Me acerqué una vez al Borges para ver obra de Rómulo Macció.
En el hall central me topé con los trabajos de Mauro Koliva (Posadas, Argentina, 1977), nombre hasta entonces desconocido para mí, que formaba parte de la muestra permanente de dibujo argentino llamada La línea que piensa, curada por Eduardo Stupía y Luis Felipe Noé.
Los cuadros de Macció me gustaron y mucho, con su potencia loca, su desmesura a la vez económica, su humor y su burla de ciertos mitos, universales o argentinos. Pero haber conocido los dibujos en birome de Koliva, me afectó de una forma singular.
Aunque, en verdad, hoy me pregunto si lo que hice fue conocer sus dibujos.
En sentido estricto sí, fue un conocimiento. Pero al adentrarse en esos pacientes entramados de birome de color (siempre un único color por dibujo), noté que se producía un efecto múltiple y acaso simultáneo: el de conocer, reconocer y desconocer.
Madera, hilo, cuerda, tapizados, metal, trapos o arpilleras, pelos o cerdas (materiales absolutamente reconocibles a primera vista), formando parte de una serie distinta a la habitual, y no por mera disposición, sino por otra cosa.
¿Pero qué cosa?
La función, tal vez, pero no la de cada material, sino la del dispositivo general que los incluye. La precisión constructiva de los dibujos dándole, a los objetos presentados, o a los dispositivos conformados por esa diversidad de objetos, carácter de registro: somos testigos de algo inequívoco, como ante una foto convencional.
Sin embargo, lo que no es convencional es el dispositivo, es decir lo mirable de la forma global: hay un tránsito al borde (y ese borde es lo inquietante), donde lo observable se resiste a la codificación.
El primer golpe de vista es doble: nos extrañamos ante lo visto y también lo reconocemos. Desconocimiento y reconocimiento simultáneos, que convocan al tercer nivel: precisamente, el conocimiento.
Estos dispositivos son reactivos a la codificación, pero podemos encontrar en ellos restos de orígenes, de lugares o usos. En cierto sentido son partes de un todo ya ocurrido, materiales agotados que se reinventan al colocarse en esos dispositivos sin utilidad reconocible.
Entonces el reconocimiento de cada material suelto en sí es, de algún modo, una moneda falsa: en primera instancia acerca al observador la posibilidad de lo familiar, pero enseguida después lo rechaza en el desconocimiento. En ese punto, los dibujos son siniestros: lo familiar se vuelve extraño.
La inutilidad parece múltiple también: cada material por separado lo es pero dentro del dispositivo también, aunque de una manera diferente: el dispositivo muestra un trabajo artesanal sobre materiales que ya han sido producidos una vez por la industria.
Esos materiales han atravesado ya su fase de consumo: han sido consumidos y agotada su función en el circuito habitual. Sin embargo los dispositivos reutilizan esos cadáveres para este nuevo horizonte.
Evidentemente están atados con alambre para seguir tirando un tiempo más bajo esta función nueva, desconocida para mí y sospecho que para cualquier pequeño burgués.
La nitidez con que los materiales se presentan a nuestros ojos, hace pensar en el efecto inverso al de los cuerpos de Francis Bacon: mientras estos son atrapados en movimientos (ya sea de los cuerpos mismos o de la mirada del pintor) que muestran, diluidas, posiciones posibles, aquí nos topamos con una fijeza de la mirada que ubica lo extraño en una zona estable, fría, que se deja ver con serenidad, porque al aparecer, ya ha eludido el código que lo hace reconocible.
¿La despersonalización del trabajo industrial es reabsorbida por la forma en que esos materiales vuelven a formar parte de un circuito?
¿Si así fuera, cuál sería ese circuito?
Se trata, sin dudas, de un circuito cachuzo pero posible: el de cierto tipo de imaginación propulsora de una artesanía que vuelve obsoleta a la industria. Esto último tal vez fuerce demasiado las cosas; sin embargo, podemos hablar, entonces, en algunos dibujos, de escultura de deshechos, y en otros de arquitectura de la miseria.
Como sea, parece haber, en esos sistemas, contundentes marcas de reutilización bufonesca.
Pero estamos ante un bufón lúgubre.
No hay carnaval, casi, en estos dibujos.
¿Aquel que trabajó en la producción de esos objetos industriales, es acaso el mismo que participa de la hechura bajo este flamante funcionamiento, en el nuevo circuito?
Para saber esto, habrá que seguir viendo obra de Koliva, quien por suerte es joven, y seguirá escupiendo.
Eduardo Rubinschik (Buenos Aires / Paternal)
Sobre Mauro Koliva: https://boladenieve.org.ar/node/841
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