PIES DE IMAGEN

Dos hojas secas de malvón, por Jorge Consiglio


La cabeza de Samuel Becket se parece a la de un ave de presa. Tiene la misma expresión que la de un Águila Real, por ejemplo. Su nariz, filosa y puntiaguda, se asimila al pico, que en el águila es particularmente grande, poderoso y agudo: lo usa para desprender la carne de su víctima, para desgarrar, para revolver las entrañas. Los vincula también la economía extrema que les pule los rasgos. No hay espacio —quizás sea mejor decir no hay tiempo— para que el tramado de músculos y tendones pierda tensión. Lo que termina por imponerse, lo que siempre decide es el hueso, que subterráneo y elemental, ejerce su potestad. Es sabido: en lo óseo hay ambición de perpetuidad. Es materia dura que, por su aspecto mineral, discute con la degradación física, por eso toma distancia de lo inmediato. Los gestos —emisarios de lo espontaneo— son, precisamente, lo inmediato.
     La cara de Beckett, con su higiene rabiosa, con su gravedad, esquiva el artificio; sortea las demandas colectivas y se erige en la atalaya de la alteridad. Esta torre no tiene relación con la soledad ni con las alturas; el rigor es su marca, su único signo. La cara de Beckett es una escena de ángulos —conté ocho—, es un complot, un armazón de puntos de fuga. Puro alambre. En su semblante no hay una sola recta que no se proyecte hacia un lugar de confluencia en el infinito. Es su forma de resistir, su manera de anclar los detalles que la mayoría pasa por alto. Lo que se nota enseguida es que toda la geometría confluye en los ojos, que son los mismos que los del Águila Real, atentísimos a un objetivo, certeros: aunque resulte contradictorio, disparan una mirada que abarca el mundo entero y su danza, por eso —como el fin es tan vasto— representan una paradoja, son tan concentrados que dispersan. Y con la dispersión se filtra la ambigüedad. Beckett deja de ser uno, es —de alguna manera— todos los posibles. Imagino algunos.
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NOTICIAS DE AYER

El verano de una familia argentina de vacaciones en Brasil, por Jorge Consiglio


Lo invisible

El tema de la invisibilidad tiene que ver con una cuestión de síntesis. Es algo así como el grado cero de la ontología. Hay una verdad: ser visto (comportarse como ingrediente del mundo) aporta sustancia al ser. Entregarse a la mirada de los otros equivale a sumar puntos a la existencia o, mejor, darle espesor, agregarle volumen. En otras palabras, ayudarla en su formulación. De ahí, de ese lugar central que paradójicamente tiene que ver con el abismo, se está al borde de dar nombre, de conceptualizar. La invisibilidad suprime de un plumazo esa tarea colaborativa –ese contrato− que supone el acto de mirar. El orden de lo visible –toda esa fabulosa alteridad que fija sus ojos en lo real− se rige por un criterio transaccional; es decir, los ojos pagan por la “camaradería”, en términos de Berger, que ofrecen los cuerpos. A cambio de una mirada se entrega “entidad”.

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PIES DE IMAGEN

Adelanto: Visión del Posadas, de Jorge Consiglio


“Visión del Posadas” es un fragmento de la novela que Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962) tiene en preparación. Cuatro momentos narrados en presente; y nada tiene más filo que el presente para abrirse paso. Un hombre que dice yo va en un auto y suelta: “La persona que maneja se queda callada unos segundos. Sé dos cosas de su vida: 1) Está casado con la mujer más fea del mundo. 2) Es cornudo.” Sí, Consiglio escribe con el filo de las palabras. En 2013 recibió el Segundo Premio Nacional de Novela por Pequeñas Intenciones (Edhasa, 2011)


Momento primero

Dejo de escucharlo. Giro la cabeza. Miro por la ventanilla. Es un edificio de tres cuerpos que parece un ministerio. Esa es la sensación: un ministerio. Voy en un coche gris que se adelgaza con la velocidad. Maneja alguien que habla sin sacar los ojos de la ruta. Nos conocemos poco. Por eso engancha un tema con otro. Casi no respira. Es su forma de esconderse. Una de las muchas que hay. Circulamos por el acceso Oeste en dirección a Merlo. A la derecha, el Hospital Posadas. Enorme. Plantado en la escena como una postal. Estamos en El Palomar. No en Ciudadela, como creía hasta hace poco, en El Palomar. En el 76, el ejército y la aeronáutica se disputaron este territorio. Santiago Meyer contó que hubo un grupo de tareas metido en el hospital. Los llamaban SWAT. Los tipos practicaban tiro en los jardines. Perdí la cuenta de los años que hace que conozco a Santiago Meyer. El Posadas me quiere decir algo. Estoy seguro. No es la primera vez que lo siento. Tomo una bocanada de aire. Me gustaría poder fumar. La persona que maneja se queda callada unos segundos. Sé dos cosas de su vida: 1) Está casado con la mujer más fea del mundo. 2) Es cornudo. Da el perfil de un tipo que tiene posición tomada sobre todo. Ahora me ofrece una DRF. Me extiende el paquete sin agregar nada. Enseguida entiendo que se trata de un convite. Tomo una pastilla. Le doy las gracias. Espero que él saque otra y se la meta en la boca. No es lo que sucede. Devuelve las DRF al lugar en el que estaban. La secuencia me dice más de él que todo lo que habló hasta el momento.
Segundo momento
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MAPAS COMPARTIDOS

