RELATOS

Que no te alcance la luna, por Luis Sagasti


El texto que sigue es un fragmento de una novela en curso de Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963), autor de Bellas Artes (2011, Eterna Cadencia) y El canon de Leipiz (1999, Simurg).

Cuando cursaba la carrera de Historia en Bahía Blanca me hice muy amigo de Gustavo Ch., un estudiante que venía de Mar del Plata. Yo nunca pude o acaso nunca quise hacer carrera académica una vez recibido. Gustavo, en cambio, sí. Desde hace unos años prepara un libro acerca de la Guerra Civil española en Argentina. Su punto de partida fue una monografía sobre cómo se había organizado en Bahía Blanca la ayuda para los republicanos. Lo que había sido un trabajo de historia regional, si puede llamarse así, de muy buena factura, que había presentado en un congreso y publicado luego en una revista especializada, se extendió primero a Buenos Aires y luego hasta donde encontró comités republicanos en Argentina. Finalmente Carlos Barros, un eminente historiador de Santiago de Compostela, que había llegado a nuestra facultad a dictar un par de seminarios, le consiguió una beca de un par de meses en su universidad para realizar un relevamiento sobre cómo fue recibida por la Resistencia la ayuda de los comités argentinos. Fuera del corpus de su investigación, y de pura casualidad, Gustavo rescató una historia que le contara un tal José Balaguer, uno de sus entrevistados. Balaguer, cuenta Gustavo, era un viejo encantador que había trabajado en el correo de Santiago por más de cincuenta años. Vivía con su mujer en una modesta casa en el barrio de Guadalupe. Lo que hizo Gustavo fue armar la escenografía de esta historia, lo que sigue es en verdad, palabras más, palabras menos, parte de la desgrabación de la entrevista.
Seguir leyendo
APUNTES

El reloj de arena, por Luis Sagasti


Autor de un segundo himno al Colegio Nacional, que mal no hubiera venido si lograba reemplazar al mamotreto de corcheas aún vigente, el doctor Ernesto Garrido tuvo en vida una última voluntad muy inusual para una época en que los últimos deseos de una persona podían cifrarse en un más bien magro repertorio de caprichos: quiso que cremaran su cuerpo. Crematorio en la ciudad no había, por lo tanto el engorroso trámite hubo de hacerse en Buenos Aires. Y, porque a la verdad hay que decirla, allí fue a cumplir con el antojo solo uno de sus dos hijos. El menor, Juan Carlos, no fue de la partida. No se hablaba con su padre desde hacía unos cuantos años, si por no hablar entendemos desde ya un saludo a media asta en fechas familiares o litúrgicas y el mínimo intercambio de información requerida para que las cosas no pasen a mayores. Isabel, la viuda, prefirió también quedarse en casa. Ernesto Garrido, cuya calle empieza al 3400 de Estomba y se extiende por tres cuadras sin asfalto, no fue lo que se dice un padre ejemplar. Y no por defecto sino por exceso. Mesura, puntualidad, rigor, esfuerzo, responsabilidad fueron algunos de los escalones por donde él solito se subió a un pedestal tan alto que requería del oxígeno de otros para poder respirar. Convencido de que la poesía pasaba por Priluzky Farmy y la filosofía por Julián Marías, no hubo sobremesa en donde no incluyera algún aforismo que diera cuenta de las ilusorias complejidades del tema en cuestión. Como buen abogado, fondeaba el vicio por la historia argentina en las aulas del Colegio Nacional. Severísimo, exigía genealogías, tratados y batallas con precisión de cirujano. Un retrato de pinceladas más bien rápidas como el que llevamos no debe omitir que Garrido, un amante de lo que él mismo llamaba buena música, era un aceptable pianista aficionado.



