ESCRITORES EN SITUACIÓN

Sobre los escritores de culto, por Guillermo Martínez


Hace algún tiempo, en 2012, Guillermo Martínez respondió unas preguntas sobre los “escritores de culto” para una nota de un suplemento cultural. Lo que escribió fue mucho más extenso que las quince líneas solicitadas. Es que el asunto parecía incitar al autor de La muerte lenta de Luciana B. a compartir en cada línea una reflexión y una nueva estocada.

La categoría de “escritor de culto” aparece por la dualidad peculiar de la literatura, que es una disciplina a la vez fácil y difícil. “Fácil” no sólo porque la literatura –íntegra- está al alcance de cualquiera que haya terminado la escuela primaria, sino también porque se ocupa de temas y asuntos que todos creemos conocer y con los que hay una empatía de experiencia y de sensibilidad inmediata: las pasiones, los deseos, las intrigas, las vicisitudes de la vida y la muerte, todo lo que constituye, en fin, el paisaje próximo de lo humano. En contraposición, el aspecto “difícil” de la literatura tiene que ver, por supuesto, con la literatura entendida como un arte, como una larga historia de permanente invención, variación y agotamiento de recursos y de efectos, de teorías, retóricas y géneros. Juzgar a una novela desde este punto de vista exige otro tipo de adiestramiento, requiere iniciaciones literarias y un lector que cargue con el conocimiento de una diversidad de tradiciones literarias, de mecanismos formales, de confrontación de autores y experimentos.
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MAPAS COMPARTIDOS

Ser escritor y los problemas de definición, por Guillermo Martínez


omo con toda palabra asociada a cierto prestigio, el intento de definición se empeña (inútilmente) por recortar lo suficiente o identificar un rasgo que sugiera alguna clase de valor, más allá de la comprobación tautológica de una cantidad de páginas escritas. La palabra es a la vez profunda y trivial, y basta cambiar la entonación para que concurran distintas acepciones o gradaciones para desglosar. En la acepción más llana y democrática un escritor es, me parece, simplemente una persona que se ha dedicado con cierta consecuencia y al menos durante una parte de su vida a escribir. Cualquier otro requisito que se quiera imponer queda de inmediato bajo el fuego de contraejemplos. Por ejemplo: ¿Es necesario haber publicado algo? No: Kafka, o cualquier escritor todavía inédito que acumula manuscritos, o que se limita a escribir por amor al arte. Mi padre nunca publicó en su vida y dejó una obra escrita apabullante. ¿Es necesario haber escrito una cierta cantidad de libros? No: Rulfo y su obra mínima. ¿Es necesario haber escrito durante toda la vida, para recibirlo como título honorífico al final? No: Alain Fournier o Rimbaud. ¿Es necesario ser ungido por la academia? No: Borges ignorado por nuestras facultades hasta 1965 y atacado durante muchos años más. ¿Es necesario tener el reconocimiento de lectores? No: Di Benedetto y su obra tanto tiempo no leída. ¿Es necesario haber sido publicado por un editor? No: otra vez Borges y tantos otros, que se publicaron a sí mismos el primer libro. ¿Es necesario tener alguna formación en particular? No: hay ejemplos de todos los oficios terrestres y Piglia, famosamente, porque quería ser escritor, decidió eludir la carrera de Letras.
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RELATOS

Unos ojos fatigados, por Guillermo Martínez


El hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve lentamente de regreso a su sillón como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable. 

    --Discúlpeme por la hora -me dice-; espero no haberlo despertado. 
    --No, duermo muy poco -lo tranquilizo-. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido llamados. 
    --¿No llaman mucho, entonces? - Sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises. 
    --Sí llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí
    --Entiendo -dijo-: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes? 
    --Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o médicos. 
    --¿Y quiénes lo piden a usted? -su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
    --Ex-académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación "filosófica". 
   --No, no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero filósofo? 
    --Bueno, se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
    --¿"Embajadores"? ¿Así los llaman? - Se sonríe y mueve la cabeza-. A veces pueden ser verdaderamente graciosos. Fueron nueve en total, llevé la cuenta. Son realmente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M'hijita, podría haberlo considerado... hace cien años! 
    --En general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave. 
    --Sí, estoy sano, éso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo- Suspira y deja en la mesa el vasito vacío-. ¿Lo tiene en el maletín? 
    Sus ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa. 
    --No -dice-: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios, en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para recuperar la masa encefálica. 
    --Como usted quiera -digo. Lo dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono mientras doy vuelta con una mano el cuerpo reseco y delgado. Alzo con cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca. 
    --¿Recuperable o irrecuperable? -me preguntan.
    --Recuperable -contesto-. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi colección. 
   --Sólo puede ser algo externo -me advierten. 
    --Los ojos -digo-. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos humanos.