La música, por Jorge Consiglio



no


La música como sustituto de la voluntad. Levi cuenta que en Auschwitz, las autoridades habían organizado una banda de prisioneros. Tocaban en varios momentos del día, cuando iban o volvía de los pesados trabajos, por ejemplo. Los imagino: espectros desesperados prendidos a los instrumentos. Su repertorio estaba formado por marchas y canciones populares que les gustaban a los alemanes. En un momento, Levi se lastima un pie y lo internan por dos meses en la enfermería. Desde su catre, escucha la música como una especie de ruido lejano: “llega asiduo y monótono el martilleo del bombo y de los platillos, pero sobre su trama las frases musicales se dibujan tan solo a intervalos, a capricho del viento”. En este caso, la música no es un salvoconducto para una realidad mejor, todo lo contrario, es la “expresión sensible de la locura geométrica”. Nada ni nadie se escapa de los campos, ni siquiera el sonido, que se trasforma en un aliado de los nazis. Levi dice que el ritmo de la música empuja a los hombres cuando están completamente quebrados: no tienen voluntad, el ritmo dispone por ellos. Dice que es lo último que los sobrevivientes olvidan del Lager. Una pesadilla de armonías, el horror cifrado en el sonido.
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ADELANTOS

Fragmento de la novela Hospital Posadas, por Jorge Consiglio


El siguiente es un fragmento de Hospital Posadas, la novela que está escribiendo Jorge Consiglio.



A veces se establecen relaciones entre ciertos hechos -como si hubiera una conexión transversal de sentido- que parecen fruto de un orden más o menos riguroso. Este orden no es lineal. Copia las formas al capricho. Por esa razón, justamente, pasa desapercibido. Hay muchas alternativas para cargar de significado estos vínculos. Se puede consultar el I Ching, por ejemplo. Yo me limito a lo inmediato: capturar el relato excepcional. Y me empalago con el desconcierto. Es una manera de contrarrestar una sensación, casi voluptuosa, de que nunca pasa nada, de que lo único que queda es planear la estrategia, que implica someterse al sentido común, de acuerdo a la meta que uno se propuso. Esta trama ilógica, basada en subjetividades, brinda indicios que permiten imaginar un mapa -un contra mapa, se podría decir- distinto del que se organiza en base a lo cotidiano. Uno se convierte en un detective alucinado, al estilo de Mickey Rourke en Corazón Satánico. Sintoniza historias ajenas que contienen la clave de la propia. De pronto, la vida individual hace sistema con algo mayor. La potencia arrolladora de lo simbólico ejerce su dominio. 

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APUNTES

Hegemonía de un aullido, por Jorge Consiglio

 

“–Y también éste –dijo de pronto Marlow– ha sido uno de los lugares oscuros de la Tierra.” El narrador de El corazón de las tinieblas dispara esta afirmación en referencia a Londres. Lo hace con un propósito: crear un contexto para dar rienda suelta a un monólogo. Pero debido a que Conrad enmarca la narración, necesita incorporar otra voz -absolutamente lateral a la historia principal- que aporte a la trama un núcleo de reflexión y que oriente la interpretación del discurso de Marlow. En el texto se establece que para Marlow “la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna”. Entonces, esta segunda voz, en su actividad de anotar el prólogo del otro narrador –tomémonos la licencia de llamarlo el verdadero-, pretende direccionar la atención del lector hacia aquello que considera esencial: lo que está ubicado en los márgenes de lo que se cuenta, ese esmalte que brilla cuando se consigue quebrar la tosquedad sensible. Este concepto no es novedoso; sin embargo, en la novela de Conrad tiene una fuerza de verdad única: lo formula una voz autorizada. Quien enuncia detenta la función de “oído” dentro del texto; así como Kurtz, hasta casi el final de la novela, es sólo una “voz”. Siguiendo este rumbo, se podría considerar que disolver la uniformidad semántica del enunciado es requisito para que un texto sea literario. Cada obra deberá encontrar una estrategia para liberar el hilo discursivo del hermetismo tautológico. Abrirlo hacia “esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna”.

Si se piensa en El orden natural de las cosas de Antonio Lobo Antunes, por ejemplo, se observará que la trama es llevada a un punto de tensión que lo aproxima a dos probables estallidos. Uno en el orden de lo sintáctico y el otro, en el de la estructura que sostiene la obra. Con respecto al primero, se trata de una trasgresión a la normativa justificada por la fidelidad al coloquialismo; el segundo, en cambio, es más complejo y expresa, a mi juicio, su estética.

