RELATOS

Los Perros de Manuel, por Silvana Liello


Manuel, el mayor de mis hermanos, quiere verme, por eso nos movemos hacia el oeste. Es temprano. Hay una capa uniforme de nubes que le da al día un color blanco, lechoso. A veces se abre como un algodón que se deshilacha y quedan al descubierto retazos de cielo celestes. Entonces, creo ver, en alguno de ellos, la luna. Una luna muy delgada, casi transparente. Los vidrios de la ventanilla están empañados y hago dibujos con la uña. Una inicial, la de mi nombre, un árbol triangular, una casa. Luego largo el aliento y las figuras pierden nitidez, como un paisaje cubierto por la bruma. Desde que me fui, poco después de la muerte de Mario, no he vuelto a hacer este recorrido. Ya pasamos frente al estadio, el hospital y ese tanque enorme que hay en la ruta con un cantero en el medio. No tenía idea lo mucho que me había alejado de la casa. En este momento estamos atravesando el cruce de las distintas autopistas y Miguel, ahora, no habla, maneja con una concentración dolorosa, que no le recordaba.
    El timbre de planta baja sonó temprano esta mañana. Apenas atendí reconocí la voz del segundo de mis hermanos, me dijo: Manuel quiere verte.
    Ignoro como me encontró, hace años que me fui de la casa. Lo primero que se me ocurrió fue cortar sin responder. El aparato volvió a sonar. Levanté el tubo, otra vez la voz de Miguel: Apurate, te espero abajo. Eso fue todo. No pude oponer ningún tipo de resistencia. Mientras bajaba por el ascensor pensaba, no sin una mueca de terror y asco, en esas torres que, mediante un sofisticado sistema de explosivos, los expertos hacen implosionar. Los cimientos de mi nueva vida ahora se sacudían con la inminencia del derrumbe. Sólo que en mi caso no hizo falta tanto, apenas la voz de Miguel, surgiendo plana, sin fisuras, entre los circuitos.


    Miguel maneja uno de esos vehículos que, en el taller de la casa, confeccionan con restos de otros. No me atrevo a decir nada, mucho menos a preguntar por Nico. Mi hermano mantiene el entrecejo fruncido y los músculos de la mandíbula en tensión, como si fuera un perro mordiendo un trozo de madera, que alguien le ha dado para descargar su rabia. Esta imagen me recuerda los perros de Manuel. Manuel siempre ha tenido una cantidad imprecisa de canes. El dice así: “mis canes” y estira los labios tapados por los pelos duros del bigote, en una mueca que pretende ser una sonrisa. Una sonrisa finita que me hace pensar (vaya a saber por qué) en el filo de una navaja. Yo tengo presente sobre todo al Moro. Era un perro grande, negro, de ojos amarillo, que ya era viejo por la época en que yo vivía en la casa. El animal me seguía por todos lados, ignoro la razón, pero me había tomado ese afecto. Un día le empecé a dar parte de mi comida. También a acariciarle la cabeza o debajo de la barbilla que era donde más le gustaba. Todo esto, claro, sin que Manuel lo supiera. Una bronca suya podía tener derivaciones insospechadas. Tocar a los perros estaba terminantemente prohibido en la casa. No hay que malcriar a los canes, decía el mayor de mis hermanos, porque después no obedecen. De todas formas los perros tenían mucho de salvajes y no siempre acataban las órdenes. Pienso que ellos, los perros, eran, en cierta forma, más valientes que nosotros, los habitantes de la casa.

