El caso es bien conocido: la historia de un hombre al que, durante la ocupación nazi en Francia, le arrebatan la identidad, y a partir de allí su vida se convierte en un infierno. La película es de 1976; la dirigió el gran Joseph Losey, y en los papeles principales estaban Alain Delon y Jeanne Moreau. El título original era falsamente simplón: Mr. Klein. Tratándose de un caso de doble identidad, o mejor dicho de identidades falsas, la austera certeza de ese título se tiñe de una ambigüedad sutil, algo así como la punta del ovillo. Pero el caso es que los distribuidores de entonces, sin duda demasiado preocupados porque las cosas estuvieran bien claritas -conscientes de que las imprecisiones son en el fondo siempre inmorales-, le agregaron al título original un pequeño condimento: pasó a llamarse El otro señor Klein, lo que equivale a contar por anticipado algo así como la mitad de la película.
Los ejemplos son innumerables; sabemos que la subestimación del espectador es el entretenimiento favorito de los distribuidores locales (aunque el mérito no es exclusivo de ellos, para ser justos). Como Notorious no dice nada, incluso el Encadenados con que la rebautizaron los españoles tampoco dice demasiado, en Hispanoamérica se transforma en Tuyo es mi corazón (¡!), un nombre que sin duda fue elegido por alguien que jamás vio la película de Hitchcock, porque no guarda casi ninguna relación con lo que pasa en ella (Cary Grant e Ingrid Bergman se enamoran, sí, pero con eso no alcanza). Como El cielo sobre Berlín es un título tibio, sin gancho, la distribuidora no quiere correr riesgos –ya bastante con que se dignen comprar una del plomo de Wenders- y la llama, como todo el mundo sabe, Las alas del deseo. Convengamos que podría haber sido peor, por caso: Los ángeles que anhelan ser humanos. Si por alguna extrañísima razón deciden no agarrárselas con el título, los subtítulos son un campo fértil en el que pueden desarrollar su arte con absoluta libertad. Como Expiación no es suficientemente explícito ni morboso, por ejemplo, entonces se le da una ayudita: deseo y pecado.
Algunos meses atrás tuvimos aquí un ejemplo interesante respecto de esta cuestión. Cierto es que el cuento de James Thurber, ese que le dio fama, una deliciosa e ingenua pieza de época –para que hoy resulte mínimamente verosímil tuvieron que buscar, para la adaptación, a un bobo como Ben Stiller, es decir convertirla en un grotesco-, tiene un título ya bastante concreto: La vida secreta de Walter Mitty. Ese cuento debió llamarse La vida de Walter Mitty, o cualquier otra cosa, pero sin esa otra dimensión explicitada; sin embargo, el adjetivo no es necesariamente positivo, y eso en parte lo salva. Los distribuidores en español de la película, con todo, no se conformaron: no les alcanzaba con que alguien tuviese un secreto, nada menos que una vida, y que de allí se desprendiera el misterio, y decidieron cambiar el adjetivo por uno más efectista, más efervescente, más hollywoodense, uno que no dejara espacio para la duda: increíble.
Los títulos pertenecen a un campo por lo general subestimado en literatura. Son casi invisibles, para tantísimos lectores; una obligación, o un decorado. Y a pesar de ello ahí están para contar fatalmente todo, o para empezar a hilar el sentido de una historia que, en buenas manos, quizá resignifique ese punto de partida en más de una ocasión. El título es el comienzo y el fin de la historia, y es también su núcleo. Ahí está la mayoría de los cuentos de Chesterton para probarlo: parece que dicen todo, pero cada vez dicen menos; ahí el oxímoron modélico nabokoviano (Pálido fuego), o los más delicados de Burgess (Poderes terrenales o Trémula intención); ahí el engaño de lo cristalino en el Greene de El fin de la aventura o Nuestro hombre en La Habana. Aunque se refiere a algo específico, la última novela de Julian Barnes sirve de excusa para graficar la función que debería tener un título, o al menos sus posibilidades: El sentido de un final. De eso se trata: eso que al principio no termina de ser, que en el camino toma cuerpo y que en el último tramo, quizá, muestra alguna carta nueva. El sentido de un título, entonces, es comenzar a crear sentido. Y sin duda, no insultar al que está del otro lado –de la pantalla o del libro-, que no es tonto, o si lo es no merece que se lo trate como tal.
José María Brindisi
Buenos Aires, EdM, abril 2014
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