    El himno que había presentado a la dirección del Colegio en 1949 era, bien leído, un libelo que pretendía dejar las cosas en claro sobre qué clase de gobierno es el peronista. Pero el himno no se aceptó sencillamente por cuestiones de burocracia institucional y no por haberse descubierto entre líneas alguna diatriba. Cambió la letra, que no la melodía, y la nueva composición fue consagrada como himno al Concejo Deliberante de la ciudad en 1964. Acaso sea por ello y por ciertas columnas bien antiperonistas que supo escribir en diarios locales que, en 1977, bautizaron la calle con su nombre
    El hijo mayor siguió sus pasos. Terminó la carrera de Derecho muy a desgano cuando descubrió que lo suyo era otra cosa. Acaso, el teatro. Juan Carlos, el menor, ya se ha dicho, no había querido estudiar. Terminó poniendo con un amigo una de las primeras boites, como entonces se les decía, de Bahía Blanca: Maya. Un tarambana.
    Cuando Garrido se enteró del cáncer no cayó ni en la autocompasión ni en nada que hiciera rebajar su figura.
    Una noche reunió a la familia, nueras incluidas. Somos hijos del tiempo, comenzó diciendo en la sobremesa. Somos el tiempo que a sí mismo se piensa, continuó. Dos o tres cosas más en el mismo tono hasta que se levantó y trajo del escritorio un reloj de arena. Lo había visto en una tienda de antigüedades de calle Donado poco después del diagnóstico y la idea le vino de inmediato. Sus cenizas debían reposar en el reloj para reforzar en sus hijos y en sus nietos la idea del carpe diem. Disfruta el día, muchacho. La vida pasa muy rápido, dijo esa noche a Isabel cuando apagaron la luz. Después, algo más sobre Juan Carlos y el primer nieto anunciado unos meses atrás. Como siempre, no se dejó abrazar. Isabel lloraba culpas casi en silencio y por distintas razones ninguno de los dos durmió esa noche.
    Falleció al otro año, en el otoño de 1971, a la madrugada. Los trámites se hicieron tal cual lo previsto. De regreso en Bahía Blanca, el reloj de arena ocupó inmediatamente el estante superior de la biblioteca del escritorio. No le duró mucho la impresión a Isabel, y con el tiempo quedó reducido casi a un adorno más, si no fuera porque un día, mientras enceraba los muebles, reparó en que las cenizas de su marido demoraban en pasar de un lado a otro del reloj casi casi trece minutos. Trece minutos: lo que tardan en cocinarse los huevos duros. No dijo nada. Juan Carlos, que también había hecho la misma comprobación, guardó silencio hasta que sus hijos fueron grandes. Isabel dos veces cedió al impulso de controlar la cocción de los huevos. Y, cosa curiosa, en ambas ocasiones cocinó pastel de papa. Avergonzada, no se permitió una tercera gastronomía. Y para no caer en la tentación y librarse de todo mal, sin decir agua va, donó el reloj al Colegio Nacional, donde hoy se exhibe como lo que no es, en una vitrina junto a una de las primeras Olivetti, dos o tres libros de ciencias naturales del año veinte y un mapamundi donde Austriahungría ocupa una generosa porción de Europa.

Luis Sagasti
Bahía Blanca, EdM, marzo de 2012
Seguir leyendo
PIES DE IMAGEN

El Club Hotel de la Ventana, por Luis Sagasti


El Club hotel de la Ventana tenía el aspecto de una estación de ferrocarril. Austeridad alpina y aromas de la belle époque amalgamados en una arquitectura que culminaba en una torre-mirador donde era posible admirar un paisaje desierto, es decir, autóctono, en espera aún de pinos y robles austríacos. Grandes ventanales permitían la entrada de luz y del oxígeno restaurador de cuanta enfermedad asolara los cuerpos. Recién empieza el siglo y ya es una de sus maravillas, se dice en todas partes. Poca confianza en el futuro: cada inauguración cancela los adelantos, por lo menos hasta el año dos mil. Al otro año se bota el barco del siglo y la Duncan es proclamada bailarina del siglo y más tarde pocos afortunados asistirán a la pelea del siglo: de una sola trompada Firpo saca a Dempsey del ring y se cree que es un iceberg. Por lo pronto, en el cabalístico once del once del once se abren las puertas del Club Hotel de Sierra de la Ventana. Palabras alusivas del Teniente General Roca y del embajador británico, Lord Barrington. Aplausos sostenidos e impacientes de los casi mil doscientos invitados. Monseñor Terrero, amigo íntimo de la familia Tornquist, bendice las flamantes instalaciones e invoca la protección de los santos. Se cortan las cintas celestes y blancas para dar por cerrada una ceremonia que deja en libertad de acción a los dioses griegos, exiliados desde que Cristo se hizo de Europa, para dejar a todos en claro que ciertas funciones gastronómicas y etílicas corren por cuenta helénica y no por la rígida sobriedad de los cardenales. El general Roca, el embajador Barrington y el ex presidente Uriburu son los primeros en ingresar. Los ojos no pueden detenerse ante nada. Cada detalle es demasiado: los pisos de mosaicos mínimos hexagonales, mármol de Carrara en las escalinatas, dos enormes cuadros prerrafaelistas, las ninfas parecen respirar, alguien comenta.


