un Tzu sabía, por experiencia, que el arma más poderosa en la guerra era el engaño. Proporcionarle una información falsa al enemigo podía resultar más ventajoso que obtener alguna información verdadera sobre él. Los servicios de inteligencia terminaron llamando desinformación a esta artimaña. Y cualquier estado mayor se dota de importantes medios de espionaje para obtener informaciones útiles acerca de sus enemigos, pero también de importantes medios de contraespionaje para desinformarlo.
Entre las obras maestras de la desinformación durante la Segunda Guerra se encuentra sin lugar a dudas la Operación Fortaleza, cuando los Aliados lograron convencer al estado mayor alemán de que el desembarco tendría lugar en Calais en lugar de Normandía. Para eso, simularon instrucciones a través de transmisiones radiales y telegráficas, pusieron falsos planes de desembarco en los bolsillos de un cadáver, recurrieron a varios agentes dobles –como el legendario “Garbo”–, y hasta montaron un escenario de tanques, aviones e infraestructura militar de utilería, destinado a engañar a los pilotos alemanes que sobrevolaron el lugar. Lograron así que la Wehrmacht concentrara el grueso de sus tropas en las inmediaciones de Calais desprotegiendo Normandía.
Pero estas técnicas de desinformación pueden emplearse también para inducir opiniones y comportamientos en toda una población. Uno de los ejemplos más pavorosos de la influencia de la desinformación sobre las multitudes deben haber sido Los protocolos de los sabios de Sion. Escritos por un agente de la policía secreta zarista, y publicados a mediados de 1902 en San Petersburgo, estos falsos protocolos se proponían convencer a los rusos de la existencia de una conspiración judía internacional para dominar el mundo. Esta campaña de desinformación había tenido el objetivo de endosarle a esa colectividad las penurias padecidas por la sociedad rusa bajo el imperio zarista. Y los pogroms de principio de siglo XX fueron una de sus primeras consecuencias. Pero tras el derrocamiento del zar, estos protocolos terminaron convirtiéndose en un best seller europeo que contribuyó, entre otras cosas, a la victoria de Hitler en Alemania.
Intervino en este caso un elemento crucial de la desinformación, y es que ésta no se propone cuestionar las creencias o los valores de un grupo. Al contrario, se apoya en ellos. La desinformación no aspira a convertir sino a persuadir. Porque para persuadir a alguien de la existencia de un hecho, nada mejor que contarle una historia que confirme sus valores. Los protocolos no convirtieron a una parte de la población europea al antisemitismo. Se apoyaron en su antisemitismo larvado, milenario, para persuadirla de la existencia de un complot judío. El autor no se privó ni siquiera de plagiar ostensiblemente algunos panfletos antisemitas y hasta imaginó una periódica reunión de conspiradores en el cementerio de Praga. El triunfo de esta campaña tuvo como consecuencia la reacción política que conocemos. Y si existe una diferencia clara entre desinformación y propaganda es precisamente esa: la propaganda busca convertir, la desinformación no. El propio vocablo propaganda proviene de la Congregación Propaganda Fide, esa organización de la Iglesia romana consagrada a la evangelización de los pueblos del planeta. Y la mayoría de las organizaciones de propaganda política se inspiraron en esa congregación. El misionero o el ideólogo buscan transformar la conciencia colectiva. El desinformador, no. Si se interesa en las convicciones de sus semejantes, es sólo para saber a qué valores o principios debe recurrir para persuadirlo de un hecho. Propaganda y desinformación se parecen solamente en un punto: en que tanto los convertidos como los persuadidos se transforman inmediatamente en agentes multiplicadores, aunque los primeros divulguen una doctrina y los segundos un rumor.