Guillermo Martínez
Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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APUNTES

Originalidad, resolución, escritura, por Guillermo Martínez


Desde hace un tiempo –desde la lectura de Observaciones filosóficas, de Wittgenstein- juego con el proyecto de intentar un retorno a la lectura tal como él se lo propone para el lenguaje, en un estado de ingenuidad “rigurosamente vigilada”. Una exploración paso a paso de textos que alguna vez admiré o desdeñé para prestar atención a los resortes sigilosos, las nervaduras íntimas, de aquello que despertó mi entusiasmo o mi rechazo. Si es claramente imposible establecer cualquier criterio general de valoración para la literatura, quizá sí pueda proponerse este proyecto en apariencia más modesto: hacer inteligible al menos el criterio propio de valoración; llevar al plano racional y compartible de los conceptos, de la argumentación, la impresión estética íntima, inmediata, del orden de la seducción, que constituye el erotismo de la obra, en los términos que reclamaba Susan Sontag.
    Al ejercicio siempre algo forense de la memoria en la búsqueda de esos textos modélicos, sumo la participación reciente como jurado de distintos concursos literarios -los concursos literarios, como señaló Libertella, permiten revelar una morfología básica de la escritura (“los paradigmas narrativos en cuya cárcel se mueve el autor”) (1)-, y noto que distingo antes que nada tres valores:

1. Originalidad: entendida no como mera novedad, sino como aquello que lucha por abrirse paso entre la marea de lugares comunes, de lo ya dicho, de lo que alguna vez fue expresivo y ahora sólo es retórica. La originalidad, en este sentido, debe tener en cuenta necesariamente a la tradición como medida y desafío. A la frase de Conrad “Por el poder de la palabra escrita, hacerte oír, hacerte sentir, hacerte ver” yo agregaría de otro modo.

2. Resolución: que también podríamos llamar maestría en la ejecución. Es decir, la suma de elecciones en cuanto a punto de vista, tono, registros del lenguaje, ángulo, etcétera, que dan la ilusión platónica de que la idea adoptó una forma perfecta y única. La suspensión de la incredulidad es para mí, como lector, ceder a la seducción de una autoridad narrativa.

3. Escritura: no es solamente una herramienta, sino el médium en el que vive el texto. Si no hay ideas originales, ningún alarde de escritura podrá solucionarlo, pero del mismo modo, toda idea languidece si no se manifiesta en la escritura algo también único, hecho y reinventado cada vez de nuevo, la retórica propia de la obra en particular.

    Un plan a futuro: pasar alguna vez con una obra propia estos tres primeros filtros.

Postdata: En un recuerdo de infancia mi padre, también escritor, organiza concursos literarios de entrecasa, y nos califica a los cuatro hermanos en varios ítems, los tres primeros: Originalidad, Composición, Redacción. Qué son Resolución y Escritura sino formas más pedantes y “adultas” de decir Composición y Redacción. Melancólico, pobre, descubierto/ Tu hijo te repite, padre muerto (2).

Guillermo Martínez
Buenos Aires, EdM, octubre de 2011


(1) La cita completa: “Para ponderar más de doscientos novelones en un concurso hay que encontrarles el Aparato invisible, un fraseo sostenido por aquí y por allá, el formulario según el cual se enhebra la anécdota, los paradigmas narrativos en cuya cárcel se mueve el autor.”
Héctor Libertella, La arquitectura del fantasma. Una autobiografía, Santiago Arcos editor.


(2) Versos de Viejo Café Tortoni, de Baldomero Fernández Moreno.


