os filólogos pergeñaron durante años las hipótesis más aventuradas acerca del posible parentesco entre los vocablos nacer y conocer. No podía ser que dos palabras tan ostensiblemente semejantes no tuvieran un origen común, aunque resultaba difícil explicar cómo habían terminado dando lugar a dos significaciones aparentemente tan lejanas. En efecto, nacer se dice en griego gignomai, y conocer, gignosco, y estos vocablos corresponden al (g)nascor y el (g)nosco del latín (esa “g” perdida se conservó hasta nosotros en variantes como ignorante o cognitivo). Hay quienes conjeturaron una dimensión iniciática del conocimiento que podía entenderse también como un nuevo nacimiento. Y hay quienes, más sencillamente, pensaron que al nacer, el niño conocía el mundo.
Pero en 1926 Emile Benveniste propuso una solución ingeniosa a este problema. El joven lingüista sirio abordó la cuestión desde la perspectiva del vocablo genuinus (auténtico, verdadero, legítimo) que para la mayoría de los especialistas procedía de los verbos geno o gigno: engendrar, generar (una pro-genitura). Gracias a una comparación con otra lengua indo-europea, el iraní, Benveniste demostró que genuino provendría más bien de genu, es decir, rodilla (la raíz genu sobrevive en el adjetivo español genuflexo, mientras que la variante griega, gónu, se encuentra, pero bajo su acepción de “ángulo”, en palabras como polígono, pentágono o diagonal).
El asunto era entender ahora por qué había sido así, y la respuesta la había dado unos años antes un colega de Benveniste, Joseph Loth: según una antigua costumbre, los padres o los abuelos reconocían a sus hijos y nietos recién nacidos poniéndoselos sobre las rodillas. Baste con evocar, para el caso, dos pasajes de los poemas homéricos. Uno, en donde Afrodita se queja ante su madre porque Diomedes la hirió cuando ella quiso proteger a Eneas, y en el que Dione le responde: “No sabe que el hombre que ataca a los inmortales no vivirá mucho tiempo y no regresará de la terrible contienda para oír a sus hijos llamándolo padre cuando los suba a sus rodillas”. El otro, durante la célebre escena de la Odisea en que Euriclea reconoce la cicatriz de Ulises y le recuerda que su abuelo, Autólico, volvió un día a Ítaca y “encontró a un recién nacido, hijo de su hija”, y entonces ella “le puso el niño sobre sus rodillas”. Pero podríamos recordar también que los españoles recurrían hasta hace poco al vocablo rodilla para referirse al grado de parentesco entre dos personas (“séptima rodilla”, por ejemplo, era el séptimo grado de consanguinidad).
El hallazgo del joven Benveniste le permitiría conjeturar a su maestro, Antoine Meillet, que la familia de palabras relacionada con el verbo geno y el sustantivo gens (entre ellas, gente, génesis y genética) no aludían, en otras épocas, a un hecho natural sino más bien cultural: el reconocimiento del recién nacido y su consecuente adopción como integrante de la gens y parte de la progenie, lo que implica que la mencionada voz griega gónu estaría efectivamente en el origen de gónos, el engendramiento, o que la similitud entre hexágono y epígono no sería, como se pensaba, fortuita. La raíz pater, de hecho, tampoco alude en las lenguas indo-europeas a quien ha engendrado físicamente a los niños sino al jefe de la familia, al pater familias. De manera que (g)nosco no habría tenido, al menos en un principio, la significación de “conocimiento”, en el sentido de la adquisición de un saber, sino de un “reconocimiento”. El padre no necesita saber a ciencia cierta si ese niño tiene sus genes para reconocerlo como hijo: ese reconocimiento no es una descripción verdadera o falsa de un estado de cosas sino una declaración, es decir, un acto de habla que establece aquello que enuncia, como cuando alguien dice “tú eres mi hijo” o ejecuta un ritual con el mismo valor performativo. Los verbos gignomai y (g)nascor no habrían tenido, en un principio, el sentido de aparecer en un mundo sino en un grupo familiar. Después de todo, ¿no hablamos todavía de “ignorar a alguien”, en el sentido de “hacer como si no existiera”? El neologismo ningunear, precisamente, nos sugiere hasta qué punto no basta, para comenzar a “ser alguien”, con haberse asomado físicamente a este mundo: hace falta, además, el reconocimiento de los otros.
En nuestras sociedades, dos interpretaciones de lo genuino parecieran haber entrado en conflicto: por un lado, el conocimiento científico permite establecer la paternidad gracias a un test genético, de manera semejante a cómo un estudio de los trazos de un pincel permite establecer la autenticidad de un cuadro, o la trama de un papel, la legitimidad de un billete; por el otro, el reconocimiento simbólico convierte la paternidad en una adopción, hasta de los hijos biológicos. Y no sería muy aventurado sostener que en esta alternativa se está poniendo en juego el estatuto futuro de lo humano. Lo curioso, en este caso, es que la segunda opción, aquella que prosigue con las más antiguas tradiciones, no es defendida hoy por los sectores más conservadores de la sociedad sino por los partidarios, entre otros, de la homoparentalidad.
Dardo Scavino
Bordeaux, EdM, febrero 2012
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