El sol que penetra por las ventanas saca lustre hasta el carbón. Los invitados caminan con el aplomo y la parsimonia de quien ha visto todo, y claro, no hay de ellos quien no haya estado en París. A la hora, después de haber recorrido las instalaciones, se dirigen al gran salón comedor donde se acomodan en mesitas redondas para cinco o seis personas. El menú de la jornada: galantina de pavita con salsa Waldorf, patitos al escabeche, langosta a la parisiense, soufflé de espinacas, cima de pavita a la rusa, salpicón de cangrejos, pavo nuit de noel, costillas de cerdo con lomo a la cerveza, peceto con salsa de guinda, pollitos a la ambassador, langosta a la americana, pasta de almendras merengadas, imperial ruso con helado y mermelada, gateau de frutillas, vinos de donde plazca -el maitre aconseja el Cliquod-, champagne Pomery, rhun, whiskys, cigarros doble corona. Y con semejante paisaje Monseñor Terrero no ha de conformarse con unas tiernas lechuguitas salesianas. Una noche es una noche aunque sean las doce y media. Monseñor se deja caer en la tentación, comenzando de entrada nomás, antes de sentarse a la mesa, con una copa de pinot y unos canapés de salmón rosado muy supinos. Se sienta junto a Maria Inés Larravide de Lezica Alvear y su marido Augusto y el matrimonio Tornquist (Clara Gowland de y Martín Eduardo), casi anfitriones. La conversación pasa de las bondades del hotel al invento del siglo: el cine. Los Lezica han visto en París las películas de Méliés. Incroyable, vraiment. Al pinot se le añade ahora un Rhin Riesling de cuerpo en terciopelo. La atención del obispo se concentra en otras telas: las que flanquean el cuello rosado de una dama sentada a su diestra en mesa contigua: María Luisa Moncada de Martínez Bunge, viuda prematura y aun así tan entera, se comenta en otras mesas. El almuerzo avanza sin pausa. La orquesta ejecuta un vals tras otro, unas danzas ligeras también, Brahms, sin duda. Sobre la pata de pollo, un garçon derrama una salsa de ciruelas en su punto exacto de espesor, lenta cae, lúbrica. Clara Gowland debe repetir su pregunta. Monseñor carraspea, se lleva otro trago a la boca y dice que dios sabe por qué hace las cosas, por supuesto. A la hora de los postres le han puesto delante unos pezoncitos de guinda sobre crema chantilly coronados por gotitas de almíbar. Monseñor se ha puesto colorado. Martín Tornquist levanta una ceja: sucede algo, pregunta. Algún pimiento, balbucea el hombre y toma un poco de agua. ¿Un pimiento? Al parecer, dice sonriente y no es eso lo que exactamente le pasa por la cabeza. Un ataque de sinceridad puede llevarlo sin escalas a una capilla perdida en otras montañas, más cerca de Bolivia que de Viena, a dar misa a unos collas de pachamama y coca todo el santo día. María Luisa gira su cabeza como ya lo hiciera otra vez, pero ahora sonríe. Un mozo retacón le sirve más vino, parece tentado. Con permiso, Monseñor, dice. Monseñor lo mira estupefacto: este hombre habló en griego. Nadie en la mesa parece haberlo advertido. Levanta la vista y se da cuenta de que otros mozos lo miran sonrientes. Uno de ellos levanta sus cejas traviesas y con el mentón señala a la mesa contigua. El obispo gira su cabeza, inquieto. Ruborizada, María Luisa baja sus ojos claros, necesita confesar algo que aún no ha hecho pero que desea hacer cuanto antes en una de las habitaciones más retiradas del hotel, que cuenta con ciento setenta y tres, todas con mobiliario y ropa de cama completa, vistas primorosas a las sierras nevadas, calentadas por un sistema de calefacción central de modernísima ingeniería inglesa que invita a quitarse el vestido negro de pana, las enaguas, a desprender la sotana botón por botón y a las apuradas antes de que termine el primer baile y alguno de los invitados tenga la inocente ocurrencia de preguntar por los ausentes sin establecer relación ninguna entre el purpurado y esta señora tan devota, joven y ya viuda, a no ser que el garçon de la salsa de ciruelas vuele de oído en oído para avisar que la habitación cuarenta y siete ha revelado antes que ninguna el verdadero fin para el cual fue construido el hotel, esto es la versión anglo pampeana del jardín de las delicias; confesión asombrosa para unos pocos ingenuos porque nadie en su sano juicio cree que semejante proyecto tiene como fin la saludable amalgama entre esparcimiento y cura de enfermedades respiratorias, tal