APUNTES

Los prisioneros de la torre de Elsa Drucaroff, por Luis Sagasti


En el mes de noviembre se presentó Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura de Elsa Drucaroff.

“La literatura –propone Drucaroff- es un laboratorio: allí una sociedad experimenta con sus horrores, ilusiones, fantasmas, significados, ideas. Si descubrimos la literatura que hoy se está escribiendo, a lo mejor logramos empezar a discutir otra vez cuándo y por qué la Argentina se transformó en lo que la llevó a diciembre de 2001.”

La discusión está abierta (puede verse EdM dic.2011, Korn y Scavino), porque la lectura está abierta.
Lo que sigue es el texto que Luis Sagasti, autor Bellas Artes (2011), leyó en la presentación del libro.

Alguna vez se ha dicho que dos de lo que cifran el siglo que pasó en la Argentina no lograron ponerse de acuerdo en nada. Tampoco lo intentaron. Acaso si hubieran apurado un cafecito hubieran encontrado algún espanto que los celebre en amalgama. Hablo de Perón y de Borges, claro, es decir, el escritor más influyente del siglo y el político más influyente del siglo.

    Hay acuerdo, sí, en matar a los dos. Pero no solo porque no se puede crecer bajo la sombra de nadie sino porque mucho de lo que ambos engendraron o inspiraron ha intentado soslayar, menoscabar y en algunos casos despreciar lo que las nuevas generaciones de escritores tienen para decir. En El muchacho peronista, de Marcelo Figueras, uno de los cientos de libros leídos por Elsa Drucaroff, el narrador asesina a un ignoto y joven militar: Juan Domingo Perón, quien queda entonces fuera de la Historia desde el vamos. Otro caso es el relato de Rodrigo Fresán, que dice llevarse por delante a Borges en la calle mientras corría detrás de una novia; Borges termina en el suelo susurrando su dolor; la imagen es semejante a la del recuperado libro de Asís, Flores robadas… donde Borges aparece haciendo pis, sosteniendo un miembro que nada puede engendrar. En Los prisioneros de la Torre, la autora intenta dar cuenta de los acuerdos tácitos que se han logrado una vez fuera de escena ambas figuras y los hijos de ellos.
    Es verdad lo que se dice: desde los hombros de un gigante se ve más lejos que el gigante. Pero eso funciona en la ciencia. En literatura quien se sube a hombros de un gigante suele caminar con los pies del gigante, que no son los propios, claro y para peor, un gigante que ya no ve muy bien por dónde camina.
    Elsa Drucaroff encuentra que, en el caso de la NNA, con los huesos de los Gigantes –dicho con mayúsculas de arquetipo- se ha construido una torre adonde nadie eligió subir: ciertas arquitecturas están fuera de nuestra voluntad. Es difícil escoger el patrimonio que nos define. Una torre donde desde lo alto, más que ver más lejos, porque la mirada se vuelve hacia abajo, hacia los cimientos de esa torre, se escucha un mantra: cadáveres, hay cadáveres. Por eso la doble condición que envuelve a los narradores: privilegiados y prisioneros.
    Nadie tiene la obligación de escribir sobre nada. Pero sí debería existir el compromiso de leer desde un lugar que permita una cabal comprensión de las circunstancias que nos toca vivir. Este libro no se enarbola como la única manera posible de hacerlo, por supuesto, pero el esfuerzo hecho para congregar un vastísimo repertorio de voces en un coro que entone la canción que mejor nos canta, es algo que debe celebrarse.
    Por eso quiero destacar ante todo las fuentes de las que se ha valido Drucaroff. A las inevitables colecciones de las grandes editoriales se suman las pequeñas, las independientes, las monografías, las obras inéditas, los pareceres de alumnos avanzados. Si bien hay pinceladas que son más elocuentes que otras, la autora no ignora la contundencia de los trazos más pequeños. Con las cartas sobre la mesa, los libros sobre la mesa, la tarea es darle forma y sentido a lo que leído de manera incompleta no puede sino leerse mal. Quince estrellas no forman una galaxia, sino una constelación. Y es difícil orientarse con solo una. Muchas constelaciones entonces, para ver esas manchas temáticas, ciertos procedimientos.
    Como si siguiera principios aristotélicos, la autora no arranca de una idea para luego buscar los casos particulares que son legitimados por ella sino al revés: a partir de lo encontrado –creo que todo se inicia por la cantidad de fantasmas que cree reconocer en los textos que fue leyendo- se llega a la idea. El viejo juego de si la esencia es previa o posterior a la existencia. De allí que el buen gusto como criterio de validación sea arbitrario; básicamente la reducción de una obra a sus planteos formales no tiene nada de malo siempre y cuando no sea ese el único criterio de legitimación. En ese sentido Drucaroff reconoce los valores que les caben a obras que no tematizan el pasado.
    Pero el punto es este: al narrar una derrota esta generación no es percibida como resistencia cultural contra el menemismo, más aún, una actitud filicida se abate sobre ella. Es que no hacerse cargo de la derrota, de distanciarse del pasado, quedarse atrapado en la cárcel del lenguaje, reducir la obra a la forma pura es ignorar una realidad de cierta urgencia. Eso es bien válido, creo yo que cree la autora, en Finlandia donde la nada tiene la paradójica condición de pasar. Caramba, es algo parecido a lo que aquí ocurre: acá continua pasando una de las versiones más fecundas de la nada: el vacío. Dicho en otros términos: mientras los desaparecidos continúen en su tesitura ontológica el pasado nunca será pasado, sino un aguijón. Claro que los modos de abordaje hacia este presente por las NNA no son los de quienes, al decir de la autora, adquieren su conciencia cívica, su conciencia de sujetos, hasta 1973. Las estrategias son otras porque el sentir es otro. Porque el pasado es presente porque el futuro, incógnita. Una mínima enumeración: la ausencia de certezas, la falta de un espíritu de cuerpo, que no de conciencia grupal en la segunda generación, la trama como trauma. Es decir, no se evita el conflicto, aclara con vehemencia, sino que se lo trabaja desde otro lado y con otro tono. Irreverencia, ironía, desconcierto, escepticismo.
    En Los prisioneros de la torre la autora retoma su análisis del prólogo del Nunca Más. Este prólogo no opera “solo como denuncia de lo que ocurrió sino como manual de lo que se le espera al que dé batalla, como procedimiento disciplinador. Un prólogo que aterroriza y amordaza”. Pues el libro que hoy se presenta, más allá de su puesta en estado de problema de lo que se soslayaba como tal, de constituir una eficaz lectura de lo que ha acontecido en la literatura los casi últimos 20 años, nos exige, nos intima a no construir panópticos ni torres donde colocar a las generaciones que nos sucedan con los huesos de nadie. Y estas, si todo sale bien, deberán ser las más beneficiadas por este libro.


Luis Sagasti
Bahía Blanca, EdM, diciembre de 2011
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