APUNTES

Uno por dos, por José María Brindisi




Sobre Cómo escribir sin obstáculos de Francisco Cascallares y Agua del mismo caño de Natalia Zito. Lo que sigue es el texto que José María Brindisi leyó en la presentación de ambos libros, en el pasado mes de junio, cuando todavía hacía más frío en Buenos Aires


Lo primero que tengo que decir, y acaso sea lo más importante, es que con ambos me equivoqué totalmente.
     A Francisco Cascallares lo había visto algunas veces, pero apenas había escuchado su voz, y en todo caso esas breves intervenciones no hicieron otra cosa que confirmar el prejuicio que me imponía su figura, sus movimientos, sus gestos, incluso la excesiva amabilidad de sus palabras: parecía arrancado de otra época, de una época en que sin duda las cosas eran mejores, una época en el pasado o en el futuro en que la gente debía ser más cristalina, más real, incluso más necesaria. Pero después vino la lectura, y cuando me encontré con él a solas ya había comprendido, hace rato, que lejos de tratarse de alguien que necesitara cobijo estaba frente a alguien de quien había, en realidad, que cuidarse. Entiéndase bien; si digo que “era alguien de cuidado” estoy queriendo decir que nada con él iba a ser fácil, estuviese uno en el lugar que estuviese: el del colega, el del amigo, el del simple actor de reparto de su vida, como lo somos todos en la vida de los otros. Entonces empecé a seguir su mirada y se me reveló que lo que parecía candidez era, muy por el contrario y justamente, observación; que lo que podía parecer ingenuidad no era otra cosa que fascinación ante la complejidad de cada uno de los elementos, de cada una de las partículas que lo rodeaba; que eso que yo había traducido con torpeza como ansiedad adolescente, una adolescencia por otro lado demasiado tardía, era desesperación, entre otras cosas la intuición de saberse capaz de lograr lo que se propusiera, pero ser consciente de que mucha gente se pasa la vida entera escuchando en su cabeza una musiquita que jamás llega a interpretar.
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PIES DE IMAGEN

Klein, Klein, por José María Brindisi


El caso es bien conocido: la historia de un hombre al que, durante la ocupación nazi en Francia, le arrebatan la identidad, y a partir de allí su vida se convierte en un infierno. La película es de 1976; la dirigió el gran Joseph Losey, y en los papeles principales estaban Alain Delon y Jeanne Moreau. El título original era falsamente simplón: Mr. Klein. Tratándose de un caso de doble identidad, o mejor dicho de identidades falsas, la austera certeza de ese título se tiñe de una ambigüedad sutil, algo así como la punta del ovillo. Pero el caso es que los distribuidores de entonces, sin duda demasiado preocupados porque las cosas estuvieran bien claritas -conscientes de que las imprecisiones son en el fondo siempre inmorales-, le agregaron al título original un pequeño condimento: pasó a llamarse El otro señor Klein, lo que equivale a contar por anticipado algo así como la mitad de la película.
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APUNTES

Masamadre, de Mariana Ares y Ana Barry, por José María Brindisi


La masa madre es, como se la define puntualmente en algún manual de cocina, una mezcla compuesta en esencia de harina y agua, por lo general en proporciones similares, en la que se alienta la reproducción de los hongos o levaduras que de forma natural se encuentran dispersos en el ambiente. Se trata de un método de fermentación antiguo, el modo en que se hacían el pan y sus derivados antes de la aparición de la levadura prensada o en polvo tal como hoy la conocemos.
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PIES DE IMAGEN

Todos estos años, por José María Brindisi


Hay una escena, a fines de los ´60 o comienzos de los ´70, en la que Lou Reed y David Bowie conversan tranquilamente –si hay algo de tranquilidad en aquellos tiempos- , hasta que aparece una suerte de renacuajo oscilante, una criatura de otro tiempo, que apenas puede sostenerse en pie y que sin embargo transmite una fortaleza irrebatible. Reed le pregunta a Bowie quién es ese tipo, con algo de asco, y el otro se lo dice. Poco después Iggy Pop –de él se trata- se acerca hasta ellos, y los tres se sacan minutos más tarde una foto que atestigua el encuentro. La foto los pinta de cuerpo entero: Bowie en control de la situación, con una sonrisa tenue de así es la vida, y no podría ser mejor; Iggy flotando en el espacio; Reed queriendo irse a casa, a hacer alguna otra cosa más interesante.
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Elogio de la ambición, por José María Brindisi


Son pocos los que han tenido el privilegio de morir dos veces. Pronto se cumplirán dos décadas de la segunda muerte de Anthony Burgess, esa de la que no hubo retorno, pero debió haber muerto treinta y pico de años antes, luego de que le diagnosticaran un tumor cerebral inoperable y lo empujaran, entonces, a convertirse en un enfermo de la escritura. Como se sabe, el episodio ocurrió en Borneo, allá por 1958, cuando en mitad de una clase de historia Burgess –que trabajaba para la corona británica- se descompuso y recibió, poco después, su fatal diagnóstico. Más tarde sus biógrafos dudarían de todo aquello, y algunos se lo achacarían al mito que el propio escritor británico se encargaba de vez en cuando de alimentar en base a su agitada vida.
     Pero lo que aquí nos interesa son las consecuencias. No la que hubiese sido obvia, es decir la muerte, porque hubo que esperar muchísimo tiempo para que llegara (y por razones bien diferentes), sino lo que el rumor de la fatalidad disparó en Burgess: una fiebre por escribir, una novela tras otra –siete en apenas dos años-, temeroso de que su mujer no tuviera de qué vivir cuando él abandonara este mundo. A la manera de Bolaño con los cinco volúmenes que originalmente componían 2999, Burgess trata de asegurarse de que su mujer tenga para los porotos durante un buen tiempo. Si el episodio es cierto –la caída, el diagnóstico-, y el mito quiere que lo sea, se trata de un esfuerzo de voluntad descomunal, un acto de amor equiparable a cruzar el océano a nado.
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PIES DE IMAGEN

The Next Day, por José María Brindisi


No todo el polvo viene del polvo.
Ahora yo podría sentarme a esperar: escuchar el aullido de los perros de caza, la respiración sibilante de lo que tejen los sueños, escuchar al viento que se detiene, y se detiene, y cesa.
Sacar una foto de una foto de una foto.
Sentarme en el pasto, mojarme los pies, beber una copa de lo que fuera.
Quitarme la ropa. Tirar mi sombrero al vacío.
Rezar, si supiera cómo hacerlo. Esperar, si supiera. Morir.
No hay razón para que no pase el tiempo.

José María Brindisi
Buenos Aires, EdM, mayo 2013
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RELATOS

Los viejos, por José María Brindisi


Todo había terminado. Tenía dieciocho años y era preciosa y estaba perdida”.
Jack Kerouac, En el camino.