Salimos de la autopista y giramos en la rotonda. Hacemos tres cuadras antes de doblar a la izquierda. Luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Este último tramo, antes de llegar a la casa, siempre me ha parecido el más intrincado. A los costados la vegetación es exuberante. Hay casas de chapa y madera, entre los árboles. Algunas, pocas, de material. Me cuesta memorizar el orden de las vueltas que vamos dando, dato fundamental para poder salir de la zona. Si lo hice una vez fue por la ayuda del Lacio, unos de los sobrinos de don Nicolini. Después el muy hijo de puta estacionó la furgoneta de la funeraria a pocos metros de la entrada de la autopista y apagó las luces. Se bajó el cierre y me señaló con los ojos la bragueta. Hice lo que quería y no nos volvimos a ver.
    A esta altura las calles son de tierra y avanzamos dando bandazos. Miguel sigue conduciendo con la misma concentración. La última vez giramos a la izquierda, ahora a la derecha. Algo en el ambiente, la luz, las marcas de la naturaleza. Esas ramas, por ejemplo, la forma de la esquina, el dibujo de las huellas por las que nos movemos, anticipan la proximidad de la casa. Volvemos a doblar a la izquierda y ahora sí, ya puedo distinguir el pino y la hoja del portón que se mueve, se abre de a poco. Nos acercamos unos metros y veo a un tipo que está parado en la entrada. Es Nacho, me dice Miguel. No puedo creer que sea mi sobrino. Le ha crecido el pelo y una barba oscura y espesa que lo hace parecer aún mayor. Cuando me fui de la casa apenas le empezaban a asomar unos pelos lánguidos debajo de la nariz. Tiene puesto un jean roto en las rodillas, manchado de aceite por todos lados y una camisa desabrochada. Me saluda levantando una mano y comienza a hacerle señas a Miguel para que entre el auto y lo estacione entre dos carrocerías a medio armar. Hay neumáticos rotos tirados en todo el terreno. Antes de salir del auto ya veo los perros. Salen de cualquier lugar, algunos vienen del fondo, otros del lado de la casa. Los hay de todo tamaño y color, no me atrevo a preguntar por Moro. A Miguel le mueven la cola y les hacen fiesta, a mí me ladran y miran con recelo. Distingo entre todos a un caniche blanco lleno de barro y a un labrador empapado. Se debe de haber tirado a la pileta, me dice Nacho, le encanta el agua. Doy unos pasos, me muevo con cuidado, entre animales. Ellos no dejan de medirme. Han dejado en paz a Miguel y ahora él y Nacho observan la escena manteniendo la distancia: en este momento me encuentro rodeada por los perros. Unos cachorros, poco más grandes que una rata, que apenas pueden moverse, se arrastran entre los yuyos y llegan a olisquear la goma de mis zapatillas. El caniche ha comenzado morder y dar tirones de mis botamangas y el labrador se me acerca de manera peligrosa, sin dejar de ladrarme. Intento mantener la calma pero siento la adrenalina crecer en todo mi cuerpo. Entonces escucho la voz de Manuel, desde el taller, espantando a los canes. Algunos acatan la orden y se van, otros persisten. Entre ellos el caniche y el labrador. Entonces Manuel vuelve a espantarlos, esta vez, además de gritarles, golpea unos fierros. Se van todos, menos el labrador. La bestia emana un olor nauseabundo. Me muestra los dientes, gruñe y de apronto apoya las patas delanteras en mis hombros. Gotas de baba caen en mi abrigo. Quito la cara y lo veo a Manuel salir del taller con una herramienta en la mano. Viene rápido, ya casi lo tengo encima. Siento el golpe de una patada y el animal grita antes de salir corriendo. Entonces mi hermano, como para enfatizar el dominio de su voluntad contra el instinto de la bestia, tira la herramienta en dirección de esa huida. La llave inglesa cae entre los pastos altos, con ímpetu sordo, sin ni siquiera llegar a rozar al animal que ya cruza el alambrado y se pierde entre las cañas. No puedo hablar, todavía siento que me tiembla todo el cuerpo. Manuel me acomoda la ropa y me da un golpecito suave, con la mano abierta, en la cara. Bienvenida a la casa, me dice.