En esta novela, Lobo Antunes echa mano a un conjunto de voces, diez en total, que se enhebran y dan sus versiones sobre los mismos hechos. No hay cronología que los rija. El tiempo que hilvana los discursos está determinado por una dialéctica caprichosa, en apariencia, que termina respondiendo a una lógica velada que impone equilibrio en el mosaico textual.

Con el propósito de reforzar la evidencia acerca del recurso del que venimos hablando, y teniendo en cuenta que las imágenes son más potentes que las ideas, recurriré a una, que el mismo Lobo Antunes usa en la novela. Dentro de El orden natural de las cosas, esta proliferación de voces que abordan un tema tiene el mismo efecto que se logra en una sala de espejos. El universo se refleja y en la multiplicidad se distinguen todos los ángulos posibles. Hay un detalle poliédrico de las acciones de cada personaje, que lejos de volverlas sencillas por el exceso de exposición, las sume en una complejidad que termina por involucrarlas con el infinito. La sala de espejos, que reviste un misterio de características similares al del áleph borgeano, permite que todas las miradas sean posibles al mismo tiempo.

Lobo Antunes consigna la imagen de la siguiente manera: “(…), y acompañarlos, después del cine, al sótano de las mujeres en la Graça en el cual se bebe cerveza y se baila en una sala de espejos, y donde nos podemos observar en todas las paredes, en todos los ángulos y posiciones, como si cada uno de nosotros dejase de ser uno para volverse una cría de sí mismo agarrada a una cría de mujeres que cobran cincuenta escudos por tango y treinta escudos por vals, (…)”.La identidad de los personajes, entonces, es distinta de acuerdo a la voz que los nombra. Tener a disposición el conjunto de versiones equivale a deambular en un océano de signos contrapuestos, pero todos y cada uno de ellos válidos.

Resulta indispensable tener presente el concepto antes consignado para entender la primera de las dos ideas que soportan la estética de Antunes. Se trata de una interpretación del orden del universo. Parece distinguirse en el zigzagueo de las voces –de referentes confusos por momentos- cierto apego a la noción de la materia vista como condensación de tinieblas. La profusión discursiva se asienta en una creencia que luego se revelará falaz: en esa fiebre que vuelve terrenales a las cosas, se agitan, en disputa, núcleos de complejísima negrura que las vuelven puro enigma. Pero a medida que la narración avanza, en ese follaje selvático de voces surge otra verdad que se opone a ésta. Se libera a la materia de oscuridad y caos, y se desplaza el conflicto hacia el interior del sujeto. Ahora, en virtud de una experiencia que culmina en revelación, las cosas resultan tan llanas que sería posible ordenarlas en un inventario, tan literales que admitirían el pleonasmo como definición. Cito: “Tal vez me gustase vivir en esa casa que me describen como sombría y extraña, aunque todas las casas sean sombrías y extrañas cuando se es niño y no hemos crecido allí lo suficiente como para darnos cuenta de que las sombras y la extrañeza están en nosotros y no en las cosas, y entonces nos desilusionamos poco a poco con la aburrida y estática vulgaridad de los objetos”.

En adelante, pues, los personajes tendrán que convivir con el desencanto de saber que la definición del universo se encierra en su propia inmediatez. Esta noticia conlleva un estado de des-gracia que termina por tiznar el tono de cada enunciado. Si hay una pregunta clave que se formula en cada hebra de la trama es la que se lexicaliza en un monólogo que se halla casi al final de la novela: “(…) pero no hay paz, Iolanda, hay esta inquietud, esta ansiedad, ¿cómo harán los otros para aguantar la vida?”.

La segunda idea que sostiene la estética del portugués es consecuencia de la primera, y tiene que ver con un cambio en la orientación de la mirada. Con la materia rigurosamente determinada por su mismidad, el interés del sujeto se precipita a las profundidades de las aguas personales. Lo extraño, lo velado para el entendimiento, se halla en el interior del individuo. La verdadera cifra de la sombra está amparada por el hermetismo de la intimidad. Y, en su busca, se encomiendan los personajes, tanteando un terreno desconocido, contando con una voluntad idéntica a las de los arúspices. Cito: “Creo que hasta el sonido de mis pasos y las arias del gramófono son una forma de silencio, y que el ruido se inicia en el instante en el que las personas se callan y oímos los pensamientos moverse dentro de ellas como las piezas, que intentan ajustarse, de un motor averiado”.

No hay en la naturaleza de la materia rastros del movimiento que verdaderamente cuenta. La sustancia se cierra en su propia oquedad; de allí que el adjetivo que uno de los narradores le aplique sea “aburrida” o que se la determine por su “estática vulgaridad”. El ruido, entonces, el estruendo genuino que consigue resquebrajar el silencio, es producido por el engranaje dialéctico que trabaja en la concavidad del sujeto.