La notaba triste y cansada: verla de ese modo se me hacía insoportable, y entonces me esforzaba por recordar que apenas tenía diecinueve años – dos menos que yo-, y que si bien le habían ocurrido ya demasiadas cosas, todavía le quedaba mucho tiempo por delante.
    Íbamos camino a Roma a encontrarnos con tía Isabel, y mi sensación era que ya nada podía conmovernos. Un tren en medio de la noche; abriéndose paso, solitario, como si viajara de una dimensión a otra. Esa imagen me había fascinado desde que era chico, pero ahora nuestro universo se había vuelto desoladoramente relativo: Lucía y yo habíamos perdido toda noción del tiempo. Cualquier ansiedad respecto de las cosas, cualquier deseo de descubrirlas o guardar alguna reminiscencia de ellas nos era ajeno. Incluso recuerdo que llevaba conmigo la cámara, en la mochila, lista para ser disparada, pero hasta el momento no había sentido el impulso de utilizarla ni una sola vez.
     Nada nos inquietaba, aunque supongo que de algún modo así queríamos que fuera, como si desplegáramos una especie de cerco alrededor de nuestros sentimientos, en especial de aquellos que pudieran surgir imprevistamente (acaso para protegerlos de nosotros mismos).
Habíamos recorrido un sinfín de ciudades en apenas tres semanas, pero aunque podía recordarlas a la perfección no hallaba ningún rasgo en mi memoria que se impusiera con cierta naturalidad sobre los otros. Ahí estaban Barcelona, París y Estrasburgo; y luego Bruselas, Amsterdam y Berlín, y Weimar, y Praga. Cada una era hermosa, a su manera, y a su manera eran todas infinitamente tristes.
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PIES DE IMAGEN

Bowie en kimono, por José María Brindisi


La serie pertenece a Chris Wild, y fue tomada en 1973, en plena explosión del glam, antes de la etapa post-industrial que llevaría a Bowie a Berlín y lo transformaría en un ícono maduro, preocupado por su tiempo. Los dos períodos son musicalmente excepcionales, pero aquí, cuando Bowie apenas había cruzado la línea de los veinticinco, lo que sobrevivía era el juego, ese mismo juego que lo transportaba sin remedio una y otra vez al espacio. De una vida sin pudores a una música sin limitaciones, expansiva, fantasiosa, saludablemente desprolija (entre otras cosas, es evidente que su voz estaba muchísimo más desarrollada una década más tarde, y es posible que recién haya alcanzado su esplendor en los años ´90).
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PIES DE IMAGEN

Toda el agua para Bobby Fisher, por José María Brindisi




¿Qué habrá encontrado Bobby Fischer, debajo del agua, en medio del silencio? ¿Dónde quedó su furia, su paranoia, el miedo a descubrir sus propios límites?


Es sólo un tipo haciendo morisquetas. Todavía es un chico, o no ha dejado de serlo del todo. No ha tenido tiempo. Qué otras cosas hace, le preguntan, qué más hace además de jugar y estudiar ajedrez. “No necesito nada más”, responde. Ha sido campeón de su país a los 15 años, y a partir de allí un fenómeno, la promesa que todos esperaban. Inevitablemente, también, un arma contra los rusos, la posibilidad de derrotarlos en su terreno favorito. Fisher lo ha hecho, los ha humillado; y a su modo ha librado su propia batalla.
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PIES DE IMAGEN

El respeto, por José María Brindisi


Es la imagen del final, la última secuencia. Pero también, o sobre todo, es un comienzo. Uno de los escuderos de la familia está besando el anillo de Michael, y por primera vez le dice: “Don Corleone”. Se ha convertido en el Don, en el Padrino, y lo ha hecho en el terreno que la tradición le exigía: eliminando a todos sus enemigos. Ha sido más frío que su padre, acaso más inteligente, sin duda más definitivo. Sin embargo, ese triunfo brutal es el eslabón final de una derrota: Michael era el distinto, el que condenaba las prácticas mafiosas, el que fue a la Segunda Guerra como voluntario y volvió con honores. Las circunstancias terminan llevándoselo puesto, o mejor dicho torciéndole el brazo al sueño del padre, a su ambición poco menos que infantil: “Gobernador Corleone”, “Senador Corleone”, algo por el estilo.
    No hay que olvidar que cuando El Padrino se estrenó, allá por 1972, hacía relativamente poco que el tema de la Mafia, o más precisamente sus alcances y su influencia en casi todos los ámbitos, constituía un debate público. A comienzos de los años ´60, en Italia, todavía se la intentaba negar en tanto organización criminal, así como los modos en que la política y las redes de la economía le rendían tributo. Fue Leonardo Sciascia con El día de la lechuza uno de los primeros escritores que se sacudió la modorra y el miedo y se decidió a contar lo que medio mundo sabía, en muchos casos porque les había tocado experimentarlo en primera persona.
    La novela de Mario Puzo, de 1969, fue el punto de partida para la consagración de Francis Ford Coppola como uno de los creadores esenciales de la segunda mitad del siglo XX. Dicen que no es demasiado buena. Es obvio que Coppola no pensó lo mismo, si bien hay numerosos casos de grandes películas basadas en malas novelas; no sólo trabajó con él en las otras partes de la saga, sino que lo convocó también para The Cotton Club, esa pequeña joyita que Richard Gere no logra arruinar (Puzo fue además guionista de las dos primeras Superman, entre otras).
    En cualquier caso, lo interesante, ahora que tenemos la oportunidad de verla en pantalla grande –en la copia restaurada que se proyecta en los cines por estos días-, es reflexionar sobre qué sentimientos despierta un personaje como Michael Corleone, ese que es, como ya dijimos, el protagonista de un triunfo rotundo y a la vez el emblema de una enorme derrota. Hay que reconocerles, tanto a Puzo como a Coppola, que no cayeran en la tentación de hacerlo fácilmente querible. Michael se aleja de los suyos a la vez que los protege; se transforma, de a poco, en esa definición que los propios integrantes de la Mafia nos brindan en bandeja: un hombre de respeto. Esa es la palabra, ahí está lo esencial; el respeto establece blancos y negros, y en ocasiones se impone actuar contra aquellos que ni siquiera se respetan a sí mismos.
    Entre otras muchas lecturas, El Padrino trabaja sobre un terreno demoledoramente sencillo: lo que Michael ha aprendido de su padre es, en esencia, a ser bueno con los buenos, y malo con los malos. Es el terreno de la fidelidad y de la nobleza. El mundo, parece querer decirnos, es así de simple. Quizá por eso le creemos. Y tenemos, siempre, cada vez que la vemos en las interminables madrugadas del cable, la misma necesidad de perdonarlo.

José María Brindisi
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2011
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MAPAS COMPARTIDOS