Estamos reunidos frente a la parrilla. Manuel preparó pollo al disco. Nacho lo ayudó cortando los vegetales. Con mucho cuidado rebanó cebollas y morrones, con un cuchillo de mucho filo y mango de hueso que, según me han dicho, perteneció a mí padre. Mi padre murió poco después de mi nacimiento. Lo que sé de él lo supe juntando retazos de conversaciones de mis mayores. Sé que le gustaban los fierros, el vino, los cuchillos. Sé que cantaba tangos y le faltaba un ojo. Usaba una prótesis que mi hermano mayor guarda en un estuche de terciopelo negro. El estuche siempre lo lleva encima. Ahora mismo lo miro y pienso que el ojo de mi padre debe estar oculto en ese bulto que le sobresale del bolsillo de la camisa. Cuando le viene bien, mi hermano, abre el estuche y se concentra en ese vidrio: es como volver a encontrarse con la mirada del viejo, dice. También dice que mi padre murió por honor. La verdad no sé a que tipo de honor se refiere. Tampoco me interesó, debo confesarlo, averiguar más a cerca de la vida de ese hombre capaz de obstinarse en ciertos detalles, que alguien podría juzgar mínimos, pero que para él, intuyo, habrán tenido un significado especial, como elegir una misma inicial para el nombre de sus tres hijos varones: Manuel, Miguel, Mario, en ese orden.
    De mi madre sé menos aún, está terminantemente prohibido nombrarla en la casa.
    Mi cuñada y Sonia, en este momento, vienen de la cocina trayendo bandejas con las ensaladas. Alicia tuvo a mi sobrina de muy joven y cada vez se parecen más, a tal punto que cuesta, viéndolas así, de un golpe de vista, identificar de inmediato quien es la madre y quien la hija. Las dos son bajas, gorditas, con el pelo lacio y largo. Las dos tienen rasgos delicados de cerdito y dicen más o menos las mismas cosas. Ahora me dicen que se alegran de volver a verme en la casa.

Miguel y mi sobrino van hasta el taller y vuelven cargando los caballetes y las tablas. Arman la mesa debajo de la parra. Ayudo a tender el hule y a repartir los cubiertos. Manuel viene de la parrilla con el disco de arado y lo coloca en el centro de la mesa. Tiene la camisa mojada debajo de las axilas y el pelo pegado de transpiración en las sienes. Dice que ocupemos nuestros lugares. Los lugares son inamovibles, el mayor de mis hermanos y mi cuñada en las cabeceras, Miguel a la derecha de Manuel, luego vengo yo y a mi lado Sonia, mi sobrina. A la izquierda de Manuel, hay un plato y una silla vacía, inmediatamente después se acomoda Nacho, justo enfrente mío. Hace algunos años, antes de que yo me fuera de la casa, Mario, el menor de mis hermanos, desapareció todo un día. Al amanecer del siguiente lo encontraron en un terreno baldío. Era invierno, había helado durante la noche y los pastos estaban blancos. Mis hermanos cargaron el cuerpo hasta el taller. Yo era una pendeja entonces, pero pude espiar por las rendijas de las chapas: Miguel despejaba una mesa cargada de herramientas, las tiraba con desesperación al piso. Manuel sostenía el cuerpo como podía, apoyándolo en los bordes del mueble. Tenía las extremidades desgarradas y el cuello abierto. La ropa rota. Parecía haber sido atacado por un animal salvaje. En cuanto pudieron lo acomodaron boca arriba sobre las tablas y lo desnudaron. Manuel limpió cada parte del cuerpo utilizando trapos y algodones. Me sorprendió el empeño y la delicadeza que ponía en cada acción. Nunca había visto a mi hermano tan ensimismado, los ojos le brillaban y un rictus de dolor le desfiguraba la boca. Sin embargo sus movimientos, siempre precisos y resueltos, hacían pensar que de esa labor, la de componer la muerte, dependía algo fundamental para la vida. En cambio Miguel era una sombra, un animalito herido. Después de haber desparramado las herramientas en el piso, como si se le hubieran agotado las fuerzas, se quedó ahí, muy quieto, acurrucado en un rincón. De vez en cuando se ponía de pie, empujaba el palo que sostenía la hoja de la ventana y sacaba la cabeza por la abertura. Su cuerpo flaco y seco, se sacudía antes del vomito. Más tarde, esa misma noche, llegó don Nicolini con la furgoneta de la funeraria. Lo acompañaban el Lacio y otro tipo que no alcancé a reconocer. Mi hermano le había cortado varios autos al viejo. Me acuerdo que la madera del cajón era clarita y brillaba en la oscuridad. Lo enterraron al amanecer, debajo del eucalipto más viejo, junto a la tumba de mi padre. Desde entonces mi hermano mayor no ha dejado de guardar el lugar de Mario, a su izquierda, en la mesa.