Dos opiniones referidas al estilo de Lobo Antunes. Se podría caracterizar como torrencial. Hay en El orden natural de las cosas una voluptuosidad discursiva que contempla, por una parte, una prosa ornada –por momentos detenida y minuciosa, por momentos veloz y sincopada- con los atributos de lo lírico y, por otra, una multiplicidad de historias fragmentadas que se hilvanan con lo onírico y con la palabra descentrada por el delirio. Además, debido a la profusión de narradores y a los ritmos que imponen sus voces, el tono del relato parece querer abarcar todos los matices, todos los ángulos, como se dijo al comienzo. Tal vez el justificativo de esta pretensión tenga raíz en el pesar, que determina la temperatura del texto. El pesar entendido como “sentimiento o dolor interior que molesta o fatiga el ánimo”, de acuerdo con la definición del Diccionario de la RAE.

Es preciso relacionar este sentimiento con el estilo de Lobo Antunes, sobre todo teniendo en cuenta un juicio que Gastón Bachelard consignó en La tierra y las ensoñaciones del reposo. Dice: “(…) [La dicha] requiere también de concentración, de intimidad. Así pues, cuando se la ha perdido, cuando la vida ha traído ‘malos sueños’, se siente una nostalgia de la intimidad de la dicha perdida. (…) Toda intimidad objetiva recorrida en una ensoñación natural es un germen de dicha”. Teniendo en cuenta esta opinión, es dable pensar que, si el requisito para la dicha es la concentración, lo adecuado para el pesar –quizás su antónimo más certero- sea la diversificación. Se necesita para expresarlo un chorro lexical sustantivo que inunde con su exceso.

En conclusión, Lobo Antunes persigue un rumbo que, al igual que el de los mineros del décimo poema de Poemas Humanos de César Vallejo, se hunde en “el socavón, en forma de síntoma profundo”. Para ello, recurre a una escritura cuya respiración conjuga la desmesura con el equilibrio, y al uso de recursos técnicos que posibilitan un enfoque pluridimensional de su imaginario. Quizás, todo esto sólo es posible porque Antonio Lobo Antunes, como los mineros de Vallejo, es diestro en “bajar mirando para arriba”.

 

Jorge Consiglio

Buenos Aires, EdM, julio de 2012

 

 

Lobo Antunes, Antonio: El orden natural de las cosas, Siruela, Madrid, 2001.

 

 

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APUNTES

Jorge Leónidas Escudero: La herida más mortal, por Jorge Consiglio


La palabra poética del sanjuanino Jorge Leónidas Escudero está enhebrada en los giros de la paciencia. Requisito indispensable en el ánimo de un hombre que usa su vida para avanzar sobre el horizonte. Su búsqueda: alimentarse de hallazgos. Escudero tiene el pulso firme para sostener una ilusión que, igual que un deseo, siempre se renueva.
La destreza del poeta consiste en barajar lo inefable, en tener la intuición para aprehender aquello cuyo nombre es fuga perpetua. El lenguaje lírico se amasa con una materia discreta que discute con la certeza y la tautología. De hecho se rige por el desconcierto y el azar.  Y Escudero, en ese sentido, tiene oficio: el hombre conoce la emoción que provocan las cartas; sabe traducir, además, el resplandor que se desprende de los caballos en plena carrera. Otra pasión del sanjuanino son los minerales. Fue, igual que los personajes de Jack London, un buscador de oro. Lo que implica ser dueño de un paladar habilitado para encontrar esperanzas en el vientre de una piedra, en el austero vientre de una piedra. Dice el poeta: “O será mi destino perseguir con denuedo/un metal que relumbra cada vez más lejano/o seré como el humo que tiene la porfía/de buscar hacia arriba y perderse en el viento”.

