ESCRITORES EN SITUACIÓN

A propósito de Los árboles de Hugo Correa Luna, por Eduardo Rubinschik


A mediados de noviembre se presentó Los árboles, la esperada novela de Hugo Correa Luna, publicada por la editorial Modesto Rimba. Las dos anteriores son El enigma de Herbert Hjortsberg (2005) y La pura realidad (2005).
     Eduardo Rubinschik –autor de La entereza (2017)- fue uno de los presentadores de esa “novela fantasmal”, en esa tarde de mil y un lectores por Luna.

Los árboles despliega y disemina lo fantasmal en diferentes planos. Es una maquinaria compleja aunque de fácil lectura. No es en la dificultad de lectura donde se asienta su complejidad, sino en la riqueza con que se va desplegando en muchas direcciones, y hace que sea una novela escrita a la sombra y a la luz de los fantasmas. De, por, para, contra, y con el acompañamiento de fantasmas.
      Y lo hace en gran medida a partir del trabajo de la voz del narrador y la mirada que esa voz construye: esa voz es un núcleo estructurante de todo el sentido de esta astuta novela.
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PIES DE IMAGEN

Vibraciones fraternales: Sean Scully y Lee Ufan, por Eduardo Rubisnschik


A la memoria del querido Daniel Martucci, (Maruki)

¿Dos artistas opuestos? Forcemos un acercamiento.

Lee Ufan, Guggenheim Museum, New York, Agosto 2011.

Sean Scully, Palacio de Carlos V, Sevilla, Mayo 2012.

¿Qué hay de común entre sus obras? Lo más obvio: no existe figura humana ni figuración en general. Tamaños disímiles, lo mismo que colores. Veremos si motores disímiles. Se puede pensar en la materia plástica al frente como código común.
     
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APUNTES

Conocer/desconocer/reconocer, sobre los dibujos de Mauro Koliva, por Eduardo Rubinschik


Me acerqué una vez al Borges para ver obra de Rómulo Macció.
    En el hall central me topé con los trabajos de Mauro Koliva (Posadas, Argentina, 1977), nombre hasta entonces desconocido para mí, que formaba parte de la muestra permanente de dibujo argentino llamada La línea que piensa, curada por Eduardo Stupía y Luis Felipe Noé.
    Los cuadros de Macció me gustaron y mucho, con su potencia loca, su desmesura a la vez económica, su humor y su burla de ciertos mitos, universales o argentinos. Pero haber conocido los dibujos en birome de Koliva, me afectó de una forma singular.

    Aunque, en verdad, hoy me pregunto si lo que hice fue conocer sus dibujos.
    En sentido estricto sí, fue un conocimiento. Pero al adentrarse en esos pacientes entramados de birome de color (siempre un único color por dibujo), noté que se producía un efecto múltiple y acaso simultáneo: el de conocer, reconocer y desconocer.
    Madera, hilo, cuerda, tapizados, metal, trapos o arpilleras, pelos o cerdas (materiales absolutamente reconocibles a primera vista), formando parte de una serie distinta a la habitual, y no por mera disposición, sino por otra cosa.
    ¿Pero qué cosa?
    La función, tal vez, pero no la de cada material, sino la del dispositivo general que los incluye. La precisión constructiva de los dibujos dándole, a los objetos presentados, o a los dispositivos conformados por esa diversidad de objetos, carácter de registro: somos testigos de algo inequívoco, como ante una foto convencional.
    Sin embargo, lo que no es convencional es el dispositivo, es decir lo mirable de la forma global: hay un tránsito al borde (y ese borde es lo inquietante), donde lo observable se resiste a la codificación.
    El primer golpe de vista es doble: nos extrañamos ante lo visto y también lo reconocemos. Desconocimiento y reconocimiento simultáneos, que convocan al tercer nivel: precisamente, el conocimiento.
    Estos dispositivos son reactivos a la codificación, pero podemos encontrar en ellos restos de orígenes, de lugares o usos. En cierto sentido son partes de un todo ya ocurrido, materiales agotados que se reinventan al colocarse en esos dispositivos sin utilidad reconocible.
    Entonces el reconocimiento de cada material suelto en sí es, de algún modo, una moneda falsa: en primera instancia acerca al observador la posibilidad de lo familiar, pero enseguida después lo rechaza en el desconocimiento. En ese punto, los dibujos son siniestros: lo familiar se vuelve extraño.
    La inutilidad parece múltiple también: cada material por separado lo es pero dentro del dispositivo también, aunque de una manera diferente: el dispositivo muestra un trabajo artesanal sobre materiales que ya han sido producidos una vez por la industria.
    Esos materiales han atravesado ya su fase de consumo: han sido consumidos y agotada su función en el circuito habitual. Sin embargo los dispositivos reutilizan esos cadáveres para este nuevo horizonte.
    Evidentemente están atados con alambre para seguir tirando un tiempo más bajo esta función nueva, desconocida para mí y sospecho que para cualquier pequeño burgués.
    La nitidez con que los materiales se presentan a nuestros ojos, hace pensar en el efecto inverso al de los cuerpos de Francis Bacon: mientras estos son atrapados en movimientos (ya sea de los cuerpos mismos o de la mirada del pintor) que muestran, diluidas, posiciones posibles, aquí nos topamos con una fijeza de la mirada que ubica lo extraño en una zona estable, fría, que se deja ver con serenidad, porque al aparecer, ya ha eludido el código que lo hace reconocible.
    ¿La despersonalización del trabajo industrial es reabsorbida por la forma en que esos materiales vuelven a formar parte de un circuito?
    ¿Si así fuera, cuál sería ese circuito?
    Se trata, sin dudas, de un circuito cachuzo pero posible: el de cierto tipo de imaginación propulsora de una artesanía que vuelve obsoleta a la industria. Esto último tal vez fuerce demasiado las cosas; sin embargo, podemos hablar, entonces, en algunos dibujos, de escultura de deshechos, y en otros de arquitectura de la miseria.
    Como sea, parece haber, en esos sistemas, contundentes marcas de reutilización bufonesca.
    Pero estamos ante un bufón lúgubre.
    No hay carnaval, casi, en estos dibujos.
    ¿Aquel que trabajó en la producción de esos objetos industriales, es acaso el mismo que participa de la hechura bajo este flamante funcionamiento, en el nuevo circuito?
    Para saber esto, habrá que seguir viendo obra de Koliva, quien por suerte es joven, y seguirá escupiendo.