la idea original del doctor Félix Muñoz cuando encontró en estas sierras un clima ideal para la cura de afecciones; por lo tanto, alertados los comensales de las manzanas que estos dos se comen, Monseñor ya puede adivinar, mientras María Luisa hace de su cuerpo un pantano, al General Roca, a Lord Barrington, al amigo Tornquist y a cuantas damas y caballeros se precien de tal abriendo la puerta de la habitación cuarenta y siete al grito de ¡Monseñor! y Monseñor, como discípulo que acaba de recibir un bastonazo del maestro zen, entra en satori grado nueve y ve: ve otra fiesta semejante, cinco años más tarde, la del Centenario de la Independencia, donde asisten casi los mismos apellidos y se conversa de los avatares de la Gran Guerra que supo anticipar la Virgen de Fátima a los tres pastorcitos, ve también el decreto que el presidente Yrigoyen promulga al otro año prohibiendo los juegos de azar que, al privar al hotel de su principal encanto, obliga a cerrar sus puertas definitivamente el 14 de marzo de 1920 dejando a la intemperie una cancha de golf de dieciocho hoyos, tres hermosas de tenis, una de fútbol de césped al ras, un picadero con todas las comodidades para la práctica del hipismo, una huerta fecunda en legumbres, la fábrica de ladrillos a máquina -una de las primeras implementadas en el mundo-, el parque de ciento veinte hectáreas, poblado de ligustrines alpinos, cedros y abetos, que en breve conocerá pastizales y malezas, dos piscinas de forma ovalada y un largo etcétera de anexos y comodidades cuyo progresivo deterioro angustia en serio a su nueva dueña, la señora Emilse Davis de Sangford, quien confía a Don Jesús Ochoa, lee el viejo en la página catorce del librito, el devoto cuidado del interior del edificio durante veinte años exactos, momento en que Sara Sangford, la hija mayor de Emilse, vende la propiedad al gobierno de la provincia de Buenos Aires en quinientos mil pesos fuertes lo que trae como consecuencia el despojo, por parte de funcionarios y amigos, de la bodega y parte del amoblamiento hasta que en 1941 los trescientos treinta tripulantes del Graff Spee, el acorazado alemán hundido en el Río de la Plata, sean alojados como prisioneros de guerra y custodiados como diplomáticos por el ejército argentino que aguanta con orgullo espartano las heladas de invierno en carpas de campaña sin disfrutar de los beneficios de las reparaciones y controles casi maníacos con que el espíritu germano mantiene la usina, las cámaras frigoríficas y la calefacción central durante los cinco años que estuvieron instalados allí sin robarse siquiera un cubierto de alpaca o una taza de Limoges que quedarán, ni bien abandonen el hotel, a merced de nuevos funcionarios y nuevos amigos cuya voracidad precipita un big bang mobiliario y de platería hasta entrados los sesenta cuando el antiguo Club Hotel se convierta en la sede del Centro de Estudios de Ingeniería Forestal, iniciándose así la reconstrucción de las paredes, los techos y el sótano, con un ímpetu que es soplo nomás porque el proyecto se queda sin sponsors y subsidios antes de publicar el primer paper; por lo tanto, superado este paréntesis, la tarea de desguace continua ahora de la mano de la Municipalidad: maderas, chapas y columnas son muy útiles para cumplir con promesas electorales primero y demandas de brigadieres después; sin embargo, en medio de esta bacanal, Monseñor atisba una luz de esperanza: en 1980 la Sociedad Anónima Comercial e Industrial Frigorífico Guaraní, de acuerdo con la autorización provincial correspondiente, inicia las gestiones para rehabilitar el casino con la intención de construir un polo turístico, pero tres años más tarde, y con las obras aún en veremos, en una fría madrugada, una chispa de salamandra toma contacto con la mampostería y el Club Hotel de Sierra de la Ventana se convierte en un monstruo ígneo inconsolable, dice el librito, y a los dueños del frigorífico no les alcanzan las manos para contar los billetes del seguro. Entonces, ante las ruinas humeantes y todavía calientes de lo que fuera uno de los hoteles más lujosos del mundo, Monseñor Juan Nepomuceno Terrero, Obispo de la Plata, íntimo de la familia Tornquist, se da vuelta y observa al teniente General Julio Argentino Roca, a lord Barrington, al ex presidente Uriburu y musita como para sí mientras se abrocha la sotana: sic transit gloria mundi, carajo.