En el 2001, Ediciones en Danza publicó A otro hablar, cuidada antología del poeta sanjuanino.  El libro abarca toda su producción publicada hasta el momento, desde su primer poemario La raíz de la roca (San Juan, 1970) hasta Serendear (San Juan, 2001). Después, en el 2011, la misma editorial publicó su Poesía Completa con el resto de los libros no incluidos (por ser posteriores en su edición) en la mencionada antología. No obstante, en estas líneas me propongo dar cuenta de A otro hablar, a pesar de que el libro no es tan reciente, en virtud de mi gusto personal (disfruté enormemente con su lectura) e inspirado en el criterio de ciertos devotos del jazz que conservan intacta la pasión (y el discurso que ésta reaviva) por ciertos discos del género, con independencia de lo que el músico compuso y grabó después.
A otro hablar tiene dos partes. La primera consta de un conjunto de poemas seleccionados por el propio autor; en la segunda, la elección de los textos le corresponde a Javier Cófreces, editor de la colección y lector apasionado de la obra del sanjuanino. El libro abarca aproximadamente treinta años de producción de textos. En ese lapso la voz del poeta es homogénea, es una “voz de pecho adentro”, como gusta decir Escudero en “Catitero”. El discurso fluye con naturalidad a pesar de que el ritmo es sincopado. Hay un constante stacatto determinado por un discurso con pellizcos coloquiales (regionalismos) que plantea diminutas tramas narrativas. De allí el choque de alientos: el hiato de lo lengua cotidiana, ese hipo repentino que quiebra el sonido –y fragmenta la sintaxis- en medio del verso, mezclado con la cadencia regular, apacible, de los relatos. Mediante este recurso, Escudero hilvana en sus textos no sólo el mundo artesanal que hace a su imaginario sino también el silencio –siempre poblado- que es, ni más ni menos, que la identidad de ese mundo. Este silencio, esencia constitutiva de la materia ficcional (“cierta clase de queso/vale por los agujeritos vacíos que tiene”, dice el poeta en “Dibujo del cero”) es el mismo al que se refiere Kafka en “Desenmascaramiento de un embaucador”. Es el silencio inevitable, la mudez ontológica, en el que todos –y todo- se dejan oír, porque, como sostiene el autor de El proceso, se siente desde siempre y para siempre su propiedad. Y justamente sobre este silencio, entendido como ingrediente unificador de todo lo que es, se asienta el eje comunicativo en la obra de Escudero. En este caso, el hecho de compartir esa sustancia elemental es equivalente a la identificación con una misma lengua, una lengua difícil, que nace a la fuerza (“¿Y qué puedo decir con la lengua trabada?/esto, y la sombra piso,/palabras huecos alzo, tomo/de la cola un ratón y lo suelto,/no es lo que busco.”). De allí que el yo lírico, en los textos del sanjuanino, recurra a menudo a la segunda persona para generar el diálogo que cierre el circuito comunicativo o, directamente, interpele al lector. Busca hacerlo partícipe de un imaginario elemental sostenido por oficios terrestres. Los héroes de Escudero son arrieros, mineros, catiteros, buscadores de oro, pero también, jugadores extremos y enamorados sufrientes que adelgazan el perfil en un bar. Todos ellos comparten el mismo gesto: están situados de cara a la espera (“digo que busco a Dios en cada arremetida/y que estoy esperándolo cuando orejeo un naipe.”). Sus modos son serenos; basculan con delicadeza entre la resignación y el paroxismo. Parecen conocer de antemano su destino. Saben que existir “Es mirar hacia un lado y a la vez hacia otro/y entre ambas miradas estar en peligro,/ya que el hombre se esquizofreniza/en pos de lo inalcanzable”.
                                                             Jorge Consiglio
                                         Buenos Aires, Argentina, EdM, marzo de 2012
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NOTICIAS DE AYER

