ESCRITORES EN SITUACIÓN

Máquinas para escribir: De Lord Byron a Bioy Casares y las computadoras, por Miguel Vitagliano


El fuego consumió rápido la fábrica de hilados. Cientos de hombres y mujeres entregaron a las llamas la máquina tejedora que había venido a arrancarles el trabajo y condenarlos a la miseria. Esa noche de abril de 1811 ardieron decenas de fábricas textiles en Inglaterra, no sólo en Nottinghamshire, también en York, Lancashire y Derby. Miles de soldados fueron encomendados a la represión. Pronto se sumaron espías para localizar al líder que había levantado a las masas contra las máquinas y el progreso. Pero no pudieron encontrar a Ned Ludd: no era más que el nombre que todos repetían y que estaba escrito con carbón en los muros. La lucha de los luddistas tardaría en apagarse cuatro años, aun cuando en febrero de 1812 el parlamento inglés aprobó la pena de muerte para cualquier individuo sospechado de simpatizar con el movimiento. El único en alzar la voz en contra de la ley fue Lord Byron con su “Defensa al Luddismo”, la primera vez que ese nombre de todos se escribió con la pluma y la tinta de un poeta: “Es más fácil fabricar personas que maquinarias/ Y más valiosa la mercancía que una vida humana.” 


Lord Byron murió de cólera en 1824, mientras combatía por la independencia de Grecia. Lejos de la suerte de los luddistas, y muchísimo más lejos de la hija que había abandonado en la cuna en 1815. Nunca imaginó que las máquinas tejerían su propio juego de azar. Nadie sabe tampoco cuál habría sido su reacción de haber conocido las máquinas de escribir. 

Cien años después no fueron pocos los escritores que se resistieron a usar las Underwood, menos por reconocerse epígonos del luddismo que por reconocerlas máquinas. Y la situación se redobló en la década del 80 con los procesadores de texto. ¿Escribir sobre una pantalla como si fuera la televisión? García Márquez salió en defensa de la nueva tecnología y compartió con sus lectores las ventajas que le había dado escribir en una Macintosh plus su novela El amor en los tiempos del cólera: la presión de una tecla había bastado para que el nombre de un personaje cambiara luego de cien páginas de existencia. Era 1985, y un año antes João Ubaldo Ribeiro hacía público que su novela Viva el pueblo brasilero había sido escrita con una IBM y que una nueva era se abría para los escritores. Osvaldo Soriano contaba haber cambiado su Lettera 22 por una computadora para escribir su cuarta novela, A sus plantas rendido un león, y mencionaba en un artículo (“La escritura electrónica…”, Crisis, mayo de 1988) a diez autores argentinos que ya habían hecho lo mismo. El registro daba cuenta de un debate tragado por la aceleración de las últimas décadas. 

Macintosh terminó por ganarle la pulseada a IBM en pocos años; su sistema no precisaba ningún saber operativo, era cuestión de clickear en la pantalla el ícono de lo que se buscaba. El vestigio de cualquier proceso mecánico quedaba borrado, o borroneado, para dar lugar a la eléctrica instantaneidad. Luz, iluminación y razón siempre estuvieron simbólicamente asociadas. Las máquinas de escribir declinaron a la cuenta del resto animal en nuestra evolución. El problema ya no era morder la manzana sino ser parte de Apple Mac, como proponían en esos días las narraciones cyberpunk: individuos cruzados con terminales de computadoras, organismos en los que el tejido humano se combinaba con plaquetas digitales. 

Jamás imaginó algo semejante el padre de la computación, Charles Babbage (1792-1871), cuando, desde 1812, puso todo su empeño en inventar una máquina que ejecutara programas para hacer cálculos. Quizás sí Ada Lovelace (1815 -1852), la joven matemática que se sumó a asistirlo en la investigación. Ella parecía más dispuesta a tomar por asalto el porvenir. ¿Habrá tenido en cuenta que textos y tejidos compartían una misma etimología? Solía decir que la máquina analítica que preparaban tejería fórmulas algebraicas con la misma facilidad que un telar componía guardas de flores, y que algún día hasta podría ser programada para escribir música. Eran sueños en los que Babbage la acompañaba a prudente distancia, aunque estaba tan enamorado de ella que no puso reparos en ayudarla con los cálculos probabilísticos para usar en las carreras de caballos. Ada perdió su fortuna en las apuestas, pero, como dice Pablo Capanna, “nos dejó sus brillantes intuiciones sobre el futuro de las computadoras” (“La increíble vida…”, Página 12, 4-XII, 04) antes de morir a los 36 años; es decir, a la misma edad que su padre, Lord Byron, a quien no recordaba haber visto desde su cuna. En 1984, mientras que el cyberpunk hacía su aparición con la novela Neuromante de Gibson, el Departamento de Defensa de EE.UU. puso en circulación un programa al que llamó Ada, en honor a la mujer que había soñado que las computadoras diseñarían los destinos de los individuos. 