Irse, por José María Brindisi


entro de un par de semanas encaro mi mudanza número veinte. No exagero, ni soy impreciso: las conté. Si no me equivoco, lo hice la última vez, es decir hace cinco años. Para otros es un ratito; para mí, muchísimo tiempo, una estabilidad a la que no estoy acostumbrado. Con esa obsesión o rigurosidad que a veces ni me deja dormir, conté sólo las mudanzas que hice con muebles, o al menos con la mayor parte de mis cosas. Recuerdo que en los comienzos de nuestra relación, mi mujer y yo paseábamos en auto por Buenos Aires; yo le señalaba los distintos lugares en los que había vivido y ella pensaba, entonces, que se trataba de una broma. Floresta, Almagro, Once, Barracas, Caballito, Villa Crespo, Barrio Norte, Palermo, La Lucila, Saavedra, Abasto, Villa del Parque, Colegiales, otra vez Almagro, otra vez Floresta, otra vez Caballito. Después le señalaba las casas de los padres de mis amigos de la infancia o el comienzo de la adolescencia, ahí donde todo empezó, o todo empezó de nuevo.
    Decía que hice la cuenta hace cinco años. Nos veníamos a Parque Chas, con una hija de un par de semanas. Yo estaba recibiéndome definitivamente de adulto: compraba una casa, era padre, por esos días aprendí a manejar. Esa mudanza, o más exactamente esta casa que separa mi mudanza diecinueve de la veinte, no va a parecerse a ninguna. Esta es la casa de Franca, la que por ahora abarca toda su vida, y la mayoría de nuestros recuerdos como familia. Voy a arrancar las fotos que pegué en las paredes de mi escritorio -Franca en el campo, Franca sonriéndole a los elefantes, tirándome un beso desde su bañera, asomándose pícara entre los postigos, sacando músculos en una playa de Río, con casco de ciclista y una Barbie, con su madre protegiéndose del sol marplatense-, voy a sacar esas fotos, las voy a llevar conmigo, pero me pregunto hasta qué punto los recuerdos lucharán entre quedarse e irse, en qué medida se transformarán, hasta dónde dejarán que el tiempo se los lleve a donde quiera, incluso que los abandone en el desierto.
    Conté diecinueve mudanzas en aquel momento, pero en verdad sólo fui hasta donde mi memoria me lo permitía: el departamento de Mitre y Pasteur en el que viví como siete años, también una estabilidad desmesurada pensando en lo que vendría. Antes de eso, apenas tengo palabras o frases aisladas. Hay incluso un hotel, “el hotel de los gitanos” en el latiguillo de mi madre en la memoria, que como tantas otras cosas es parte de ese pasado remoto que incluso mis amigos más próximos desconocen. Supongo que ése es el límite de nuestra intimidad. Un límite que acaso yo mismo elegí, y que me permite ubicar los recuerdos donde prefiero, construir mi ánimo a partir de aquello que necesito, y no lo que el pasado me impone.
    De ese departamento de Once fuimos, con mis viejos, a otro en Paraguay y Pueyrredón, luego a otras casas que no podíamos pagar pero pagábamos durante un tiempo, luego a un departamento en Almagro, en la esquina de Díaz Vélez y Billinghurst, que fue el último en el que estuvimos todos juntos. Pasaron veinticinco años, pero los recuerdos llegan a montones. Por supuesto: la mirada perdida de mi viejo, las palabras que no encontraba mientras se lo llevaban en una silla, las palabras que ya nunca logró encontrar. Por supuesto: las peleas con mi vieja durante el año y medio posterior, antes de que también ella encontrara su fin.
    Después: el departamento de mi madrina que abandoné una madrugada en Caballito, el retorno a Floresta, el lujurioso exilio en zona norte, el salto a Barracas cuando me sentía cerca de convertirme en Lou Reed (o en Jack Kerouac). Alguna casa en la que tuve hambre y fui feliz, a veces todo junto y a veces por separado; otra en la que sólo fui feliz; otra en la que pasé muchísimas noches hablando solo, sin estar seguro de que no fuera una estación de tránsito a la locura, y al final renací. Otra en la que viví dos veces, y en el medio perdí toda mi biblioteca en un incendio.
    En algún momento, sin duda envalentonado por los viajes que había hecho al sur en los últimos años, imaginé una suerte de vida ideal allí, o en algún otro sitio en el que hubiese poco y nada. Hace tiempo que dejé de mentirme a mí mismo, de ver las imágenes de esa película. De alguna manera, todas esas mudanzas han hecho que la ciudad entera me pertenezca. Sé cuánto necesito pegarme contra las paredes, construir recuerdos y recuerdos que se amontonen, llenar mi vida de certezas que no puedan huir hacia donde la vista no alcance.
    En unas semanas dejo Parque Chas y me voy, o vuelvo, a Villa del Parque. Apenas a unas cuadras está Floresta, a la que vuelvo siempre. Otra vez me pregunto qué dejo en el camino, qué partes de mí mismo. Hacia dónde voy: qué es lo que estoy abandonando, qué es lo que deseo encontrar. Si los fantasmas del pasado y los del futuro podrán convivir en paz.

José María Brindisi (Buenos Aires)
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Fuera de foco, por José María Brindisi


Sucede con frecuencia que, cuando alguien muere, saquemos conclusiones equivocadas. Como si esa derrota final fuese la única verdad posible, olvidamos que muchas veces la muerte se pudo haber precipitado en infinidad de episodios anteriores, y que el resto del tiempo se trató de una suerte de epílogo, breve o interminable. Desde esa perpsectiva, es indudable que el mítico George Plimpton, alma mater de la también mítica –bueno, es la historia del huevo o la gallina- The Paris Review, debió haber muerto muchísimo tiempo antes, y no aquel 25 de septiembre de 2003, apenas unos meses después de que se cumplieran 50 años ininterrumpidos de la salida de la revista, un hito difícil de igualar, y de comprender en su justa medida.

    Plimpton había atravesado innumerables situaciones límite, o al menos sumamente peligrosas, incluso inverosímiles, como cuando apareció de casualidad junto al demente Sirhan ben Sirhan, tomándolo del cuello y quitándole el arma, luego de que éste disparara contra Bobby Kennedy (Norman Mailer dijo alguna vez que él hubiese escrito una novela de mil páginas aprovechando el suceso, y que Plimpton se daba el lujo de ni siquiera mencionarlo). Aficionado a los toros, años atrás había salvado el pellejo propio y el del Agha Khan IV –líder religioso musulmán de la India, aunque éste aún no había sido designado por su abuelo como sucesor- durante una suelta en Pamplona (en agradecimiento por ello, el Agha Khan financiaría la revista durante unos cuantos años, hasta su mudanza a Nueva York). Y a raíz de sus múltiples intereses, que derivarían luego en el desarrollo de todo un estilo periodístico-literario, pero asimismo un estilo de vida, se había metido bastante seguido en la boca del lobo interviniendo en diversas prácticas deportivas con una pasión que habría que calificar, cuanto menos, de suicida: entre tantísimos episodios similares, y pagando siempre un alto costo -roturas varias-, había jugado profesionalmente al fútbol americano durante una temporada para los Detroit Lions -a los 36 años-, y había sido sparring en algunas sesiones de entrenamiento de, nada menos, Archie Moore (con Miles Davis como testigo). Ah: también fue domador de leones.
    Pero, por supuesto, fue antes que nada director hasta su muerte de The Paris Review, una publicación cuatrimestral que se volvió tremendamente influyente, cuyas páginas estaban vedadas a la crítica y que en cambio abría sus puertas a nuevos y fervorosos escritores como Jack Kerouac o Philip Roth. Aunque el caballito de batalla de aquellos primeros tiempos fueron, sin duda, los sustanciosos y larguísimos reportajes en los que plumas consagradas deconstruían –cuando estaban de humor- su universo y compartían con los lectores algunos de sus secretos. La sección se llamó “El arte de la ficción” (sigue vigente: en el último número el protagonista es William Gibson), y durante el primer año, a sabiendas de que necesitaban un incontrastable golpe de efecto, entrevistaron a Ezra Pound, Ernest Hemingway (lo hizo Plimpton) y William Faulkner. Una lista que más adelante engordaría con Nabokov, Yourcenar, Greene, Durrell, Miller, convirtiéndose así en referencia ineludible.
    Junto con la revista, que entre sus editores contaba con muchachos de la talla de William Styron y Peter Matthiessen (compañero de escuela de Plimpton), lo que rápidamente se transformó también en un mito fue su círculo de pertenencia, es decir todo aquello que sucedía alrededor de su núcleo central y que básicamente quería decir: ir de fiesta en fiesta. Esa efervescencia se trasladó de París a Nueva York, ya a comienzos de los ´60, y fue allí donde el departamento de Plimpton se convirtió, a la par que en sede de la redacción de la revista, en algo así como el centro del mundo. Era frecuente que uno se encontrara allí con gente como Mailer, Roth, Terry Southern, Irving Shaw, o a una vieja amiga de Plimpton que desde hacía un tiempo era conocida con el nombre de Jackie Kennedy.
    Uno de los retratos más notables de esa época, aunque también de los más amargos, fue escrito en aquellos días por Gay Talese, un cronista por lo general exquisito. Casi cinco décadas más tarde, Talese –oriundo de Nueva Jersey- es él mismo una suerte de mito del periodismo activo, alguien que ha sido uno de los actores centrales de esa revolución silenciosa que en su momento se conoció como “nuevo periodismo”. Ha sido el autor de algunas piezas maravillosas, como los célebres retratos que hizo de Frank Sinatra o Joe Louis, si bien de vez en cuando también se ha embarrado hasta el cuello (un caso notorio es el reportaje que hizo sobre Borges, reeditado hace poco por el suplemento literario del diario El País, promocionado como la octava maravilla pese a no decir absolutamente nada, y en el que Talese se refiere a Borges cuatro veces como “doctor”, vaya uno a saber a cuento de qué; a propósito de ello, hay que decir que este tipo de episodios, muy repetidos, ponen en su justa perspectiva al periodismo cultural –por caso- argentino, que no será la gloria pero que con frecuencia es juez y parte de una autocrítica despiadada). El artículo que escribió sobre Plimpton y su grupo es parte de un volumen imperdible, Retratos y encuentros, que reúne algunos de sus textos más logrados, y es en sí mismo una pieza de colección porque refleja, en tantísimos detalles, el espíritu de una época que ya no puede repetirse. Basta imaginar hoy en día, por ejemplo, a una cuadrilla de árabes corriendo desenfrenadamente por París, pegando en cualquier parte afiches para promocionar la revista.
    Con todo, y a pesar de que Talese menciona de vez en cuando la brillantez y buen gusto de Plimpton y los suyos, lo cierto es que por lo general la lectura de su crónica deja una sensación agridulce: la distancia o el pedestal desde el que los retrata los hace ver como protagonistas de una estudiantina, y a nosotros como espectadores estúpidos. El título de la crónica es por cierto bastante significativo: Buscando a Hemingway. Esos muchachos perdidos en París, fingiendo una tristeza que no les pertenecía; luego, en Nueva York, otra vez fuera de foco, haciéndose los distraídos como si no supiesen que dentro de poco empezarían, uno a uno, a cumplir los cuarenta, y que tarde o temprano las fiestas se acabarían. Aunque Talese no podía leer el futuro, las fiestas no acabaron. Y las casi seis décadas de vida de The Paris Review alcanzan para darle la espalda, o para borrarle definitivamente la sonrisa.