Desechos, por Jorge Consiglio



Los antropólogos dicen que la basura es el caldo en el que mejor se cocina la verdad en las sociedades humanas. Justifican su afirmación con un concepto básico: los residuos excluyen toda eventual cosmética. Es decir que para estudiar las civilizaciones antiguas, por ejemplo, el análisis de los desechos es tan o más importante que las crónicas de época. La franqueza de la basura se lleva por delante la perspectiva de los narradores. Aporta un par de grados de pureza al tamiz interpretativo que se aplica para entender los fenómenos sociales, económicos y culturales.
    Si la curiosidad vence al asco, en las calles de Buenos Aires se encuentran, embolsados o expuestos al aire, objetos que la gente descarta pero que, para el ojo avezado, todavía guardan belleza o utilidad. Caminar por la ciudad dueño de esta mirada implica haber adiestrado la atención para distinguir el brillo de una lateralidad que, en virtud de su propia condición, impone rechazo, un irreflexivo rechazo. El placer que depara este quehacer se relaciona, en alguna medida, con el que experimenta el voyeur. Tiene tanto de clandestino como de voluptuoso. Se trata de entrar en la vida de los otros por la puerta de servicio; por una fisura que es, al mismo tiempo, la más pública y la más íntima que se pueda imaginar. Todavía recuerdo la tarde lluviosa en la que descubrí una biblioteca de cinco estantes. La encontré en la esquina de Combate de los Pozos y México. Estaba boca abajo sobre un colchón y tenía rota una pata. La habían pintado de amarillo y le habían pegado calcomanías con personajes de Walt Disney. Un sinsentido brutal operaba sobre ella: la pintura enmudecía la serenidad de la madera. Estuve siete meses restaurándola. Fui meticuloso para lijarla; la encolé, les cambié el herraje a los dos cajones que la decoran. Ahora ocupa una esquina del living de mi casa. En sus estantes acomodé una colección de libros de aventura.
    En otra oportunidad, esta vez por Recoleta, encontré un teléfono negro de baquelita. Era un objeto con presencia: en su cable espiralado, en su auricular y en todos los átomos de su materia parecía asentarse otro tiempo, un tiempo con mayor calidad comunicativa. También me tomé unos cuantos meses para arreglarlo. Después se lo regalé a un amigo. Cuando hablamos a través de él, se escucha un eco que lejos de entorpecer aporta clima a los diálogos. Las cosas que se dicen, entonces, aunque se trate de trivialidades, suenan esmaltadas por una gravedad que las enaltece. Sin embargo, la persona que lo descartó, sin dudas, no tuvo en cuenta estos detalles. Se habrá comprado un inalámbrico que, todos lo sabemos, satura cada palabra, la ensombrece con un ruido de fritura que convierte el intercambio en tortura.
    Natalia, mi hija mayor, también cuenta con imaginación para husmear entre desechos. Hace poco encontró ocho fotos polaroid. Se trata de gente en una reunión. En una toma se ve una mesa con un mantel blanco. Encima hay platos de copetín con masas y sándwiches distribuidos para que los asistentes se sirvan a voluntad. Hay, además, un hombre parado, dando la espalda a la cámara, con una mano en un bolsillo del pantalón, y dos personas sentadas sonriendo. Una de ellas es un mujer de unos treinta y cinco años, vestida con una especie de solero. Tiene la cara aguda y el pelo peinado de peluquería. Sus rasgos funcionan como una advertencia: no se metan conmigo porque sé defenderme bien, dicen sus pómulos. Aparece en cinco de las ocho polaroid. Con Nati suponemos que se trata de su cumpleaños. Existe un detalle: la mujer, que en algunas fotos posa y en otras escucha el diálogo del resto de la gente, no mira a la cámara ni a los participantes de la reunión; parece abstraída, olvidada de sí misma, fugada. Estas fotos constituyen un hallazgo: alguien las descartó para que nosotros le diéramos un nuevo significado, para que pudiéramos armar sistema con ellas y quebrar de esta forma el contexto de inmediatez que las clasificaba como desecho.
