Cuando hace algunos años -pocos, muchísimos- murió Fabián Bielinsky, mi primer pensamiento fue del todo egoísta: van a pasar dos o tres décadas, me dije, cuatro, para que aparezca otro como él. Si es que sucede. Uno como él quería decir: alguien que piense el cine de ese modo, con esa amplitud de criterio, con esa libertad expresiva y esa ambición, y que al mismo tiempo sea terrible, extremadamente riguroso (aunque él mismo le haya confesado a todo aquel que quisiera escucharlo que sus películas contenían, en particular Nueve Reinas, numerosos errores). Apenas dos películas y el tipo había logrado imponer esa sensación, ese registro en los otros, con absoluta naturalidad. Pensé eso y me sentí culpable, más bien mezquino, más bien me sentí cansado, asqueado de mí mismo y del modo en que muchas veces necesito darle un contexto a las cosas para que tengan algún sentido. Pero cuando la culpa se disipó, cuando la muerte de Bielinsky terminó de volverse un hecho irreversible, entonces volvió a tomar forma la primera sensación, sólo que ahora despojada de egoísmo: simplemente la pena, la pena por las películas que no fueron, porque el pobre Bielinsky no pudo irse a dormir el resto de las noches de lo que debió ser una larga vida con la satisfacción, con el orgullo sin soberbia, con la placidez que debe producir haberle dado forma a una obra que debía ser, que empezaba a ser, insoslayable.
Con la excepción de Lucrecia Martel, aun en sus momentos menos convincentes, ver cine argentino me produce, en el mejor de los casos, una añoranza profunda y dolorosa. No porque no haya buenas películas, que las hay, sino por la percepción continua de algo que se ha frustrado, algo que está lejos, a veces cada vez más lejos, de su forma definitiva, de una forma definitiva que luego es reemplazada por otra. Y el caso de Pablo Trapero es, en ese sentido, todo un símbolo. Recuerdo los días previos al estreno de su primera película, Mundo grúa. Luego del impacto de su premio en Venecia y de todo el revuelo posterior, Trapero estaba ansioso de que la película se estrenara sobre todo porque le temía al efecto bola de nieve; venía hablándose tanto de ella, que resultaba casi inevitable que la mayoría de los espectadores se sintieran, al fin, decepcionados. Pero aunque algo de razón tuvo, a uno le quedaba la sensación de haber visto una pequeña maravilla, y por encima de ello la intuición de que había ahí una mirada, una sensibilidad, un modo de decir y pensar el mundo que parecía intraducible. Uno deseaba que pasara el tiempo rápido para llegar a su tercera o cuarta, es decir al momento de la obra maestra.
Eso no sucedió y, mucho me temo, no sucederá. Luego de seis películas uno se pregunta qué quedó de aquello, de eso que en última instancia dejaba ver un irrefrenable amor por el cine. De la singularidad y autenticidad de Mundo grúa, e incluso -con sus bemoles- El bonaerense, a la despersonalización absoluta de un film como Carancho, al que sólo un monstruo de la actuación como Ricardo Darín puede volver soportable, y por momentos hasta creíble. Hay algo que se perdió en el camino, y que ni siquiera fue reemplazado por el oficio; doscientos directores norteamericanos anónimos, de esos cuyos nombres jamás recordaríamos, la hubiesen hecho mejor, con un timming más aceitado, con un acercamiento a los personajes más realista, y muy particularmente con una resolución de la trama mucho más noble. Ninguno hubiese logrado una obra maestra, claro, pero tampoco nos hubiese dado jamás motivos para soñarlo.
Recuerdo otro reportaje, apenas unos pocos años después de aquel otro, en el que Trapero decía, con increíble naturalidad, que en realidad él veía muy poco cine. Me pregunté entonces, y me pregunto ahora, si no fue ésa la clave de su renunciamiento, si no es lógico que ocurra lo que ocurrió más tarde; alguien que parece haber renunciado a sus ambiciones, como si en realidad tuviese más ganas de ser director de cine que de aquello que debería estar antes y ser siempre, se me ocurre, lo más importante: las ganas de hacer películas, o más bien, las ganas de hacer algún día una película que le cambie la vida al menos a una persona.
José María Brindisi (Buenos Aires)
Otras notas de Brindisi en EdM: https://escritoresdelmundo.com/search/label/Brindisi
Imprimir
1 comentario:
Carancho es una película noir. El pedazo del cielo azul hacia el final es tramposo. No hay futúro para el carancho. Más que pelicula es la realidad de San Justo con una corrupción tan pervasiva que escribe el guión. Y la película nos manda a la realidad noir que necesita más cambio que otra madrugada.
Publicar un comentario