José María Brindisi (Buenos Aires)
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RELATOS

El dios en mí, por José María Brindisi


No es del todo una pregunta, en verdad, pero la repite:
     “¿Es demasiado tarde?”
    Dino lo ve pasar y no hace un solo gesto. Apenas lo observa, mientras termina de abrirle la puerta, y es como si mirara a un muerto. Pero lo hace también con la mirada supersticiosa de los que ven muertos por todas partes y se imaginan con demasiada frecuencia poniendo un pie del otro lado.
    Minutos antes se hallaba en la habitación a oscuras, esperando. Casi recostado en el sofá, completamente vestido, intuyendo a través de las cortinas los dos focos que iluminan el silencio de la calle. Le hubiese gustado poner música –de hecho endendió el equipo y luego volvió a apagarlo-, aunque se trataba de algo más terminante: en realidad hubiese preferido desvanecerse, o bien adelantar el tiempo. Así que se mantuvo ahí, inmóvil, con los brazos cruzados, esperando. Luego vio venir una sombra, casi un gigante que se acercaba a la casa con pasos dolorosos, pasos irremediables.
    Entonces lo vio acercarse; lo ve llegar; lo vio pasar a su lado como un muerto; lo ve detenerse pronto, en la oscuridad del living; lo escuchó hacer una pregunta; ahora escucha su respiración arrebatada, enferma.
    Sabe que el tiempo no va a ir más rápido que eso.
    Dino se dispone a preparar unos tragos. Busca hielo y tónica en la cocina, pero cuando regresa decide que tal vez no sea la mejor idea. No hay lógica que se adapte a ellos, y sin embargo a él se le ocurre que debería empezar cediendo, que acaso sea un modo de que las cosas avancen. De modo que suelta la botella de vodka, hace a un lado el hielo, y nada más sirve los whiskys puros, solos, como le gusta –o le gustaba- a Mauro. O al menos es lo que él decía; porque en el fondo para Dino siempre fue otra impostación, una de tantas. Pero no es el momento de ser sincero.
    Mientras llena su vaso –dos o tres veces lo que está dispuesto a tomar-, se da cuenta de que el mundo entero puede resquebrajarse en apenas unos segundos. Es preciso, se dice súbitamente, iluminado por las llamas que están a punto de llevárselo, es preciso ser conscientes en todo momento de aquello que tenemos, es decir, hasta dónde estamos dispuestos a defenderlo. ¿Y qué es lo que él ha logrado? El futuro, se dice, ese futuro que en una ráfaga se convierte en presente, y es el mejor de todos. Ahí está Lucía, al fin; en ese futuro y en este presente. Y ahora le parece que es un premio demasiado grande.
     “¿No habías vuelto?”, le pregunta al otro alcanzándole su whisky. Los dos se sientan, a la par, como si se tratara de un protocolo establecido al milímetro.
     “¿Adónde?”
     “A Buenos Aires, claro”.
     “No”.
    Y no se miran: “No desde entonces”.
    Y la mirada de Mauro recorre, sí, la biblioteca, vuelve a ponerse de pie, ahora, se acerca hasta los primeros volúmenes y sobrevuela los títulos. Pero no lo hace con inocencia ni naturalidad, sino como quien rastrea, quien busca desesperadamente un ancla o una salida. En realidad sólo persigue las huellas de otro tiempo; uno en el que fueron felices, en el que todos –ellos dos, Lucía, el resto- fueron parte de la misma cosa. Mauro observa los lomos de los libros ahora con dulzura, con cercanía, con nostalgia; luego con desencanto o algo parecido al dolor. Lee los nombres –“Kipling”, “London”, “Twain”- y le parece oír la voz del padre de Dino: la primera vez que se los mencionó; la primera vez que los leyeron juntos; las innumerables ocasiones en que se refirieron a ellos en medio del hartazgo de los otros. Lee “Chandler”, y “Blake”, y más allá “Chéjov” y “Gógol”, y otra vez es como si estuviesen los tres: Dino, el padre y él mismo; o es todo lo contrario, en verdad, y así es como lo siente, es un desierto en el que ni siquiera tienen sentido los recuerdos. Un desierto en el que los recuerdos se ahogan. Lee “Maupassant” y es una puñalada; lee “Bierce” y es otra más profunda; lee “Melville” y es el tiro de gracia. Bebe su whisky con lentitud, o con indolencia, mientras regresa a los sillones, y se le ocurre que si el padre de Dino hubiese estado vivo en aquél entonces –tres años y medio atrás- tal vez nada hubiese sucedido. Tal vez; al menos es una ilusión que nadie va a robarle. Y se sienta como si se desplomara, haciendo magia para que el whisky no se vuelque. Y ahora sí, esta vez sí se trata de una pregunta:
     “¿Puedo subir a verla?”