Sentado frente a su Mac, que ya no era la misma que había utilizado para sus dos libros anteriores, William Gibson escribió, en coautoría con Bruce Sterling La Máquina diferencial (1990), una novela en la que se destejía la historia para componerla de otro modo: Ada y Babbage lograban inventar lo que no habían inventado, y Lord Byron sobrevivía a la independencia griega y se convertía en un hombre poderosísimo en Inglaterra. 

La novela se publicó en el umbral de un tiempo decisivo. Dejaba atrás los años de la Guerra Fría en los que un llamado en el “teléfono rojo” era la salvaguarda ante la hecatombe mundial, y dejaba paso a lo que en tres años sería el uso comercial de internet a través de las redes telefónicas. En la imaginación de Ada Lovelace no hubo lugar para predecir algo tan lejano como internet. Lord Byron, en cambio, había llegado más cerca de vislumbrar el presente cuando escribió sobre el riesgo de que la técnica fabricara individuos y disimulara la desigualdad social. Un temor que H.G.Wells interpretó en clave darwiniana en La isla del doctor Moreau (1896), donde un científico transforma animales en seres humanos, y que Adolfo Bioy Casares urdió en clave visual en La invención de Morel (1940): la máquina retiene y reproduce escenas con la ilusión de la eternidad, pero al mismo tiempo que consume la vida de los individuos. Esa máquina fue interpretada como un anuncio de la televisión, de los hologramas, de la realidad virtual, de la vampirización de la mirada, de los simulacros de las “dobles vidas” en la red, y acaso también se la pueda ver como una máquina para escribir: el lugar en el que convergen la pérdida de una vida y el deseo de construir otra. 

Pero Bioy Casares no utilizaba máquinas de escribir, prefería escribir a mano, con rasgos firmes y muy velozmente, como destacó Hermes Villordo (Genio y figura de A.B.C, 1983). Una sola vez entró en su casa una computadora, fue el viernes 15 de marzo de 1996, cuando Clarín llevó un equipo para que el escritor dialogara con lectores de todo el mundo a través de internet. “¿Así que hay alguien preguntando desde Chicago? ¿Y desde dónde más hablan? ¿Eso se ve en la pantalla?”, preguntó Bioy Casares acercándose al monitor a la persona que transcribía sus comentarios. Uno de los participantes quiso saber qué sentía estando frente a una máquina que hacía preguntas. “Trato de sobreponerme. Yo he inventado máquinas, como en La invención de Morel. Pero fueron invenciones falsas, puramente literarias.” 

La nota destacaba que era “la primera vez que un autor argentino conversa con sus lectores a través de la red de internet” (E.Martínez, Clarín, 17/III/96). En la fotografía que ilustraba el evento, Bioy Casares sigue sentado para siempre frente a la computadora y la pantalla; es decir, simulando estar a punto de volver sobre el teclado y el mouse que nunca tocó. 

Miguel Vitagliano 
Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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3 comentarios:

The champions dijo...

Encantador relato, para leerlo sin respirar. Saludos

W.karrer dijo...

Kittler, Friedrich. Grammophon, Film, Typewriter. Berlin: Brinkmann & Bose, 1986.
Kittler muestra como la máquina de escribir se identifica con las mujeres (las secretarias)alrededor del 1900 y como cambia el pensamiento de Nietzsche y de Heidegger. Me parece más interesante la de Byron.
Gracias,
W. Karrer

Anónimo dijo...

Gracias, Federico, por tu comentario. Saludos para vos también, Miguel
Y Gracias, Karrer, por esos datos.
Miguel

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