, con las anotaciones de la correctora, me enfrento a un dilema. La correctora tacha la palabra costillal y pone, claro, la palabra costillar. Leí varias veces el relato con la palabra correcta. Y cada vez que pasaba por ahí, me encontraba con una palabra muerta. Una zona desierta que no me representaba. Una lengua del centro, oficial. Pensé en esa correlación. En el uso o la custodia de la lengua. Las semejanzas entre los maestros y la figura del corrector. Finalmente decidí corregir a la correctora. Y volví a escribir, sobre la palabra correcta, esa que dejaba brotar el eco de una lengua erosionada, es decir, una lengua cargada de vitalidad.

Hernán Ronsino (Buenos Aires)

Otras entradas del autor en EdMhttps://escritoresdelmundo.com/search/label/Ronsino
Sobre una novela del autor en EdM, por Guillermo Korn: https://escritoresdelmundo.com/2010/04/una-dicotomia-raida-por-guillermo-korn.html Seguir leyendo
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La nueva Troya, por Hernán Ronsino


Desde hace unos años la historia del siglo XIX argentino se me ha vuelto un objeto de estudio. Y, en especial, esos años que van de la década del veinte a la batalla de Caseros. En ese camino de investigación, descubrí, por la recomendación de un amigo, el libro La nueva de Troya de Alejandro Dumas, padre. Es decir, el autor de Los tres mosqueteros o de El conde de Montecristo firmando un libro que habla del sitio de Montevideo. “Alejandro Dumas, escritor al servicio de Montevideo y adversario de Rosas”, por ejemplo, se lee desde las primeras páginas.
   Según se cuenta, Pacheco, un funcionario de Montevideo, viaja en 1850 a Francia y se entrevista con Dumas. Es Pacheco quien le cuenta a Dumas el relato que, después, según se dice en el prólogo escrito por Daniel Balmaceda, el destacado autor deja asentado en el libro. Sabiendo eso, entonces, mientras leía no podía dejar de pensar en el momento, primero, de la narración oral, en francés, y, después, en la escritura de Dumas basada en los relatos, traducidos, de Pacheco. Tal vez eso sea lo que más me haya atrapado de este libro. La serie de traducciones que van de Pacheco a Dumas. Y de Dumas –que nunca estuvo en Montevideo– traduciendo la narración sesgada de Pacheco.
   Así aparece La nueva Troya. Hay dos relatos que son una buena muestra del esquema que utiliza Dumas para presentar los hechos políticos del Río de la Plata. Una es la pintura que traza del caudillo López. Y la otra es la descripción de Garibaldi. Sarmiento no aparece en primer plano, pero esa metáfora que funda el sanjuanino en 1845 se encarna, otra vez, en la barbarie de las fuerzas rosistas que sitian durante ocho años a la civilizada Montevideo.
   El libro contiene un post-scriptum de Alejandro Waksman, editor, en el que narra de qué modo buscó y encontró este libro de Dumas que, hasta la edición de Marea, era imposible de hallar.




Hernán Ronsino (Buenos Aires)

Sobre el autor ver en EdM: https://escritoresdelmundo.com/2010/04/una-dicotomia-raida-por-guillermo-korn.html
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Pescador, por Hernán Ronsino


Parece un pescador. Tranquilo, mirando el mar. Parece, es lo primero que me nace, un pescador en el borde de un muelle, por ejemplo, sentado entre cuerdas que amarran y liberan; un pescador que ha laburado, que se ha ganado, por decirlo así, el pan; y ahora, sereno, espera el vaso de vino, la noche, el refugio, los cuentos inventados por algún fulano; espera el suave frío trepándole por la cara, después, cuando el mar, el viento del mar, otra  vez, se le hunda en el cuerpo.
 Un día descubro esta foto en Internet. Velia (siempre escuché llamarlo así,  tal vez se escriba Vella) paraba todos los domingos en la esquina de mi casa, en una de las avenidas de circunvalación de Chivilcoy. Siempre me conmovió esa forma de ir dejándose estar. Yo era testigo, como todos, de ese proceso lento y doloroso que él aguantaba en un rincón del Desarmadero de Porras; ese silencio de domingo al mediodía; la bicicleta junto al poste de luz; el broche en la botamanga; la piel, inexorablemente, hundiéndose entre los pómulos; esa soledad larga, de fin del mundo. Otro día, en una reunión, cuento que descubrí una foto de Velia en Internet. Alguien exclama, recordándolo: “Velia, pobrecito, hace rato que murió”. Y así, entonces, empieza esta historia, la que cuento, o la que narra la foto, prolongándose más allá del cuerpo de Velia. En esta historia Velia ya no limpia más terrenos, ni se emborracha con un vino rancio. Velia, ahora, es un pescador y contempla el mar, tranquilo. Se deja crecer, despacio, al ritmo de las barcazas que entran y salen del muelle, en el fondo de los ojos, como una luz, una zona mítica, lustrosa, que tiene, como dice Onetti, el empecinamiento de la mugre debajo de las uñas. Velia y el mar, por ejemplo. Velia y un viaje largo, definitivo, ahí, entre las fisuras del horizonte.



 Hernán Ronsino (Chivilcoy / Buenos Aires)

Su ultimo libro es Glaxo, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009.
Ver EdM, texto de Guillermo Korn en sección apuntes.
Fotografía de Daniel Correa
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