La última novela de Guillermo Martínez es Yo también tuve una novia bisexual, Buenos Aires, Planeta, 2011
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APUNTES

El sumidero de Dios, por Guillermo Martínez


Volví a acordarme de esta pequeña historia cuando escuché hace poco a Stephen Hawkins afirmar en un reportaje que la física llegará muy pronto, quizá en la próxima década, a la teoría unificada de las leyes del universo, con la explicación matemática del momento cero de la creación.
    Volví a acordarme, mientras el periodista le hacía la inevitable pregunta sobre el papel que quedará para Dios, de las clases de Cosmología del profesor Katz en la Facultad de Ciencias Exactas y del terror que infundía a sus alumnos. Katz había estudiado en Oxford con Roger Penrose, el director de tesis de Hawkins, y en su breve regreso a la Argentina dictaba Cosmología como la materia final de la licenciatura en Física. Pronto se había hecho famoso por la rapidez con que llenaba pizarrones, por la fuerza con que partía las tizas mientras escribía y por la dificultad sobrehumana de sus prácticas. Había pedido que su ayudante de cátedra fuera un matemático graduado y Pablo Marín, que era en esa época amigo mío, había accedido al traspaso. Pablo se divertía contándome en el bar de Ciudad Universitaria los sarcasmos de Katz y la desesperación de los alumnos frente a las fórmulas. Me contaba, sobre todo, de una chica algo mayor que los demás, que ya había desaprobado dos veces la materia y que lo seguía como una sombra a todas las consultas para preguntarle, con una fijeza obsesionada, uno por uno cada ejercicio.

     El cuatrimestre pasó y llegaron las fechas de los finales. Pablo había fijado una última consulta una hora antes del examen. Ese día, mientras almorzaba conmigo en el bar, le avisaron desde la secretaría que tenía una llamada de teléfono. Bajó demudado: la que había sido su novia histórica, de paso por Buenos Aires, quería volver a verlo. Me pidió que fuera en quince minutos hasta el aula del examen, para avisarle a sus alumnos que no daría la clase y salió a grandes trancos hacia la parada de los colectivos. Pedí otro café, dejé pasar el cuarto de hora y fui hasta el aula. Sólo había una chica junto a la tarima, que se balanceaba nerviosamente de pie, abrazando una carpeta negra: la alumna de la que me había hablado Pablo. Cuando me acerqué vi que el brazo que cruzaba la carpeta estaba crispado, con el puño fuertemente cerrado, como si ocultara algo, y que el mentón le temblaba involuntariamente: parecía a punto de castañetear. Tuve que decirle que Pablo no le daría la consulta. Se quedó por un momento abrumada, incapaz de hablar y me miró después implorante, como a una última tabla de salvación. Pero tal vez vos podrías ayudarme -me dijo-: sos también matemático, ¿no es cierto?, y abrió atropelladamente la carpeta, antes de que pudiera decirle nada. La práctica tenía un título curioso: El sumidero de Dios. Posiblemente otro sarcasmo de Katz, o quizá fuera la convención algo zumbona entre los físicos para referirse a la singularidad en el instante inicial. Debajo vi las ecuaciones más impenetrables sobre las que me tocó fijarme en toda mi carrera. La primera ocupaba tres renglones, y reconocí apenas dos o tres símbolos. Me di cuenta de que en una hora ni siquiera lograría entender la notación. Volví a alzar la vista y ella advirtió antes de que le dijera nada que su última esperanza se había desvanecido. Vi que temblaba y que su puño, que había quedado colgando a un costado, se apretaba convulsivamente. Me quedé por un instante petrificado: desde ese puño, por la juntura de los dedos, se formaba un hilo de sangre, que empezaba a gotear silenciosamente al piso sin que la chica pareciera advertirlo. Extendí la mano para aferrarle la muñeca y antes de que pudiera retirarla le abrí con mi otra mano los dedos. Lo que aquella estudiante de Física escondía y había apretado hasta incrustarse en la palma eran las puntas de metal de un crucifijo.


Guillermo Martínez (Buenos Aires)
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Elogio de la dificultad, por Guillermo Martínez


