os griegos no tenían inconvenientes en aceptar que los dioses pudieran poseer a los humanos. Y a esta experiencia, común a las pitonisas, los poetas y a todos quienes profiriesen, alguna vez, vaticinios, la llamaban en-théon o en-thou-siasmos, vocablos que significaban “inspiración” aunque aludieran literalmente a la ocupación del interior por una divinidad. Pero sin llegar hasta esta experiencia esporádica, el simple daimon era una potencia divina que ejercía su influencia sobre cualquiera trazándole, por este motivo, un destino. Que este daimon haya ido asumiendo la forma de un “genio”, nadie lo ignora: el buen o el mal “genio”, sinónimo de buen o mal carácter, también le trazaría un destino a los sujetos.
Los primeros cristianos creían todavía en los raptos proféticos que las iglesias pentecostales recuperarían más adelante bajo la calificación de “carismáticos”. El misterioso “don de lenguas” se explicaba, según ellos, por la intervención del Espíritu Santo (es decir, y esta vez literalmente, por la divina “inspiración”). Pero San Pablo ya había desalentado esas prácticas entre los miembros de las comunidades cristianas, sugiriéndoles que se limitaran a seguir la palabra de Cristo y amarse los unos a los otros.
Con el paso de los siglos, sin embargo, esas posesiones se convertirían en intervenciones inexorablemente maléficas o demoníacas. Todo ocurre entonces como si esa potencia divina que los griegos llamaban daimon se hubiese transformado en ese ser maligno que toma posesión de las almas destituyendo el gobierno de la razón y precipitándolas, como consecuencia, en la locura. Alberto el Grande llamaba obsessus (literalmente, sitiado) a la persona poseída por el demonio. Y su discípulo Santo Tomás lo llamaría, retomando un vocablo griego, energoumenos. Este participo pasivo significa “ser actuado”, agitado” o “movido”, como si el cuerpo de una persona obedeciera a la voluntad de otra.
De modo que no había ya, para el doctor angelicus, una buena y una mala posesión: cualquier interferencia en la autonomía del sujeto resultaba, para él, maléfica o irracional. Y aunque el vocablo energúmeno no tenga ya la dignidad satánica de antaño, conserva las connotaciones despectivas que adquiriese en esos tiempos. Es cierto que, algunos siglos más tarde, palabras como entusiasmo o genio, desposeídas de sus dimensiones teológicas, recuperaron su buena reputación. Pero no dejaron de mantener, aun así, su vínculo con la locura y la irracionalidad en el ámbito de la creación artística. E incluso estas experiencias, que el romanticismo había resacralizado, y que van a guardar este estatuto hasta bien entrado el siglo XX, perdieron, como cualquiera sabe, su aura.
Tal vez consideremos que resulta muchísimo más racional creer en la autonomía del sujeto que en aquel conjunto de fuerzas oscuras que afectaban sus comportamientos. Tal vez supongamos que el hecho de rendirle culto a esa presunta independencia del individuo nos salve de alguna de esas maldiciones políticas que se abatieron sobre varias poblaciones a lo largo del siglo XX. La mayoría de las disciplinas sociales, no obstante, pusieron en entredicho hace rato ese mito narcisista de la autonomía del sujeto. Esta creencia subsiste, aun así, como tantas otras, religiosas, tal vez porque repose sobre ella la supervivencia de algunas instituciones, como las elecciones libres y el igualmente libre mercado.
Dardo Scavino
Bordaux, Francia, EdM, agosto 2012
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