Ellas viven, necesariamente, en el pasado. De lo contrario no estarían sonriendo, despreocupadas, llevándose el mundo a rastras, aunque el mundo sea en esencia ese que observarán y mostrarán y acariciarán en las instantáneas de álbum de un pasado que tal vez se parezca en algo, al menos, al que imaginan.
Ellas viven en el pasado porque el presente, eso que era hasta hace un instante, ha dejado de ser, o es un sonido remoto y asfixiante. Viven en el pasado porque es la única realidad que las justifica.
La figura del fondo, en cambio (¿se puede escribir esa frase, “figura del fondo”, sin pensar en Velázquez?), ya tiene los dos pies en el futuro. No lo sabe, pero ya está tras las rejas, añorando ese otro momento, esa noche en la que podía ver con claridad un futuro distinto: un futuro con cuentas claras, despejado, en el que sin duda debiese una muerte pero que nadie fuese a cobrársela. No así: no sin un arma. No de este modo tan humillante, perversamente fatigoso, en el que sólo hay futuro porque el resto carece de sentido.
El fotógrafo es, al fin, el único capaz de detener el tiempo: esa imagen es puro presente, y es lo único que tiene.
La foto apereció en el diario Clarín, y en todo el planeta, hace algunos meses, apenas unas horas después de haber sido tomada en la casi siempre pacífica Costa Rica. Podemos imaginar el paisaje, o asimilarlo fácilmente a otros (para algo sirven los clichés); podemos adentrarnos en esa noche, dándole vida a los protagonistas, rodeándolos de extras y contingencias varias; podemos intuir la violencia, incluso escucharla, y poner blanco sobre negro en el cauce de la tragedia. Pero lo que resulta imposible, lo que inquieta, es conocer la verdad, es decir: cuál era la verdad del fotógrafo, en qué momento pasó de víctima a justiciero.
El asesino parece entrar perfectamente en cuadro. ¿Le habrá alcanzado el tiempo para verlo? Es otra vez la historia del cazador cazado, pero lo fascinante es ese último segundo en el que tal vez, porque la poesía lo pide y la realidad a veces se presta, tuvo que elegir entre la posibilidad de salvarse o, aunque las palabras no acudieran a su mente, convertirse en alguien. La diferencia no es menor: es la que separa la fatalidad triste y desencantada de una muerte anónima de una ínfima porción de tiempo en la que un hombre, puro presente, tiene el valor de elegir su destino.
José María Brindisi (Buenos Aires) Imprimir
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