Cada vez que se habla de lectura, maestros, escritores y editores se apresuran a levantar las banderas del hedonismo, como si debieran defenderse de una acusación de solemnidad, y tratan de convencer a generaciones de adolescentes desconfiados y adultos entregados a la televisión que leer es puro placer. Interrogados en suplementos y entrevistas hablan como si ningún libro, y mucho menos los clásicos, desde Don Quijote a Moby Dick, desde Macbeth a Facundo, les hubiera opuesto nunca resistencia y como si fuera no sólo sencillo llegar a la mayor intimidad con ellos, sino además un goce perpetuo al que vuelven todas las noches en sus lecturas de cabecera.
    La posición hedonista es, por supuesto, simpática, fácil de defender y muy recomendable para mesas redondas porque uno puede citar de su parte a Borges: “Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo...”
    Y bien, yo me propongo aquí la defensa más ingrata de los libros difíciles y de la dificultad en la lectura. No por un afán especial de contradicción, sino porque me parece justo reconocer que también muchas veces en mi vida la lectura se pareció al montañismo, a la lucha cuerpo a cuerpo y a las carreras de fondo, todas actividades muy saludables y a su manera placenteras para quienes las practican, pero que requieren, convengamos, algún esfuerzo y transpiración. Aunque quizá sea otro deporte, el tenis, el que da una analogía más precisa con lo que ocurre en la lectura. El tenis tiene la particular ambivalencia de que es un juego extraordinario cuando los dos contrincantes son buenos jugadores, y extraordinariamente aburrido si uno de ellos es un novato, y no alcanza a devolver ninguna pelota. Las teorías de la lectura creen decir algo cuando sostienen el lugar común tan extendido de que es el lector quien completa la obra literaria. Pero un lector puede simplemente no estar preparado para enfrentar a un determinado autor y deambulará entonces por la cancha recibiendo pelotazo tras pelotazo, sin entender demasiado lo que pasa. La versión que logre asimilar de lo leído será obviamente pálida, incompleta, incluso equivocada. Si esto parece un poco elitista basta pensar que suele ocurrir también exactamente a la inversa, cuando un lector demasiado imaginativo o un académico entusiasta lanza sobre el texto, como tiros rasantes, conexiones, interpretaciones e influencias en las que el pobre escritor nunca hubiera pensado.
    En todo caso la literatura, como cualquier deporte, o como cualquier disciplina del conocimiento, requiere entrenamiento, aprendizajes, iniciaciones, concentración. La primera dificultad es que leer, para bien o para mal, es leer mucho. Es razonable la desconfianza de los adolescentes cuando se los incita a leer aunque sea un libro. Proceden con la prudencia instintiva de aquel niño de Simone de Beauvoir que se resistía a aprender la “a” porque sabía que después querrían enseñarle la “b”, la “c” y toda la literatura y la gramática francesa. Pero es así: los libros, aún en su desorden, forman escaleras y niveles que no pueden saltearse de cualquier manera. Y sobre todo, sólo en la comparación de libro con libro, en las alianzas y oposiciones entre autor y autor, en la variación de géneros y literaturas, en la práctica permanente de la apropiación y el rechazo, puede uno darse un criterio propio de valoración, liberarse de cánones y autoridades y encontrar la parte que hará propia y más querida de la literatura.
    La segunda dificultad de la lectura es, justamente, quebrar ese criterio; confrontarlo con obras y autores que uno siente en principio más lejanos, exponerse a literaturas antagónicas, impedir que las preferencias cristalicen en prejuicios, mantener un espíritu curioso. Y son justamente los libros difíciles los que extienden nuestra idea de lo que es valioso. Son esos libros que uno está tentado a soltar y sin embargo presiente que si no llega al final se habrá perdido algo importante. Son esos libros contra los que uno puede estrellarse la primera vez y sin embargo misteriosamente vuelve. Son a veces carromatos pesados y crujientes que se arrastran como tortugas. Son libros que uno lee con protestas silenciosas, con incomprensiones, con extrañeza, con la tentación de saltar páginas. No creo que sea exactamente un sentimiento del deber, como ironiza Borges, lo que nos anima a enfrentarnos con ellos, e incluso a terminarlos, sino el mismo mecanismo que lleva a un niño a pulsar enter en su computadora para acceder al siguiente nivel de un juego fascinante. Y los chicos no ocultan su orgullo cuando se vuelven diestros en juegos complicados, ni los montañistas se avergüenzan de su atracción por las cumbres más altas.
    Hay una última dificultad en la lectura, como una enfermedad terminal y melancólica, que señala Arlt en uno de sus aguafuertes: la sensación de haber leído demasiado, la de abrir libro tras libro y repetirse al pasar las páginas: pero esto ya lo sé, esto ya lo sé. Los libros difíciles tienen la piedad de mostrarnos cuánto nos falta.


Guillermo Martínez (Buenos Aires)
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Los días contados, por Guillermo Martínez


Debía encontrarme con una traductora polaca, especialista en Cortázar, que vino el año pasado a la Feria del Libro. No quería perderse ninguna de las mesas redondas de homenaje, y nos citamos a la salida de una de las más concurridas. Cuando me asomé a la sala, los panelistas, escritores también de la generación del ’60, estaban entregados, con chistes e ironías, a la tarea de corregirse unos a otros sobre cuál era la gran parte de la obra de Cortázar que se debía despreciar y cuál la pequeñísima, en la que no se ponían de acuerdo, que se debería rescatar. Yo notaba que la traductora, en la primera fila, se ponía más y más nerviosa. Cuando llegó el turno de las preguntas quedaba tiempo sólo para una. Ella alzó la mano.
   -Yo tenía entendido –empezó- que Cortázar era un gran escritor…
Su acento no dejaba saber si había desconcierto o ironía en su comentario. Uno de los panelistas, el más histriónico, retomó el micrófono:
   -Era un gran escritor, sí, pero como dijo Ricardo Piglia: todo gran escritor tiene en la Argentina los días contados.
   Risas, aplausos, y la gente empezó a salir de la sala.