Entonces es como si Dino volviera en el tiempo. ¿Cuántas veces se preguntó a sí mismo si habría podido evitarlo? Pero están todos esos lugares comunes: lo más importante, siempre, es el amor. Acaso sólo se tratase de una amistad adolescente, después de todo. Y sin embargo la habían vivido como si fuese real. Es cierto que a veces no creía en él, como si Mauro estuviese dominado por la imagen que forjaba en los otros, pero en general se le hacía imposible mantenerse ajeno a su influencia. ¿Y por qué debía hacerlo? ¿Eso los hubiera salvado?
    Dino escucha la pregunta de su amigo, de quien en otra época ha sido algo así como un hermano, y se da cuenta de que hasta ahora había olvidado que eran tres.
    Habían sido tres en el pasado, también, cuando su padre les leía en la casi penumbra del living, en el ardor crepuscular del otoño y el invierno y la primavera, al amparo de la pequeña salamandra encendida o apagada, antes de que llegara el verano y los separase por un tiempo, cada año, y luego comienzos de marzo y otra vez las noches interminables, y las lecturas, y los nombres de Stevenson y Poe y London que sonaban a dioses, a figuras irreales extraídas de la Antigüedad. Eran tres cada una de esas noches, aunque pasaran los años; a veces le parecía que su padre hablaba sobre todo para Mauro, en especial luego de que su amigo dijera que sería escritor, pero pronto descubría que no era cierto, que seguían siendo tres y que si su padre a veces le prestaba una atención particular era, precisamente, porque no se trataba de su hijo; porque después de todo sabía que los padres de Mauro lo dejaban demasiado solo; porque de qué otra manera explicar que se la pasara en su casa, que fuera casi otro miembro de la familia.
    Seguían siendo tres, aún, cada domingo, el primer domingo de cada mes. Iban juntos hasta el cementerio, visitaban la tumba, luego caminaban en silencio. Al final hacían unas cuadras, se sentaban en el mismo bar y leían un rato los dos solos, cada uno ensimismado en su libro, cruzando en el mejor de los casos alguna que otra palabra.
    Y habían sido tres, después de todo y fatalmente, aunque ninguno lo supiera al principio. Pero él sí lo sabía, de eso ahora está seguro, aunque durante años se negara a admitirlo, a ponerle palabras, a blanquear el sufrimiento que implicaba, cada vez con mayor intensidad, observar a Mauro y Lucía vivir su vida, exprimir su vida juntos y vislumbrar el comienzo de su vida futura.
    Se ha preguntado cientos de veces cómo sucedió, cómo haberlo evitado, cómo lograr al menos que para el otro fuese un poco más sencillo. Pero ahora es, precisamente, como un soplido leve que atraviesa las hojas y sin embargo se parece a una tormenta, su viejo amigo quien acaba de hacerle una pregunta, segundos atrás o acaso años. edo subir a verla?
     “No creo que sea una buena idea”.
     “Pensé que era justo”.
     “Tal vez lo sea”.
    Dino se pone de pie, a su lado. Evita otra vez sus ojos y, sin embargo, corre el riesgo de posar una mano sobre su hombro. Apenas lo roza; en realidad no termina de apoyarse sino que más bien lo dirige, lo empuja con suavidad hacia la mesa rectangular que ocupa el otro extremo de la sala.
     “Juguemos”, propone, sentándose del lado de las negras.
    Las primeras movidas son rápidas; Dino juega de un modo cauteloso, reparando en que quizá ha sido un error, que su juego ha sido siempre más sólido, más estructural, más lúcido que el de su amigo. Mueve las piezas y es como si algo en él se negara; de ser posible, todas sus jugadas serían peón cuatro rey. Ahora es él quien se detiene en el lomo de los libros; imposible leerlos a esa distancia, aunque de todos modos conoce la disposición de la biblioteca de memoria. Al menos la mayoría de los títulos. En el fondo nada ha cambiado.
    Mauro piensa la próxima jugada; y a pesar de los pliegues en su rostro, de su postura, de los breves pero rotundos gestos de alguien que ha sufrido y claudicado, es él, Dino, el que ha envejecido de pronto, el que ha vivido todos sus años de golpe. Ya no son tres, ni pueden serlo.
    Se demora, Dino, otras ocho o diez jugadas en comprender que ya no lo está dejando avanzar, como creía, sino que puede hacer muy poco, en verdad, para defenderse. El otro prepara su final y él va en busca, esta vez sí, de unos cubos de hielo y una botellita de agua tónica. Vuelve también con una manta, que deja sobre el sillón a la pasada, antes de preparar los tragos. Mauro acepta su vodka, sin decir nada. Apenas tarda otros seis movimientos en derrotarlo.
    Regresan al living.
    Dino comienza un diálogo, pero se interrumpe en mitad de la primera frase. O de la primera palabra.
    El otro levanta los ojos. En seguida comprende que no es necesario, que es más cómodo continuar en silencio, que podría seguir así durante días. Sin embargo dice:
     “Voy a ser padre. Dentro de tres meses”.
    Dino alza las cejas, como entusiasmado y a la vez sorprendido. Está temblando.
     “Fue un accidente”.
    Alza las cejas, Dino, alza el vaso, alza los ojos hacia afuera, primero, hacia la oscuridad que cada vez es más tenue.
     “Apenas la conozco. En realidad pienso irme”.
    Y luego hacia la biblioteca, hacia los libros cuyos lomos están escritos ahora en arameo, en persa, en chino.
    No es capaz de reconocerlos, pero en cambio sí oye la voz de su padre, leyéndolos todos a la vez, como un zumbido que al principio es ensordecedor pero pronto se convierte en un susurro, en una canción que lo adormece y que ha hecho que otra vez el tiempo se le vaya de las manos.
    Todavía es de noche, y Mauro se ha quedado dormido. Mientras le escribe unas líneas, rogándole afectuosamente que deje la casa temprano, recuerda otra nota, una que dejó su padre y que sólo contenía dos frases. En la primera se disculpaba, a su manera. Y después: “Es como si se hubiese muerto el dios que había en mí”.

Ha dejado encendida una luz muy tenue; ha introducido la nota dentro de un volumen de relatos de London, asomando apenas de entre las páginas; se ha dirigido luego al escritorio, al que fuera en verdad el escritorio de su padre, ha tomado las dos escopetas del armario y el pequeño revólver que se escondía en un cajón. Ha subido a continuación la escalera, muy despacio para evitar el menor ruido, y al entrar en su habitación se ha puesto de rodillas, escondiendo las armas con cuidado bajo la cama y disimulándolas con unas mantas viejas.
    Ha levantado la sábana, sigilosamente, y ha admirado el cuerpo de esa mujer, vuelto hacia el otro lado y, tal como preveía, por completo desnudo. Se ha quitado la ropa también él.
    Y ahora se acuesta, junto a ella. Le acaricia la espalda, el culo, las piernas. Y empieza, ahora, ahora mismo, antes de que la noche se disuelva.

José María Brindisi (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Perdido, por José María Brindisi


Nos lo enseñó de sobra la literatura norteamericana: lo esencial de un relato es aquello que ya sucedió, y lo que ocurrirá en breve, en un rato, unas horas, un par de días. ¿Qué habrá querido fotografiar la china Li Hui, en qué habrá pensado, hacia dónde la habrá arrastrado luego la contemplación de esa imagen? ¿Se trata de alguien que llega a alguna parte, o acaso alguien que huye, o simplemente alguien que anda por ahí, sin tener conciencia de cuál fuerza es más poderosa, si aquella que lo expulsa o bien el canto de sirena de algún nuevo abismo? El hombre o mujer de la foto atraviesa la niebla, o se pierde en ella. Es una alucinación, y como tal quizá sea un recuerdo.
    ¿Cuántas veces recordamos en las imágenes de otros, en las vidas de terceros cuya suerte poco o nada representa? La nostalgia es un enemigo, pero un enemigo al que es preciso abrazar para que no se salga de su cauce. En qué medida, me pregunto, un abrazo puede significar todos los abrazos que alguna vez dimos, pero también –sobre todo- aquellos que nunca llegaron a concretarse.
     Un tipo suelto en la niebla. Le deseamos que se pierda, que se anime a caminar sin certezas. Que se convierta en una isla. Que no se apure. Que no lleve la muerte en la espalda.
     Le pedimos que se aleje, que nos deje a solas con nuestros fantasmas.
    Los míos son infinitos. Aquella vez que desconfié, y después llegó la enfermedad. Una mirada. Dos palabras que no dije, una carta que escribí y jamás envié. Las voces, los gestos, los cuerpos, el odio. Todo lo que es parte de uno, y atraviesa con nosotros el tiempo, perdido o salvado. Todo eso.
    Todo lo que no se puede dejar atrás.