Eduardo Rubinschik (Buenos Aires / Paternal)


Sobre Mauro Koliva: https://boladenieve.org.ar/node/841
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MAPAS COMPARTIDOS

Notas sobre la novela, por Eduardo Rubinschik


alabras vehículo y palabras combustible. Diferencia compleja, pero que habla tal vez de dos narrativas: por un lado de aquella que utiliza la palabra para poner la historia al frente, y que convierte la palabra, la escritura misma, en mero vehículo de información y, por otro, aquella que busca en el estilo una combustión de la experiencia, más acá, más allá de la historia que le toque narrar.
     La narrativa con palabras vehículo, seguramente atiende a la estructura del relato de una forma fetichista, preparando el terreno y sus cosas para desembocar en revelaciones dirigidas, en imágenes finales que buscan rodear al sentido como a una pieza de caza, cerca de los géneros de la industria cultural, donde el consumidor tiene una presencia constante, preponderante.
     La de palabras combustible, va empujada por una urgencia que no le permite tácticas dilatorias diagramadas por un autor solvente, manipulador: el momento es ahora, ahora o nunca, también ahora y nunca: la cosa de que se trate o la imposibilidad de tratarla, serán dichas, pero el hecho mismo de la escritura consistirá en que cada mínimo avance comporte el hervor de una prosa que estalle ante los ojos del lector, al que nunca, desde la escritura, hay que merodear, el que nunca tiene que estar preparado: el lector debería ser más bien agarrado del cogote, revuelto involuntariamente por esa escritura que debería sacarse de encima, siempre, el tono conocido, lo ya sabido, la serenidad de un sentido como blanco fijo.

Si una novela es eficaz, al terminarla, el mundo no continúa, sino que recomienza. Una nueva lente, es obvio decirlo, supone un universo nuevo. Si eso no es posible a través del lenguaje de una novela, entonces no hay expectativas de que el mundo no sea, otra vez, miserablemente igual a sí mismo. Una novela que haga una incisión en algún punto de la lengua, que la desnaturalice y la haga extraña al menos por un tiempo, nos traerá la posibilidad de reformular nuestra visión del mundo, en una forma de verlo distinta tal vez a como lo ve la lengua de esa novela, pero que de algún modo la incluya en su interior.
     La lengua de la escritura singular, entonces, debe irse del mundo, desnaturalizarse, ser un objeto extraño para luego volver a formar parte de él, luego de, a su vez, extrañarlo a través de esa nueva mirada. Ese es el desafío de un narrador.
     La realidad debería ingresar, tal vez, a la escritura de ficción sólo para descomponerse, aunque no en cristales rígidos, sino más bien en cierta sustancia gelatinosa y translúcida, que pueda ser mezclada y estirada bajo la imaginación. Cuando la realidad emerja de esa operación, dentro del texto, será otra cosa aunque la misma, será posible como literatura.

La novela debe aprender a callar. Leo novelas donde siento que no hay silencio, no hay vacío, todo debe ser dicho, precisado. ¿Qué otra cosa que el silencio puede hacer de contrapeso a una imagen, a una idea, a un motivo, a una escena que puedan sostenerse como tales?

La escritura puede o no, ser una práctica sensual. Las palabras son cuerpo. Supongo que algunos escritores podrán desoír esto o no hacerles falta, pero creo que los textos que perduran son aquellos donde el cuerpo sensual de la palabra es rozado, acariciado o por qué no, también frotado, como hace Aladino con su lámpara, para que surja la riqueza de lo poético que arrastra el sentido consigo.
     Sumergirse en el cuerpo concreto de las palabras hace, cada vez, cada renovada vez, que uno sienta el deseo de escribir por el sólo hecho de hacerlo, sin pensar en consecuencias. Si no es bajo el efecto de una práctica sensual, ¿para qué escribir literatura? ¿Para contar bien una historia? Por favor: ¿quién es nadie, quién es cualquier pequeño yo como para arrogarse esa posibilidad y condición?
     No: al contrario, uno se entrega al cuerpo de las palabras, y su pobre y estúpido yoíto debe huir para no exponerse a su inevitable ridículo.

La única huella que puede quedar de la lectura de un escrito es la del lenguaje: la escritura pide pista y todo marco que la contenga, por más necesario que resulte (genérico, argumental), debe ser desbordado, violado, para que se imprima la huella de un lenguaje en acción. De lo contrario, lo escrito permanece únicamente del lado de un pasatiempo más o menos entretenido, más o menos bien hecho, pero sin sangre. Lo óptimo sería entrever, al fin, un sujeto sangrando a través de las palabras, no por la importancia del sujeto en sí, sino para que la escritura se erija en experiencia.
     Una experiencia que no comporta precisamente un mensaje edificante o maldito, sino lo concreto de una intervención específica, voz peculiar en el océano del lenguaje, fuera, lo más fuera posible de las instituciones.

Eduardo Rubinschik (Buenos Aires)
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