Un comentario sobre la antología 17 fantásticos cuentos peruanos, volumen II, de Gabriel Rimachi y Carlos Sotomayor (eds.)
La literatura fantástica no ocupa un primer plano en la atención del lector literario peruano porque existe una requisitoria antigua en su contra o que se ha entendido que es en su contra, que viene desde Grecia y Roma y adquiere versiones locales de igual carácter pedagógico. La forma antigua señala que el gran arte tiene propósito trascendental y aspira al mármol; en esa comprensión, la literatura fantástica parece un divertimento, el delirante pasatiempo de adultos dedicados a los juegos de los niños. La forma nacional advierte que la literatura revisa la vida social peruana para desenmascarar las estafas de los poderosos, reescribir, desde los fueros de la literatura, la historia oficial, formulada por lo común desde la prepotencia de quien manda; desde esta comprensión la literatura fantástica es una trivialidad o una deslealtad, una manera de no enseñar al lector cómo es de verdad la vida real y cómo revolucionarla. Contra estos prejuicios poco o ningún valor ha tenido que el prosista más revolucionario del siglo XX, Jorge Luis Borges, haya sido un cultor del género fantástico, ni que un apasionado militante de izquierdas, el escritor Julio Cortázar, haya formulado una concepción narrativa que exaltó lo imposible y no, por ejemplo, el minucioso retrato de las miserias de Argentina, nación de la que se exilió por motivos personales y políticos. La tarea de divulgar que tales prejuicios son falsos le compete, por tanto, necesariamente, al segundo volumen de 17 fantásticos cuentos peruanos, volumen 2, que publica Casatomada (Lima, 2012); es decir, refutar las afirmaciones que señalan que no puede haber gran literatura en género fantástico; y que la literatura peruana valiosa solo se escribe en clave realista.
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