Luis Sagasti
Bahía Blanca, EdM, febrero de 2012
Seguir leyendo
APUNTES

Los prisioneros de la torre de Elsa Drucaroff, por Luis Sagasti


En el mes de noviembre se presentó Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura de Elsa Drucaroff.

“La literatura –propone Drucaroff- es un laboratorio: allí una sociedad experimenta con sus horrores, ilusiones, fantasmas, significados, ideas. Si descubrimos la literatura que hoy se está escribiendo, a lo mejor logramos empezar a discutir otra vez cuándo y por qué la Argentina se transformó en lo que la llevó a diciembre de 2001.”

La discusión está abierta (puede verse EdM dic.2011, Korn y Scavino), porque la lectura está abierta.
Lo que sigue es el texto que Luis Sagasti, autor Bellas Artes (2011), leyó en la presentación del libro.

Alguna vez se ha dicho que dos de lo que cifran el siglo que pasó en la Argentina no lograron ponerse de acuerdo en nada. Tampoco lo intentaron. Acaso si hubieran apurado un cafecito hubieran encontrado algún espanto que los celebre en amalgama. Hablo de Perón y de Borges, claro, es decir, el escritor más influyente del siglo y el político más influyente del siglo.

    Hay acuerdo, sí, en matar a los dos. Pero no solo porque no se puede crecer bajo la sombra de nadie sino porque mucho de lo que ambos engendraron o inspiraron ha intentado soslayar, menoscabar y en algunos casos despreciar lo que las nuevas generaciones de escritores tienen para decir. En El muchacho peronista, de Marcelo Figueras, uno de los cientos de libros leídos por Elsa Drucaroff, el narrador asesina a un ignoto y joven militar: Juan Domingo Perón, quien queda entonces fuera de la Historia desde el vamos. Otro caso es el relato de Rodrigo Fresán, que dice llevarse por delante a Borges en la calle mientras corría detrás de una novia; Borges termina en el suelo susurrando su dolor; la imagen es semejante a la del recuperado libro de Asís, Flores robadas… donde Borges aparece haciendo pis, sosteniendo un miembro que nada puede engendrar. En Los prisioneros de la Torre, la autora intenta dar cuenta de los acuerdos tácitos que se han logrado una vez fuera de escena ambas figuras y los hijos de ellos.
    Es verdad lo que se dice: desde los hombros de un gigante se ve más lejos que el gigante. Pero eso funciona en la ciencia. En literatura quien se sube a hombros de un gigante suele caminar con los pies del gigante, que no son los propios, claro y para peor, un gigante que ya no ve muy bien por dónde camina.
    Elsa Drucaroff encuentra que, en el caso de la NNA, con los huesos de los Gigantes –dicho con mayúsculas de arquetipo- se ha construido una torre adonde nadie eligió subir: ciertas arquitecturas están fuera de nuestra voluntad. Es difícil escoger el patrimonio que nos define. Una torre donde desde lo alto, más que ver más lejos, porque la mirada se vuelve hacia abajo, hacia los cimientos de esa torre, se escucha un mantra: cadáveres, hay cadáveres. Por eso la doble condición que envuelve a los narradores: privilegiados y prisioneros.
    Nadie tiene la obligación de escribir sobre nada. Pero sí debería existir el compromiso de leer desde un lugar que permita una cabal comprensión de las circunstancias que nos toca vivir. Este libro no se enarbola como la única manera posible de hacerlo, por supuesto, pero el esfuerzo hecho para congregar un vastísimo repertorio de voces en un coro que entone la canción que mejor nos canta, es algo que debe celebrarse.
