Sucede con frecuencia que, cuando alguien muere, saquemos conclusiones equivocadas. Como si esa derrota final fuese la única verdad posible, olvidamos que muchas veces la muerte se pudo haber precipitado en infinidad de episodios anteriores, y que el resto del tiempo se trató de una suerte de epílogo, breve o interminable. Desde esa perpsectiva, es indudable que el mítico George Plimpton, alma mater de la también mítica –bueno, es la historia del huevo o la gallina- The Paris Review, debió haber muerto muchísimo tiempo antes, y no aquel 25 de septiembre de 2003, apenas unos meses después de que se cumplieran 50 años ininterrumpidos de la salida de la revista, un hito difícil de igualar, y de comprender en su justa medida.
Plimpton había atravesado innumerables situaciones límite, o al menos sumamente peligrosas, incluso inverosímiles, como cuando apareció de casualidad junto al demente Sirhan ben Sirhan, tomándolo del cuello y quitándole el arma, luego de que éste disparara contra Bobby Kennedy (Norman Mailer dijo alguna vez que él hubiese escrito una novela de mil páginas aprovechando el suceso, y que Plimpton se daba el lujo de ni siquiera mencionarlo). Aficionado a los toros, años atrás había salvado el pellejo propio y el del Agha Khan IV –líder religioso musulmán de la India, aunque éste aún no había sido designado por su abuelo como sucesor- durante una suelta en Pamplona (en agradecimiento por ello, el Agha Khan financiaría la revista durante unos cuantos años, hasta su mudanza a Nueva York). Y a raíz de sus múltiples intereses, que derivarían luego en el desarrollo de todo un estilo periodístico-literario, pero asimismo un estilo de vida, se había metido bastante seguido en la boca del lobo interviniendo en diversas prácticas deportivas con una pasión que habría que calificar, cuanto menos, de suicida: entre tantísimos episodios similares, y pagando siempre un alto costo -roturas varias-, había jugado profesionalmente al fútbol americano durante una temporada para los Detroit Lions -a los 36 años-, y había sido sparring en algunas sesiones de entrenamiento de, nada menos, Archie Moore (con Miles Davis como testigo). Ah: también fue domador de leones.
Pero, por supuesto, fue antes que nada director hasta su muerte de The Paris Review, una publicación cuatrimestral que se volvió tremendamente influyente, cuyas páginas estaban vedadas a la crítica y que en cambio abría sus puertas a nuevos y fervorosos escritores como Jack Kerouac o Philip Roth. Aunque el caballito de batalla de aquellos primeros tiempos fueron, sin duda, los sustanciosos y larguísimos reportajes en los que plumas consagradas deconstruían –cuando estaban de humor- su universo y compartían con los lectores algunos de sus secretos. La sección se llamó “El arte de la ficción” (sigue vigente: en el último número el protagonista es William Gibson), y durante el primer año, a sabiendas de que necesitaban un incontrastable golpe de efecto, entrevistaron a Ezra Pound, Ernest Hemingway (lo hizo Plimpton) y William Faulkner. Una lista que más adelante engordaría con Nabokov, Yourcenar, Greene, Durrell, Miller, convirtiéndose así en referencia ineludible.
Junto con la revista, que entre sus editores contaba con muchachos de la talla de William Styron y Peter Matthiessen (compañero de escuela de Plimpton), lo que rápidamente se transformó también en un mito fue su círculo de pertenencia, es decir todo aquello que sucedía alrededor de su núcleo central y que básicamente quería decir: ir de fiesta en fiesta. Esa efervescencia se trasladó de París a Nueva York, ya a comienzos de los ´60, y fue allí donde el departamento de Plimpton se convirtió, a la par que en sede de la redacción de la revista, en algo así como el centro del mundo. Era frecuente que uno se encontrara allí con gente como Mailer, Roth, Terry Southern, Irving Shaw, o a una vieja amiga de Plimpton que desde hacía un tiempo era conocida con el nombre de Jackie Kennedy.
Uno de los retratos más notables de esa época, aunque también de los más amargos, fue escrito en aquellos días por Gay Talese, un cronista por lo general exquisito. Casi cinco décadas más tarde, Talese –oriundo de Nueva Jersey- es él mismo una suerte de mito del periodismo activo, alguien que ha sido uno de los actores centrales de esa revolución silenciosa que en su momento se conoció como “nuevo periodismo”. Ha sido el autor de algunas piezas maravillosas, como los célebres retratos que hizo de Frank Sinatra o Joe Louis, si bien de vez en cuando también se ha embarrado hasta el cuello (un caso notorio es el reportaje que hizo sobre Borges, reeditado hace poco por el suplemento literario del diario El País, promocionado como la octava maravilla pese a no decir absolutamente nada, y en el que Talese se refiere a Borges cuatro veces como “doctor”, vaya uno a saber a cuento de qué; a propósito de ello, hay que decir que este tipo de episodios, muy repetidos, ponen en su justa perspectiva al periodismo cultural –por caso- argentino, que no será la gloria pero que con frecuencia es juez y parte de una autocrítica despiadada). El artículo que escribió sobre Plimpton y su grupo es parte de un volumen imperdible, Retratos y encuentros, que reúne algunos de sus textos más logrados, y es en sí mismo una pieza de colección porque refleja, en tantísimos detalles, el espíritu de una época que ya no puede repetirse. Basta imaginar hoy en día, por ejemplo, a una cuadrilla de árabes corriendo desenfrenadamente por París, pegando en cualquier parte afiches para promocionar la revista.
Con todo, y a pesar de que Talese menciona de vez en cuando la brillantez y buen gusto de Plimpton y los suyos, lo cierto es que por lo general la lectura de su crónica deja una sensación agridulce: la distancia o el pedestal desde el que los retrata los hace ver como protagonistas de una estudiantina, y a nosotros como espectadores estúpidos. El título de la crónica es por cierto bastante significativo: Buscando a Hemingway. Esos muchachos perdidos en París, fingiendo una tristeza que no les pertenecía; luego, en Nueva York, otra vez fuera de foco, haciéndose los distraídos como si no supiesen que dentro de poco empezarían, uno a uno, a cumplir los cuarenta, y que tarde o temprano las fiestas se acabarían. Aunque Talese no podía leer el futuro, las fiestas no acabaron. Y las casi seis décadas de vida de The Paris Review alcanzan para darle la espalda, o para borrarle definitivamente la sonrisa.
José María Brindisi (Buenos Aires)
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