Guillermo Martínez (Buenos Aires)

Su última novela es La muerte lenta de Luciana B. (2007) Seguir leyendo
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Los juicios del tiempo, por Guillermo Martínez



Una frase ingeniosa del folklore literario dice que un libro es bueno si tiene cincuenta años. En la versión de Sábato, siempre más drástico, un libro es bueno sólo si tiene cien años. Consultado sobre sus lecturas, Soriano respondió una vez que la vida es corta y los libros son largos, por lo que prefería un Melville seguro a un contemporáneo por probarse. Este amparo en las jerarquías del tiempo y el discreto encanto de parecer desactualizado, son excusas infaltables cuando se debe dar cuenta de la literatura reciente en las encuestas de fin de año: Perdón, no leo autores tan actuales, todavía me falta terminar con ... (Dostoievski, o Stendhal, o Byron). También Borges acepta al tiempo como supremo antólogo: "Podemos conocer a los antiguos, podemos conocer a los clásicos, podemos conocer a los escritores del siglo XIX y a los del principio del nuestro, que ya declina. Harto más arduo es conocer a los contemporáneos. Son demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología."
    En mi novela La mujer del maestro, que trata sobre escritores, y sobre las lecciones ambiguas de la literatura, uno de los personajes se rebela contra esta sumisión a los juicios del tiempo. Su argumento principal es de escepticismo. Los juicios del tiempo, los juicios de la posteridad, no son, después de todo, sino los juicios de otros hombres de tiempos por venir. Tener alguna fe en los juicios del tiempo requiere implícitamente una segunda fe, mucho más dudosa: la de suponer que los hombres del futuro serán de alguna forma mejores, o más ecuánimes, o más sabios. Que tendrán balanzas de mayor precisión y podrán revisarlo todo, sopesarlo todo, comprenderlo todo. Que entenderán más y no cometerán arbitrariedades ni olvidos ni errores. Pero del mismo modo, claro, podría ocurrir que entendieran menos. Los tiempos por venir, presiente y declara con amargura este personaje, pueden ser todavía mucho más ciegos y sordos.
    Un segundo argumento contra los juicios del tiempo lo da indirectamente el propio Borges en uno de sus ensayos más profundos, en que se pregunta qué es un libro clásico. En su tesis, propone que clásico es aquel libro "que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término." Observa de inmediato que esas decisiones pueden variar según las barreras lingüísticas, las políticas o geográficas y se resigna, de acuerdo a sus conclusiones, a la obligación lógica de poner en duda la perduración indefinida de Voltaire y de Shakespeare. Clásico, concluye, "no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con misteriosa lealtad."
    Pero entonces, se deduce también de aquí, la simple perduración puede ya no significar nada. No es necesariamente la marca de virtud en una obra, la indicación de tales o cuales méritos propios; puede ser accidental, una matriz afortunada, lo suficientemente "libre" o ambigua para admitir muchas interpretaciones, la fidelidad de un pueblo a un elemento histórico, la repetición ritual de una costumbre, o una acumulación de papers académicos que a nadie le conviene tirar.
    Esta indagación de Borges es en más de un sentido conmovedora. Tiene sesenta y tantos años y se percibe en su reflexión el ansia de encontrar algún elemento que le permita anticipar en el futuro la suerte y el alcance de su propia obra. Sus conclusiones suenan curiosamente resignadas, como si no le quedara otro remedio que aceptar los arbitrios del tiempo, y a la vez no tuviera demasiada confianza por sus misteriosas lealtades.
    Una imagen todavía optimista de nuestra modernidad nos muestra como enanos que -trepados a los hombros de gigantes del pasado- aún logramos a veces ver más lejos. Confiar en los juicios del tiempo es confiar en hombres sobre cuya altura nada sabemos.

Guillermo Martínez (Buenos Aires)
Sobre Guillermo Martínez: https://www.guillermo-martinez.net/
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