En 1999, por ejemplo, el ministro de defensa alemán, Rudolf Scharping, presentó la represión de la guerrilla separatista del UCK por parte del gobierno de Slobodan Milosevic como un presunto plan de “limpieza étnica” para deshacerse de los albaneses de Kosovo. Los nacionalistas serbios lo habían bautizado, según él, Plan Herradura. La intervención del ministro de Gerhard Schröder tuvo lugar mientras la televisión difundía obsesivamente imágenes de refugiados kosovares caminando por las rutas y circulaban los rumores sobre la existencia de fosas comunes en donde el ejército serbio estaría enterrando a familias albanesas. A pesar de la desmentida de los observadores internacionales enviados a la región, periódicos como Le Monde o La Croix siguieron multiplicando esos rumores en Francia. En 1992 los europeos ya se habían conmovido con la suerte de los bosnios de Sarajevo y por la masacre de Srebrenica en julio del ’95, y la prensa les había reprochado a los miembros de la OTAN su criminal inmovilismo. En 1999 la historia parecía repetirse y la mayoría de los europeos apoyaron la idea de una intervención “preventiva” de la OTAN para salvar la vida de miles de niños y mujeres musulmanes (eran otros tiempos, evidentemente). Todos los elementos estaban ahí: el nacionalismo de Milosevic se asociaba con el nacionalsocialismo, la limpieza étnica de kosovares con el genocidio judío, la intervención armada de la OTAN con el fin del régimen nazi.
La guerra contra los serbios tuvo finalmente lugar (sin la intervención, esta vez, de España, ya que José María Aznar, cuyas genuflexiones ante los norteamericanos no son un secreto para nadie, no veía con buenos ojos que los gobiernos de la Alianza Atlántica intervinieran contra un Estado que reprimía una guerrilla separatista). A pesar de haber inculpado a Milosevic por la elaboración del Plan Herradura tras la caída de su gobierno, el Tribunal Internacional por la ex Yugoslavia nunca logró probar su existencia. No se hallaron tampoco las famosas fosas comunes. Y sabemos que el nacionalismo serbio de Milosevic no se inspiraba en Hitler sino en el patriotismo constitucional de Habermas. Un documental de la propia televisión alemana, En el comienzo fue la mentira, probó que aquellas imputaciones habían formado parte de una campaña de desinformación del gobierno del canciller Schröder para justificar los bombardeos sobre Belgrado y el derrocamiento del gobierno nacionalista. Schröder va a terminar trabajando para la sociedad rusa Gazprom. Milosevic murió de un supuesto infarto en la prisión de La Haya.
Como acaba de revelarlo el informe de la comisión Chilcot, las acusaciones contra el régimen de Saddam Hussein a partir de 2002 también formaron parte de una campaña de desinformación de la opinión pública elaborada de común acuerdo por George Bush y Tony Blair para legitimar la invasión de Irak. Esta campaña contó con el apoyo de varios medios de comunicación. Un ex agente de los servicios secretos franceses y especialista de la desinformación, Vladimir Volkoff, había insistido mucho unos años antes en la importancia de las “cajas de resonancia”: periodistas, intelectuales y otras figuras que gozan de credibilidad en la opinión pública, y que terminan sirviendo de relevo, a sabiendas o no, para la campaña de desinformación. Algunos intelectuales franceses como André Glucksmann, Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner recorrieron en pocos días los estudios televisivos para criticar la decisión de Jacques Chirac de no hacer participar a Francia en la alianza invasora. Trece años más tarde –demasiado tarde–, el informe Chilcot responsabiliza a Blair y su administración por la muerte de 125.000 iraquíes, la mayoría de ellos civiles, y recuerda que tanto el sangriento conflicto actual entre chiitas y sunitas como la formación del Estado Islámico son dos consecuencias desastrosas de esa intervención militar.
Sun Tzu no debe haberse imaginado nunca hasta qué punto las armas de desinformación masiva llegarían a desarrollarse dos mil seiscientos años más tarde. A falta de estos medios masivos de persuasión, los emperadores chinos debían contentarse en aquellos tiempos con algunos precarios medios disuasivos como la tortura y las ejecuciones públicas. Después del medioevo, los Estados occidentales también se reservaron el monopolio de esos medios de disuasión masiva que son los ejércitos. Una nueva era se inició, en cambio, cuando las grandes corporaciones se dotaron de poderosos medios de persuasión masiva para precipitar un país a la guerra, imponer leyes, o deponerlas, orientar el rumbo de la economía y desestabilizar los gobiernos. Apoyándose en la noble convicción de una prensa libre, de una información libre, esos nuevos señores organizan cotidianamente sus campañas. No son los nuevos Big Brothers. Tampoco los nuevos Citizens Kane. Más que el camino del estrepitoso William Hearst, siguen los sigilosos pasos del general Sun Tzu.
Dardo Scavino
Burdeos, Francia, EdM, agosto 2016
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