n el escudo que forjó para Aquiles, Hefesto representó dos ciudades, y en una de ellas a dos hombres que se disputan acerca de una indemnización. Uno pretendía haberla pagado, y el otro negaba haberla recibido. Ambos recurren entonces a un tercero para zanjar el diferendo: un istôr. Este vocablo suele traducirse, en este pasaje, por juez. El tribunal que se constituye a continuación, no obstante, está compuesto por ancianos (gérontes), y no por el mencionado istôr. El sustantivo istôr, en efecto, proviene del verbo eidô, ver, y significaba en griego testigo: el que sabe porque vio. De hecho, basta con restituir la digamma perdida de la antigua lengua griega para reencontrar una raíz más reconocible: *wistôr o *vistor. Pero como explica Benveniste, el istôr, por su carácter de testigo, puede servir de árbitro entre los litigantes y sería una traducción preferible en aquel pasaje de la Ilíada (el vocablo latino arbiter, de hecho, también significaba testigo y adquirió a continuación el sentido que le damos actualmente a “árbitro”).
Es cierto que el sustantivo istórion –testimonio, declaración o alegato– va a pasar a significar a más tarde investigación o indagación, y que esta función podía cumplirla, eventualmente, un juez. Pero al juez que dicta la sentencia y condena al acusado, los griegos no lo llamaban istôr sino dikástês. No cabe duda, aun así, de que la pesquisa judicial se convirtió en el modelo de cualquier averiguación, y por eso durante siglos el vocablo historia se empleó como un sinónimo estudio o investigación en general, como cuando Plinio el Viejo escribió esa Naturalis historia en la que aborda cuestiones relativas a la geografía, la botánica, la medicina o la mineralogía, basándose en testimonios de otros autores.
Desde sus orígenes, por consiguiente, la investigación histórica tiene dificultades para diferenciarse del testimonio y del proceso judicial. Si el historiador no estuvo ahí, ¿cómo pretende saber más que los testigos acerca de ciertos hechos? Y si se consagra a investigar esos hechos, ¿no es para decidir acerca de la inocencia o la culpabilidad de las personas involucradas? El hecho de que la escatología cristiana rematara la historia con un juicio en el que se distinguirían definitivamente los salvados y los condenados, contribuyó a acentuar seguramente esa dimensión judicial de la historia.
Las investigaciones historiográficas se ven escoltadas así por dos narraciones afines: el testimonio de las víctimas y el proceso histórico contra los culpables. Y aunque muchos historiadores, y en especial los marxistas, hayan tratado de establecer una diferencia clara entre los factores históricos y los autores jurídicos, la tentación del arbitraje no cesa de acechar sus obras. Una pregunta se impone entonces: el hecho de saber si Moreno fue un traidor o no, Roca un asesino o no, Perón un revolucionario o no, ¿nos permite explicar los acontecimientos o los procesos históricos que protagonizaron?
La propia narración literaria, en todo caso, tuvo que alejarse de la historia entendida como una reconstrucción unificada y coherente de los hechos para dejar de oponer a los héroes y los anti-héroes, los inocentes y los culpables, las fuerzas del bien y del mal. Y fue alejándose de estas historias que dejó de cumplir la función social del mito: esos relatos que, proponiendo modelos positivos o negativos de comportamiento, transmiten los valores de una comunidad.
Tal vez aquella perseverancia de la dimensión judicial de la historia provenga de la función mítica de los relatos que apuntan a reproducir ciertos lazos sociales. Puede que un historiador sea perfectamente riguroso a la hora de establecer la inocencia o la culpabilidad de un personaje histórico, pero si orienta sus investigaciones en esa dirección, se debe a que pretende reproducir, a través de su narración, ciertos valores políticos o morales. Lo que nos sugiere hasta qué punto, e independientemente del estatuto ficticio o no de los hechos evocados, la historia nunca logra alejarse demasiado del mito.
Dardo Scavino,
Bordaux, EdM, Diciembre 2011
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