José María Brindisi (Buenos Aires)
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NOTICIAS DE AYER

Vidas de bolsillo: Salvatore Giuliano, por José María Brindisi


Las cuestiones de la Mafia suelen ponernos en aprietos. Por un lado está la famosa estetización de la violencia, que nos transporta a un lenguaje poético y esconde por un rato la verdad de las cosas. Por otro, la nobleza y el sentido de justicia de ciertos personajes emblemáticos de la literatura y el cine, de quienes olvidamos pensar que, en el mejor de los casos, se nos muestran como la excepción y no la regla. No menos problemática o confusa resulta la extensión vulgarizadora del término “mafioso”, aplicable a más o menos cualquier matón de barrio, para el que no existe otro código que el del beneficio propio. Películas como El padrino o Érase una vez en América construyen la dimensión mitológica de sus protagonistas a partir de la idea de que son víctimas o productos de, y a la vez, quienes fracasan en el intento de construir, para ellos y para los suyos, un mundo mejor. A mitad de camino entre la realidad y la invención, cuando los admiramos estamos descansando silenciosamente en su mito, alimentándolo al menos como una posibilidad, al fin y al cabo valiéndonos de él para lavar nuestras culpas, o nuestras contradicciones.
    La historia de Salvatore Giuliano es uno de esos ejemplos que nos obligan a revisar nuestras ideas, o aceptar con dolor que la realidad es con frecuencia mucho menos romántica de lo que queremos creer, y mucho más perversa. Norman Lewis, ese viajero y cronista extraordinario de origen británico, la revisa en detalle en el libro que dedicó, allá por la década del ´60, al crimen organizado siciliano, cuyo título es la denominación que los mismos “hombres de respeto” se dieron a sí mismos: La Honorable Sociedad.
    En el libro, que toma como punto de partida el desembarco de las tropas aliadas sobre el final de la Segunda Guerra Mundial (un lazo que se extendió a diversos ámbitos y permitió a las cúpulas mafiosas valerse de los servicios prestados a la causa para fortalecer sus dominios), Lewis desarrolla durante varios capítulos vida, obra y muerte de Giuliano, quien a los veintitrés años era llamado “el rey de Montelepre” y considerado el bandido siciliano más famoso de todos los tiempos. Giuliano no era un mafioso, claro, sino un ladrón; el líder de una banda que, como otras tantas, se refugiaba en las montañas, y que sostenía su convivencia con la Mafia a partir de la sectorización de su accionar, es decir: mientras dejaran al campo y a la nobleza en paz, podían actuar con cierta libertad. Pero Giuliano era, también, a pesar de la crueldad de sus procedimientos y de la arbitrariedad con que tomaba ciertas decisiones, una suerte de Robin Hood, que repartía el botín entre su gente y, hasta donde podía, se hacía cargo de sus preocupaciones.
    Algo en esa fidelidad, junto a su notable capacidad de organización y de mando, hizo que los capos -con el omnipresente y sin embargo casi invisible Calógero Vizzini a la cabeza- observaran en él al hombre que les despejaría el terreno y los libraría, a fines de la década del ´40, de buena parte de sus preocupaciones. Luego de dar por perdida la batalla separatista, la ubicuidad de los jefes de la Mafia hizo que comprendieran, más temprano que tarde, la necesidad de deshacerse de las huestes campesinas, quienes les habían servido de apoyo pero ahora eran, a partir del crecimiento del Frente Popular, un verdadero lastre. Giuliano, que había comenzado enfrentándose a la Mafia, decidió de un momento a otro cruzar la línea, y de líder campesino se convirtió en una suerte de líder paramilitar. Entre los episodios tristemente célebres que protagonizó entonces, acaso el más terrible fue el asesinato de once campesinos (muchos otros resultaron heridos) el 1º de mayo de 1947, durante la procesión a Portella della Ginestra, luego de que se votara, en forma masiva, la reforma agraria.
    Como suele suceder con los héroes sombríos, Giuliano fue traicionado por uno de los suyos, y quizá radique en ello su mayor derrota (y el mayor triunfo de la Mafia). De los testimonios de la época se desprende la sensación de que no sólo lo intuyó, sino que hizo poco por evitarlo.
    El traidor se llamaba Gaspare Pisciotta, y era nada menos que el lugarteniente de Giuliano, además de su primo. Lewis lo describe como un hombre guapo, “a su modo oscuro y asiático. Podía fingir una sinceridad que engañaba a casi todo el mundo, era muy ingenioso e impresionaba con su sentido del humor sardónico”. Se dice que Pisciotta tuvo un último gesto de dignidad, negándose a aceptar dinero, y exigiendo únicamente una amnistía en su favor. La noche del 4 de julio de 1950 se apareció en la guarida de su jefe, allí donde muchas veces se habían escondido juntos. Discutieron, hicieron planes, se fueron a dormir. A las tres y algo de la mañana se oyeron dos disparos, y Pisciotta salió totalmente alterado, con el arma en la mano. Huyó en un auto. A continuación los policías que le hacían de apoyo, temerosos de que reviviera, se encargaron de rematarlo. De todos modos, el Giuliano que se ganó el respeto y la admiración de su gente, entre otras cosas porque supo y quiso protegerla de los abusos y las atrocidades de la Mafia, llevaba muerto ya bastante tiempo.

José María Brindisi (Buenos Aires)
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APUNTES

Cary Grant, por José María Brindisi


Iba a escribir: “Cary Grant fue un revolucionario”. Me pareció una frase tonta y efectista, basada en la imagen exterior de Grant, o en el lugar común de su aspecto físico que, en verdad, sólo toma en cuenta una de sus facetas (y hace a un lado, por ejemplo, la tristeza profunda que sabía transmitir como pocos). La frase es tonta, y no pude encontrar otra que la reemplace: sin embargo, aunque no estemos hablando de empuñar un arma ni nada que se le parezca, lo cierto es que el actor de origen británico tomó decisiones muchas veces aun más peligrosas, y sobre todo vivió, como pocos en su época, la vida que tenía ganas de vivir.
    Cuando el 7 de abril de 1970 Grant recibió un postergadísimo Oscar en reconocimiento a su –inmensa- trayectoria, el episodio evidenciaba no sólo las injusticias, caprichos, animosidades, ridículos y demás malformaciones de los sagrados –para la industria- premios de la Academia de Hollywood, sino que también era el último eslabón, con algo así como un agridulce happy end, de una tortuosa relación que marcaría o modificaría para siempre el funcionamiento de diversos paradigmas dentro de ese sistema. Basta con pensar, por ejemplo, en Woody Allen: aunque el tipo menospreciara los premios y le fuese imposible –como todos saben- faltar un solo lunes a sus célebres tertulias jazzísticas, la Academia aprendió la lección y le dio una parte de la torta que se merecía.