    Por eso quiero destacar ante todo las fuentes de las que se ha valido Drucaroff. A las inevitables colecciones de las grandes editoriales se suman las pequeñas, las independientes, las monografías, las obras inéditas, los pareceres de alumnos avanzados. Si bien hay pinceladas que son más elocuentes que otras, la autora no ignora la contundencia de los trazos más pequeños. Con las cartas sobre la mesa, los libros sobre la mesa, la tarea es darle forma y sentido a lo que leído de manera incompleta no puede sino leerse mal. Quince estrellas no forman una galaxia, sino una constelación. Y es difícil orientarse con solo una. Muchas constelaciones entonces, para ver esas manchas temáticas, ciertos procedimientos.
    Como si siguiera principios aristotélicos, la autora no arranca de una idea para luego buscar los casos particulares que son legitimados por ella sino al revés: a partir de lo encontrado –creo que todo se inicia por la cantidad de fantasmas que cree reconocer en los textos que fue leyendo- se llega a la idea. El viejo juego de si la esencia es previa o posterior a la existencia. De allí que el buen gusto como criterio de validación sea arbitrario; básicamente la reducción de una obra a sus planteos formales no tiene nada de malo siempre y cuando no sea ese el único criterio de legitimación. En ese sentido Drucaroff reconoce los valores que les caben a obras que no tematizan el pasado.
    Pero el punto es este: al narrar una derrota esta generación no es percibida como resistencia cultural contra el menemismo, más aún, una actitud filicida se abate sobre ella. Es que no hacerse cargo de la derrota, de distanciarse del pasado, quedarse atrapado en la cárcel del lenguaje, reducir la obra a la forma pura es ignorar una realidad de cierta urgencia. Eso es bien válido, creo yo que cree la autora, en Finlandia donde la nada tiene la paradójica condición de pasar. Caramba, es algo parecido a lo que aquí ocurre: acá continua pasando una de las versiones más fecundas de la nada: el vacío. Dicho en otros términos: mientras los desaparecidos continúen en su tesitura ontológica el pasado nunca será pasado, sino un aguijón. Claro que los modos de abordaje hacia este presente por las NNA no son los de quienes, al decir de la autora, adquieren su conciencia cívica, su conciencia de sujetos, hasta 1973. Las estrategias son otras porque el sentir es otro. Porque el pasado es presente porque el futuro, incógnita. Una mínima enumeración: la ausencia de certezas, la falta de un espíritu de cuerpo, que no de conciencia grupal en la segunda generación, la trama como trauma. Es decir, no se evita el conflicto, aclara con vehemencia, sino que se lo trabaja desde otro lado y con otro tono. Irreverencia, ironía, desconcierto, escepticismo.
    En Los prisioneros de la torre la autora retoma su análisis del prólogo del Nunca Más. Este prólogo no opera “solo como denuncia de lo que ocurrió sino como manual de lo que se le espera al que dé batalla, como procedimiento disciplinador. Un prólogo que aterroriza y amordaza”. Pues el libro que hoy se presenta, más allá de su puesta en estado de problema de lo que se soslayaba como tal, de constituir una eficaz lectura de lo que ha acontecido en la literatura los casi últimos 20 años, nos exige, nos intima a no construir panópticos ni torres donde colocar a las generaciones que nos sucedan con los huesos de nadie. Y estas, si todo sale bien, deberán ser las más beneficiadas por este libro.


Luis Sagasti
Bahía Blanca, EdM, diciembre de 2011
Seguir leyendo