    Pero es sabido: existe muchísima gente que, por necesidad o por elección, pone foco en la basura. Hace un par de meses me enteré que hay un movimiento anticonsumista, los friegan, cuyos integrantes buscan limitar su participación en la economía tradicional. Rescatan la comida que tiran en los supermercados o en los restoranes. Se alimentan con eso. Los friegan consumen basura no por necesidad sino por razones políticas. Hay en Internet un video de la BBC en el que un reportero acompaña a un grupo de freegan en su vuelta de recolección por las calles de Nueva York. Es el más crudo invierno. Una mujer, mientras recoge una caja de brócolis en perfecto estado, dice, mirando a la cámara, que la cantidad de basura que producimos por día (da un número preciso de toneladas) va a terminar ahogándonos en poco tiempo. Comenta que ella no quiere hacerle el juego a las corporaciones y que por eso decidió vivir con casi nada y buscar sus alimentos entre los desperdicios. Los friegan salen de a varios en sus excursiones. Hay familias completan que siguen este estilo de vida. Un hombre de unos cincuenta años cierra el documental de la BBC. Dice que él comprende las miradas de reprobación, pero que no le importan mucho. Admite pagar ese precio, si es el que la sociedad exige a cambio de ser consecuente. 

Jorge Consiglio
Buenos Aires, EdM, febrero 2012
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Hallazgo, por Jorge Consiglio


n la esquina de Cuenca y Álvarez Jonte hay un bar. Se entra por una puerta de doble hoja ubicada en el centro de una ochava medio rara. Es mucho más angosta que cualquier otra ochava, parece un codo flexionado, el extremo de una flecha que apunta hacia el oeste. Hace veinticinco años, una mañana remota de invierno, me junté ahí con mi viejo a tomar un café. Era temprano, un poco antes de las ocho. Nos habíamos cruzado por casualidad en la calle. Hacía un par de meses que no nos veíamos. Los dos postergamos lo que teníamos que hacer para sentamos a hablar un rato. Mi viejo llevaba puesto un traje que le quedaba pintado: siempre fue un tipo impecable. Hablamos un rato del departamento en el que yo estaba viviendo: hacía poco había alquilado un dos ambientes en los monoblocks del Hogar Obrero. Era un lugar chico pero muy luminoso. Tenía dos ventanas que daban a un patio interno. En esa época, yo tenía dos fuentes de ingreso: editaba la sección Cultura de una revista inmobiliaria y hacía changas en una metalúrgica que quedaba por Martelli. Estaba pasando una buena etapa, pero un tratamiento para dejar de fumar me quitaba el sueño. Dos veces por semana iba a un chino que hacía acupuntura. Quizás por eso tenía cara de loco. Mi viejo me lo dijo esa mañana. Después para no cambiar de tema, me contó que estaba leyendo algo sobre ese asunto. Yo miré por la ventana los autos que pasaban por Jonte. Erasmo de Rotterdam, me dijo, El elogio de la locura. Es un buen lector, mi viejo, aunque me sorprendió que hubiera llegado a ese ensayo. Le pregunté de dónde lo había sacado. La realidad es siempre sutil.
    Mi viejo había comprado una colección publicada por Hispamérica para llenar los estantes de un mueble. El último libro de la serie era el de Erasmo, que siempre se caía a pesar de los objetos que él le ponía para sostenerlo. Esa inestabilidad, ese desafío a la verticalidad, sirvió de invitación. Una vez que abrió el texto, la elocuencia del holandés lo cautivó. Mi viejo estaba enterado de que Erasmo había sido hombre de una iglesia con la que discutía. También de su amistad con Tomas Moro y de que era hijo bastardo de un sacerdote de Gouda y una sirvienta. Sin embargo, no creo que haya conocido el mito de que Erasmo redactó el Elogio en una semana bajo los efectos de los estimulantes que circulaban entre los monjes de la época; ni tampoco de un rumor -que corrió en los medios académicos durante la década del 60- de que un coleccionista (un ingeniero norteamericano que integraba el directorio de Shell) había conseguido en una librería de la calle Gascón, en Buenos Aires, un volumen de la obra editado en 1792, traducida al inglés por un tal John Wilson. No sé. Son cosas que nunca se pueden confirmar. Siempre le pasaron a otro, al amigo de un amigo. De lo que sí uno está seguro es de sus gustos y de sus pasiones. Y para seguir hablando del maestro Erasmo, como si las cosas fueran regidas por una lógica secreta, hace poco le eché un vistazo, por gentileza de un editor español, a un ejemplar del Elogio de la locura en el que pude apreciar bien, por primera vez en mi vida, los maravillosos dibujos a pluma de Hans Holbein, ilustrador clásico de la obra. Es asombrosa la fidelidad de los trazos. Mientras los miraba, recordé el hallazgo del coleccionista en la librería de la calle Gascón. Lo imaginé acariciando el libro en la alta madrugada. Sereno, próspero, pero con el alma agitada por una inquietud parecida, en ciertos aspectos, a la que despierta la codicia.