Comemos ante los ojos ansiosos de los perros Hablamos de temas diversos. Manuel no deja de decir lo feliz que lo hace verme de nuevo en la casa. Sonríe mi hermano mayor y cuando lo hace siento el filo de una navaja insustancial cortándome la cara. Entonces se dice algo referido a la luna, a la madrugada y a un ruido en la puerta. Nadie menciona un nombre, nadie dice, por ejemplo, Nico (Manuel no soportaría admitir que algo anda mal en la mente de ningún miembro de la casa) pero todos sabemos que se habla de él, por lo tanto, tomo esta referencia como la primera vez en el día en que se menciona mayor de mis sobrinos. Retenemos la respiración. La sensación es como la de alguien que ha logrado frenar a tiempo justo antes de un precipicio. El silencio es difícil. Nos hundimos en él como piedras arrojadas en un barro blando. Es cuando ocurre algo inesperado: unos perros logran de hacerse de unas presas que Manuel, a último momento, ha decidido no agregar al disco. Se produce un revuelo de animales y gritos. Nos ponemos de pie. Los perros logran huir sin soltar los pedazos de pollo crudo. Manuel desiste de una persecución inútil y volvemos a la mesa. Alguien propone un brindis por mi regreso a la casa. Hacemos chocar los vasos. La conversación fluye, ahora, como un río delgado que se abre paso entre las rocas. Sonia me dice por lo bajo que Nico ha empeorado en el último tiempo, que no soporta que nadie lo vea, que antes de entrar a la casa hay que anunciarse y esperar. No puedo dejar de mirar para el lado de la casa. La ventana que da al patio y a la pileta, mantiene las cortinas corridas. Presiento la figura delgada y alta de Nico del otro lado.

En la casa se acostumbra a descansar después del almuerzo. La tarde se ha puesto agradable y Sonia tiró una lona en el pasto. Los perros se han tranquilizado. Los puede ver desparramados por todo el terreno. Algunos duermen, pero intuyo que la mayoría permanece alerta. Mi sobrina me cuenta cosas, ahora que la madre dormita en la mecedora de la galería. Me habla de los cuerpos que han ido apareciendo tirados como animales. Mario fue el primero pero no el último. Los cuerpos aparecen desgarrados, con la ropa rota y en madrugadas de lunas llenas. La gente de la zona murmura cosas a nuestras espaldas, me dice mi sobrina y su mirada cambia, se vuelve menos luminosa. Miro a Manuel descansar debajo de los Tilos, siempre con los perros cerca. Como todo lo que duerme ha perdido ferocidad. Y hasta me causa una ternura extraña su enorme cuerpo blando, manchado de sol, balanceándose como una morsa en la hamaca paraguaya. Esta leudando, digo. Mi sobrina se ríe y caigo en la cuenta de que he extrañado, sin saberlo, el sonido de su voz descompuesto por la carcajada. Le hago señas para que se calle. No quiero que se despierten, no todavía. Mi sobrina me dice que no me haga problemas, que sus padres tienen el sueño muy pesado y que Nacho y Miguel siempre se tiran en dos reposeras que hay en el taller, imposible que nos escuchen. Ahora me habla de los sobrinos de Don Nicolini y sus ojitos vuelven a ser luminosos. No parece tener el menor interés en querer saber como fue mi vida lejos de la casa. Me sorprende y me apena esta falta de curiosidad. Pienso que para ella el universo empieza y termina en la casa y la zona en la que se encuentra. Me confiesa que le gusta el menor de los Nicolini. Yo aprovecho y le pregunto sin mucho énfasis, como al pasar, por el Lacio. Es un misterio, me dice, desapareció un día y no se ha vuelto a saber de él.

