os gauchos, aseguraba Sarmiento, se acostumbran desde la infancia a matar las reses, “y este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre y endurece el corazón contra el gemido de las víctimas”. Esto permitía explicar, a su entender, por qué Rosas no tenía inconveniente en reclutar a esos gauchos para aterrorizar el país. Y a la hora de contraponer el gobierno de Rivadavia al régimen del estanciero bonaerense, va a decir que el primero “nunca derramó una gota de sangre”, mientras que el segundo “se ahogaría en el lago que podría formar toda la sangre que ha derramado”. Sarmiento medía en litros de flujo sanguíneo la crueldad de una persona o la barbarie de un régimen, y por eso lo salvaje era, en el Facundo, el punto extremo de lo bárbaro, como cuando cuenta la vida de aquel soldado, Navarro, que se casó con la hija de un cacique y se habituó “a comer carne cruda y a beber la sangre en la degolladura de los caballos”, hasta que al cabo de cuatro años se hizo “un salvaje hecho y derecho”.
Pero esta asociación sarmientina entre la sangre, la crueldad y la carne cruda tiene una larga historia en Occidente. El vocablo crúor, raíz de crudus y crudelis, significaba, en principio, sangre, y si se distinguía de sanguis, se debía a que la primera se esparcía y la segunda circulaba por el cuerpo (nosotros conservamos el vocablo crúor, es cierto, pero como un sinónimo técnico de hemoglobina). Crudescere significaba, en este aspecto, sangrar, y recrudescere, volver a sangrar, lo que explica por qué seguimos empleando este verbo para referirnos a un mal (y nunca a un bien) que reaparece, incrementándose, después de haber retrocedido. La diferencia entre un sacrificio cruento y otro incruento, no pasaba por el uso o no de la violencia sino por la efusión o no de sangre. El holocausto, o la incineración (kauseos) completa (holos) de la víctima, formaba parte de esos sacrificios incruentos.
La carne cruda, en este aspecto, era aquella que sangraba, mientras que la asada eliminaba este fluido (assus proviene de ardere, quemar, y se emparenta con aridus, seco). Según una creencia muy extendida en Roma, la crueldad de los hunos estaba estrechamente vinculada con su afición por la carne cruda, es decir, sanguinolenta, y entibiada apenas bajo las monturas de sus potros. Y por eso los griegos del período romano servían dos tipos de carne durante las bodas suntuosas: basilikôs, o asada a la manera real, y barbarikôs, o cruda. Los bárbaros eran, para ellos, ajenos a la cultura griega o romana y, como consecuencia, a la cultura en general, y esto los situaba, además, fuera de la propia humanidad, junto a las fieras que comían carne sin cocinar.
Pero esta animalización de los otros no era una exclusividad helénica o latina. Todas las sociedades humanas, como lo observó Lévi-Strauss, piensan que la diferencia entre naturaleza y cultura coincide con la separación entre lo crudo y lo cocido, y muchas suponen que sus enemigos son crueles y, además, amantes de las carnes crudas, es decir, sanguinolentas. Y cada cultura se complace en repetir estos relatos acerca de la crueldad de los enemigos y la educación de los amigos (tanto Sarmiento como Echeverría habían denunciado la crudeza del régimen de Rosas, pero uno de los más importantes obras del antimperialismo de los años 1970 se intituló Las venas abiertas de América Latina, y comenzaba con una alusión explícita a las inclinaciones vampíricas de las potencias capitalistas de entonces). No hay cultura sin relatos, es cierto, pero tampoco sin gastronomía, lo que significa que no hay cultura que no gire, de una manera o de otra, en torno al fuego.
Dardo Scavino
Desde Bordeaux, Francia, EdM, junio de 2012
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