    La lista de las películas emblemáticas que protagonizó Cary Grant, es decir uno de los tres o cuatro actores más importantes de la época gloriosa del cine de Hollywood (décadas del ´30, ´40 y ´50), es en verdad interminable, pero una pequeña muestra sirve para iluminar rápidamente el equívoco: La Venus rubia (de Josef Von Sternberg); La fiera de mi niña, Luna nueva, Sólo los ángeles tienen alas y Me siento rejuvenecer (dirigidas por Howard Hawks); Vivir para gozar e Historias de Filadelfia (ambas de George Cukor); Arsénico por compasión (de Frank Capra); Operación Pacífico (Blake Edwards); Charada (Stanley Donen); Tú y yo (Leo Mc Carey); Sospecha, Encadenados, Atrapa a un ladrón y Con la muerte en los talones (todas de Alfred Hitchcock). No sólo no recibió ningún Oscar, sino que apenas fue nominado dos veces: en 1941, por Serenata nostálgica (de George Stevens), y en 1944 por Un corazón en peligro (Clifford Odets). En ambos casos, como señala Marc Eliot en la extraordinaria biografía que le dedicara a Grant hace menos de una década, se trata de películas filmadas durante la Segunda Guerra Mundial, cuando escaseaban las figuras masculinas y para sostener el prestigio del todavía flamante galardón hubo que recurrir incluso al enemigo.
    El libro de Eliot cuenta con todo detalle las razones, o los hechos que alimentaron tal cortocircuito. Y el origen de todo se halla en un arriesgado, por no decir suicida, gesto de independencia: cuando en 1937 finalizó el contrato que lo unía a la Paramount, Grant, disconforme con el sueldo que percibía pero asimismo resentido porque se habían negado a “prestarlo” a la Metro en una ocasión, decidió rechazar los ofrecimientos que le llovían de todas partes y mantenerse en solitario, cobrando por cada película. Hay que situarse en contexto: por entonces, tanto las grandes estrellas como el último asistente técnico, todos trabajaban en relación de dependencia. Esa dependencia era frágil pero absoluta (cristalizada en un cheque semanal), y resulta significativo saber cuál fue la reacción de los grandes estudios cuando los sindicatos comenzaron a actuar y por lo tanto amenazar su poder: crearon, justamente, la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, que como se ve no perseguía objetivos artísticos sino, para ser bondadosos, estrictamente económicos. Como señala Eliot: “El objetivo de los premios era apaciguar a los trabajadores que buscaban beneficios más prácticos, como mejores salarios, seguridad laboral, cobertura sanitaria y planes de jubilación”. El atrevimiento de Grant, que apenas conocía un antecedente (el de Charles Chaplin, que pronto creó otro estudio), provocó lógicamente la ira de los Mayer, Zukor y demás magnates.
    Esa suerte de beligerancia permanente acompañó el resto de la carrera de Grant, que desafió a los estudios a cada rato iniciándoles juicio por motivos de relevancia muy diversa. Pero un elemento determinante para que Grant fuese un personaje incómodo fue, sin duda, su relación con el actor Randolph Scott, a quien lo unió una estrechísima amistad, no exenta de sus componentes sexuales. Hay que decir que Grant lucía su bisexualidad con absoluto desparpajo (y sin dar explicaciones, ni siquiera a sus esposas), lo que paradójicamente lo volvía en él un hecho de lo más natural.
    Gregory Peck fue elegido presidente de la Academia, en 1966 –el año del retiro definitivo de Grant-, y entonces pareció que por fin las cosas tomaban un cauce justo. Sin embargo, los popes vetaron la idea, y recién aceptaron concederle un Oscar honorífico en 1970, cuando a instancias de Peck el rebelde Cary Grant se reincorporó a la Academia. Fue lo más cerca que estuvo de un pedido de disculpas, por otra parte irrisorio.
    Cuando un par de meses antes de la entrega de los Oscar surgió un imprevisto escándalo sexual que salpicó a Grant (una demanda por paternidad que luego se evaporó), para medio mundo era evidente que los miembros más conservadores de la Academia le habían tendido una trampa. A principios de abril, Grant todavía dudaba; antes de eso, había convencido a su amiga Grace Kelly de que desistiera de entregarle la estatuilla, para no verse envuelta en una situación farragosa. Fue Howard Hughes, otro íntimo amigo suyo, quien lo convenció. Y lo hizo a su manera: primero citándolo en uno de sus hoteles de Las Vegas, para mantener no obstante una conversación estrictamente telefónica; luego, filtrando la noticia casi de inmediato al periodismo, para que una vez que se hiciera público el sí definitivo de Grant éste no pudiese arrepentirse.
    Fue así que otro ícono, Frank Sinatra, le entregó a Grant aquella noche el Oscar, “por la mera genialidad de sus interpretaciones”. Mucho antes de eso, Grant, en realidad Archibald Leach en su Bristol natal, había dicho: “Todo el mundo quiere ser Cary Grant: incluso yo quiero serlo”. Con unas pocas excepciones, tenía toda la razón.

José María Brindisi (Buenos Aires)

El último libro de Brindisi es la novela Placebo, Buenos Aires, Entropía, 2011
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PIES DE IMAGEN

Un disparo, por José María Brindisi


Ellas viven, necesariamente, en el pasado. De lo contrario no estarían sonriendo, despreocupadas, llevándose el mundo a rastras, aunque el mundo sea en esencia ese que observarán y mostrarán y acariciarán en las instantáneas de álbum de un pasado que tal vez se parezca en algo, al menos, al que imaginan.
    Ellas viven en el pasado porque el presente, eso que era hasta hace un instante, ha dejado de ser, o es un sonido remoto y asfixiante. Viven en el pasado porque es la única realidad que las justifica.

    La figura del fondo, en cambio (¿se puede escribir esa frase, “figura del fondo”, sin pensar en Velázquez?), ya tiene los dos pies en el futuro. No lo sabe, pero ya está tras las rejas, añorando ese otro momento, esa noche en la que podía ver con claridad un futuro distinto: un futuro con cuentas claras, despejado, en el que sin duda debiese una muerte pero que nadie fuese a cobrársela. No así: no sin un arma. No de este modo tan humillante, perversamente fatigoso, en el que sólo hay futuro porque el resto carece de sentido.
    El fotógrafo es, al fin, el único capaz de detener el tiempo: esa imagen es puro presente, y es lo único que tiene.
    La foto apereció en el diario Clarín, y en todo el planeta, hace algunos meses, apenas unas horas después de haber sido tomada en la casi siempre pacífica Costa Rica. Podemos imaginar el paisaje, o asimilarlo fácilmente a otros (para algo sirven los clichés); podemos adentrarnos en esa noche, dándole vida a los protagonistas, rodeándolos de extras y contingencias varias; podemos intuir la violencia, incluso escucharla, y poner blanco sobre negro en el cauce de la tragedia. Pero lo que resulta imposible, lo que inquieta, es conocer la verdad, es decir: cuál era la verdad del fotógrafo, en qué momento pasó de víctima a justiciero.
    El asesino parece entrar perfectamente en cuadro. ¿Le habrá alcanzado el tiempo para verlo? Es otra vez la historia del cazador cazado, pero lo fascinante es ese último segundo en el que tal vez, porque la poesía lo pide y la realidad a veces se presta, tuvo que elegir entre la posibilidad de salvarse o, aunque las palabras no acudieran a su mente, convertirse en alguien. La diferencia no es menor: es la que separa la fatalidad triste y desencantada de una muerte anónima de una ínfima porción de tiempo en la que un hombre, puro presente, tiene el valor de elegir su destino.