Ahora mi sobrina parece también dormir. Me paro muy despacio y los perros no se mueven. Pruebo, doy un paso, doy dos y los perros quietos. Camino con decisión pero sin perder la calma hacia la casa. Paso frente a la pileta. La pileta es de fibra de vidrio y la trajo un verano Mario. En ella, Nico y yo, nos divertíamos bastante, en otras épocas. No son muchos los años que le llevo. Fuimos muy compinches hasta que empezó el gran cambio, eso de lo que nadie quiere hablar. Sigo caminando, mi cuñada duerme con la boca abierta. A un costado de la puerta de la cocina, echada sobre una cobija con los bordes raídos, me encuentro con una perra. Es una perra mestiza, marrón clarito, de patas largas. Parió hace pocos días y los cachorros famélicos y pelados se mueven como gusanos entre sus tetas. Abro el mosquitero y las bisagras producen un chirrido finito. Espero a que todo se aquiete y golpeo el vidrio de la puerta de entrada. Nico, digo, soy la tía. Silencio. Vuelvo a golpear. Nico, soy yo y voy a entrar. Mi tono no es alto ni bajo, simplemente hablo, digo, vuelvo a decir: Nico, mira que entro eh. El vidrio es grumoso y veo una silueta que pasa. Espero unos segundos más y entro. Como siempre todo reluce en la cocina. La tele está encendida pero sin sonidos. Veo una mujer llorando ante los micrófonos, la cámara cambia y muestran el derrumbe de un edificio. Sigo caminando. La puerta de la pieza de Nico esta entornada. No me detengo, llego al fondo del corredor y entro al baño. Luego de hacer mis necesidades abro la canilla de la pileta y me mojo la cara. El agua fresca en la piel me hace bien. Pienso en Nico, en su presencia tan cerca y a la vez tan lejos, ¿Cuándo, en verdad, empezó el desencanto?. Mi cara en el espejo del botiquín no parece haber cambiado mucho desde la última vez que me vi reflejada en él. Entonces escucho un ruido y pasos que se acercan. El picaporte se mueve. Intentan abrir la puerta. El corazón me late con fuerza, me pregunto si la luz del día alcanzará para protegerme. Tía, la voz de mi sobrina es apenas un susurro. Quito la traba. Es un alivio ver la cara de Sonia del otro lado. Es peligroso tía, me dice y salimos de la casa.

Poco antes del anochecer caminamos precedidos por nuestras sombras. Los álamos comienzan a pelarse. Las ramas más altas dibujan una ligera filigrana contra el cielo. El otoño avanza lento como un rumor de voces ocres. Osamentas de animales se pudren entre los pastos húmedos Un perro flaco nos sigue a cierta distancia. No hablamos. O hablamos muy poco y cuando lo hacemos, tengo la impresión de que nuestras palabras persisten en el aire como figuras de humo. El terreno es inmenso y a lo lejos, entre los árboles, se ven los techos negros de algunos ranchos. Aprieto el ramo de flores disecadas hasta sentir el dolor en mis dedos. Las flores son una labor de Sonia, a eso dedica mi sobrina el tiempo libre. Las copas vastas de los eucaliptos han adquirido una tonalidad levemente ocre en lo alto. Dejamos los ramos sobre las tumbas y volvemos. El perro flaco se me acerca y puedo reconocer en él, los ojos amarillos del Moro. Tiene una pata agusanada y camina con dificultad, pero esta vivo y me mueve la cola. La noche ahora es plena y una la luna inmensa ilumina las hojas secas que se pudren en la superficie de la pileta.
No creo que pueda volver a salir de la casa.

Silvana Liello,
Buenos Aires, EdM, Diciembre 2012
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