José María Brindisi (Buenos Aires)
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A propósito de Carancho, de Pablo Trapero, por José María Brindisi


Cuando hace algunos años -pocos, muchísimos- murió Fabián Bielinsky, mi primer pensamiento fue del todo egoísta: van a pasar dos o tres décadas, me dije, cuatro, para que aparezca otro como él. Si es que sucede. Uno como él quería decir: alguien que piense el cine de ese modo, con esa amplitud de criterio, con esa libertad expresiva y esa ambición, y que al mismo tiempo sea terrible, extremadamente riguroso (aunque él mismo le haya confesado a todo aquel que quisiera escucharlo que sus películas contenían, en particular Nueve Reinas, numerosos errores). Apenas dos películas y el tipo había logrado imponer esa sensación, ese registro en los otros, con absoluta naturalidad. Pensé eso y me sentí culpable, más bien mezquino, más bien me sentí cansado, asqueado de mí mismo y del modo en que muchas veces necesito darle un contexto a las cosas para que tengan algún sentido. Pero cuando la culpa se disipó, cuando la muerte de Bielinsky terminó de volverse un hecho irreversible, entonces volvió a tomar forma la primera sensación, sólo que ahora despojada de egoísmo: simplemente la pena, la pena por las películas que no fueron, porque el pobre Bielinsky no pudo irse a dormir el resto de las noches de lo que debió ser una larga vida con la satisfacción, con el orgullo sin soberbia, con la placidez que debe producir haberle dado forma a una obra que debía ser, que empezaba a ser, insoslayable.
    Con la excepción de Lucrecia Martel, aun en sus momentos menos convincentes, ver cine argentino me produce, en el mejor de los casos, una añoranza profunda y dolorosa. No porque no haya buenas películas, que las hay, sino por la percepción continua de algo que se ha frustrado, algo que está lejos, a veces cada vez más lejos, de su forma definitiva, de una forma definitiva que luego es reemplazada por otra. Y el caso de Pablo Trapero es, en ese sentido, todo un símbolo. Recuerdo los días previos al estreno de su primera película, Mundo grúa. Luego del impacto de su premio en Venecia y de todo el revuelo posterior, Trapero estaba ansioso de que la película se estrenara sobre todo porque le temía al efecto bola de nieve; venía hablándose tanto de ella, que resultaba casi inevitable que la mayoría de los espectadores se sintieran, al fin, decepcionados. Pero aunque algo de razón tuvo, a uno le quedaba la sensación de haber visto una pequeña maravilla, y por encima de ello la intuición de que había ahí una mirada, una sensibilidad, un modo de decir y pensar el mundo que parecía intraducible. Uno deseaba que pasara el tiempo rápido para llegar a su tercera o cuarta, es decir al momento de la obra maestra.
    Eso no sucedió y, mucho me temo, no sucederá. Luego de seis películas uno se pregunta qué quedó de aquello, de eso que en última instancia dejaba ver un irrefrenable amor por el cine. De la singularidad y autenticidad de Mundo grúa, e incluso -con sus bemoles- El bonaerense, a la despersonalización absoluta de un film como Carancho, al que sólo un monstruo de la actuación como Ricardo Darín puede volver soportable, y por momentos hasta creíble. Hay algo que se perdió en el camino, y que ni siquiera fue reemplazado por el oficio; doscientos directores norteamericanos anónimos, de esos cuyos nombres jamás recordaríamos, la hubiesen hecho mejor, con un timming más aceitado, con un acercamiento a los personajes más realista, y muy particularmente con una resolución de la trama mucho más noble. Ninguno hubiese logrado una obra maestra, claro, pero tampoco nos hubiese dado jamás motivos para soñarlo.
    Recuerdo otro reportaje, apenas unos pocos años después de aquel otro, en el que Trapero decía, con increíble naturalidad, que en realidad él veía muy poco cine. Me pregunté entonces, y me pregunto ahora, si no fue ésa la clave de su renunciamiento, si no es lógico que ocurra lo que ocurrió más tarde; alguien que parece haber renunciado a sus ambiciones, como si en realidad tuviese más ganas de ser director de cine que de aquello que debería estar antes y ser siempre, se me ocurre, lo más importante: las ganas de hacer películas, o más bien, las ganas de hacer algún día una película que le cambie la vida al menos a una persona.


José María Brindisi (Buenos Aires)

Otras notas de Brindisi en EdM: https://escritoresdelmundo.com/search/label/Brindisi
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MAPAS COMPARTIDOS

Cuaderno de trabajo: La primera hora, por José María Brindisi.


ada día se me hace más evidente la idea de que el placer viene de la mano de la angustia. Me pregunto en qué momento mi cabeza dejará de funcionar a diez mil revoluciones y entonces me abandonará esta sensación opresiva de que cada vez tengo más hambre, más ganas o en verdad la urgencia de saber más cosas, de hacer más, de leer y tratar de entender y buscar y buscar.
    Me pregunto si tengo el deseo de que eso ocurra alguna vez, o sólo me estoy engañando.
    Me pregunto en qué medida ese estribillo molesto dejó de ser un susurro y se transformó sin aviso en un grito rabioso sólo porque marqué, hace unas cuantas semanas, los cuarenta.
    En qué medida me volví un idiota que con frecuencia, después de veinticinco años -es decir, desde que muriera mi viejo-, piensa en que sí, él también se va a morir. Yo también voy a morirme, pienso; acabo de entrar en la segunda mitad, y eso no es más que una siniestra cuenta regresiva.
    Y sé que el mejor momento es por la noche, porque al día siguiente todo parece posible.
    Y también sé, cada día, que todo se juega por la mañana: es el momento de decidir, de renunciar a unas cuantas cosas y proponerme ganar un par de batallas. ¿Me encierro a trabajar, o espero a que mi hija se levante para desayunar con ella? ¿Soy capaz de olvidarme de todo, de posponer momentáneamente, otra vez, la insoportable idea de convertirme en el mejor escritor del mundo?
    Así transcurren las primeras horas, o así bullen en mi interior mientras me hago el distraído.
    Y entonces, más tarde, nunca puedo saber cuándo pero llega, hay un instante, huidizo, una especie de revelación vulgar: no es otra cosa que la libertad que traen las renuncias, me digo.
    Y luego pienso: ya llegará el tiempo de hacer cuentas.

José María Brindisi (Buenos Aires)

Su último libro es Frenesí (2006)
https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-3733-2006-09-09.html



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APUNTES

Sobre Casa de Ottro (2009) de Marcelo Cohen, por José María Brindisi


A Marcelo Cohen le gusta incomodar a sus lectores. Nunca la habían tenido demasiado fácil, pero en los últimos tiempos es como si se hubiese engolosinado: Casa de Ottro es –luego de Donde yo no estaba- el segundo intento de Cohen de narrar no ya un episodio, ni siquiera una vida, sino un mundo. Aunque en su caso habría que decir un  sistema; un novelón de más de cuatrocientas páginas que resulta más y más adictivo, pero de un modo perverso: no queremos saber cómo termina porque no tenemos ni idea de hacia dónde va. Pero ese mundo o sistema ideado por Cohen es como un pulpo, que nos abraza y nos obliga a volver a su centro una y otra vez. Una droga perfecta. Y en ese ir y venir, de a poco, a partir de un estilo que no deja nunca de ser interrogativo porque exige que hagamos nuestra parte, una cancioncita va desplegando su estribillo: no es otro mundo, idiota, es éste.

José María Brindisi (Buenos Aires)



Sobre Marcelo Cohen: https://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=832801
Sobre José María Brindisi: https://www.abanico.org.ar/2007/05/brindisi.carne.html 
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