Jorge Consiglio
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2011
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APUNTES

Espacio público, por Jorge Consiglio


Desde la avenida se ve un ombú enorme. Es una parte arbolada. El pasto no es tupido, parece seco, está medio amarillo. El sol pega vertical. Hay un hombre que corre. Lleva un buen ritmo. Es alto. Su cara no expresa esfuerzo o sufrimiento, sino la satisfacción de estar haciendo lo correcto. La piel tirante que le enmarca los ojos informa sobre su voluntad. Es un tipo determinado por el rigor y por el orgullo que siente por ser fiel a un rigor.
     Tiene la espalda recta. A primera vista, sus movimientos son armónicos; sin embargo, una mirada más atenta devela una renguera en la pierna izquierda. En realidad esta observación es una sutileza, poco menos que una exageración. Quizás hago mal en llamar renguera a algo que apenas se distingue, a algo que (estoy absolutamente convencido) un observador distraído no registraría en lo absoluto. Se trata más bien de una levísima oscilación causada (es lo más probable) no por un dolor concreto sino por la remembranza de algo relacionado con el dolor. Ese hombre corre con el testimonio de un fantasma a cuestas; sobre cada paso que da su pierna izquierda pesa el ejercicio de un temor.
     Lleva puesto un equipo Nike. Un short negro y una remera del mismo tono. El tipo, que debe andar por los cincuenta años, usa el pelo corto. Su cabeza es gris y hace pensar en el cemento cuando recién fragua. Se dirige hacia el norte. En apariencia no registra el parque que se abre a su derecha. Sus pies golpean la tierra y se levanta una levísima nube de polvo. Anda seguro amparado en su experiencia. Sabe que no caerá en el siguiente paso, que sus piernas se tensarán lo suficiente como para hacerlo avanzar. Sabe que el ritmo del trote no es un trabajo exagerado para su corazón. Cree que lo que hace es bueno para su salud.
     Pero lo notable, es que todo lo que este hombre es, sabe e intuye está barnizado por el parque, que se agita en partículas que se mezclan con su sangre y lo llenan de un bienestar que tiñe de optimismo las ideas, muy vagas, que pasan por su cerebro.
     Más o menos a diez metros del cruce del ferrocarril, hay un camino ancho que se interna en el parque. Desemboca en una estatua de granito. En un sendero lateral, que corta al que lleva al monumento, se distingue un banco detrás de un arbusto de fronda abierta. Allí duerme un hombre. Tiene las piernas levemente encogidas. Se tapó el torso con una campera y la cabeza con una revista abierta. El tipo es grueso. Al comienzo no alcanzo a ver sus brazos, pero enseguida advierto que los tiene cruzados en el pecho. El gesto es de frío pero el clima del día es templado. Tiene el cuerpo endurecido por la intemperie. Hay rusticidad en la imagen: es un hombre que parece una piedra. Duerme como si ofreciera una negativa al mundo. Más que dormido parece cancelado. No mueve un solo músculo, nada lo agita, no existe ni siquiera para su propio sueño; pero la realidad lo incluye y así, como está, fuera de la vigilia y casi en posición fetal, resulta indispensable para sostenerla. El tipo duerme ajeno a todo con una revista sobre la cabeza.
     Duerme. Y debe tener la mandíbula relajada y un hilo delgadísimo de baba le cruzará el mentón y oscilará unos instantes (dos o tres segundos) hasta que caiga sobre el banco. Sin saberlo, el durmiente, ajeno hasta de su propia fisiología, será el detalle que permitirá entender la belleza. Con su estructura geométrica simple, el durmiente funcionará como la partícula mínima, la insignificancia, que resultará clave a la hora de interpretar lo bello como concepto. Se trata, ni más ni menos, que del punto ciego del paisaje, el ingrediente opaco que se niega a eventuales refracciones; en otras palabras, el espejo que no devuelve imágenes, un contra aleph.
     Y es sabido, aunque no aceptado, que la nulidad es la contracara de la belleza. Por eso el hombre dormido se impone cuando mis ojos se detienen en el parque. Como es de suponer, en esa contemplación hay entendimiento, que como todo proceso de comprensión busca asir su objeto de estudio desde todos los ángulos posibles. Un entendimiento que tiene que ver con la verdad, pero no con la verdad fragmentada y transitoria de lo cotidiano sino con la soterrada y duradera de las abstracciones. Así es, entonces, que el hombre dormido se convierte en una referencia a partir de la cual se podrían fundamentar cuestiones que escapan de la mera estética.
     El ritmo cardíaco del corredor permanece inalterado. Avanzó cien metros desde la última vez que lo nombré. La remera Nike que lleva puesta, como ya dije, es completamente negra; no obstante, el color se hace más intenso en el pecho, en la espalda y en la zona de las axilas: es el traspiración que ahora lo inunda. Se le nota también en la cara. Las gotas le cubren la frente y bajan por los márgenes de las mejillas. Hay también otro cambio: su boca se halla levemente abierta. Los labios están despegados. También los dientes. Entre la hilera superior y la inferior se observa una línea de oscuridad perfecta. Más atrás, se agitan los líquidos del cuerpo.
     De pronto, su pie derecho se hunde en una irregularidad del terreno y el corredor trastabilla. Agita los brazos en busca de equilibrio. Enseguida se recompone y continúa al mismo ritmo. Borra a fuerza de sincronía ese diminuto accidente que acaba de sufrir. Tal es la virtud con la que el hombre trota que, sinceramente, unos segundos después de que ocurrió el hecho, uno se pregunta si efectivamente pasó o si fue una jugada de la imaginación.
     Detrás del corredor, un setter muy joven anda de un lado para otro con la lengua afuera. Huele. Ladra. Mueve la cola. Su dueña tiene unos cuarenta años. Lleva el pelo teñido de rojo. Está parada en la cima de una elevación de tierra cubierta de pasto. Se pone en cuclillas cuando se acerca el perro. Le palmea el lomo, le agarra la cabeza con ternura. También le habla convencida de que el animal le corresponde en el afecto. El perro le lame las manos y la cara. Después sale disparado a dar vueltas en círculo. La mujer lo observa. Agradece con la mirada la vitalidad del animal.
     Pero esta mujer, que vino hasta los bosques de Palermo con el propósito de pasar un rato de feliz esparcimiento, se convierte de pronto en testigo –igual que yo- del traspié que sufre el corredor. Lo sé porque cuando vio tropezar al hombre hizo un gesto de lamento. Se llevó la mano a la cara y, con la punta de los dedos, se rozó la mejilla. Fue un instante. Sobre sus párpados pesó una especie de solidaridad por ese hombre que, sin perder en ningún momento la sobriedad, estuvo a punto de caer.
     Fue casi un reflejo automático; sin embargo, no se trató de una expresión vacía sino que sirvió como un mensaje explícito que logró vincularlos. Lo digo porque el corredor pudo registrarlo como tal. En uno de los márgenes de su campo visual distinguió el cambio en la postura de la mujer. De hecho, una vez que logró recuperar la estabilidad, giró los ojos hacia ella y agitó la cabeza para agradecer la espontánea reacción de la desconocida.
     El sol sigue alto. El corredor permanece igual a sí mismo. La danza de sus piernas no se interrumpe. Hay algo de abstracto en la repetición: lo simultáneo termina por imponerse a lo sucesivo. Vuelvo a pensar en la renguera sutil que sufre ese hombre. La insignificancia de ese defecto es la clave de su elocuencia. Saber de él, es saber por ausencia de la perfección y, por lo tanto, del infinito.
     En estas cosas estoy cuando el tránsito detiene al corredor. Espera para cruzar la calle. Para no perder el ritmo trota en su lugar. En ese momento ocurre algo absolutamente inesperado: la mujer, que quedó unos veinte metros atrás, le grita algo a su perro. El hombre que dormía en el banco, por alguna razón se siente aludido, entonces, despierta, se quita la revista que le cubre la cabeza y lanza una mirada inquisitoria, pero no dirigida a la mujer (que ahora agita las manos para convocar a su mascota) sino al corredor que, a su vez, está con la cabeza vuelta hacia atrás, atento al grito de la dueña del perro que, probablemente por el tono en que fue proferido, logró alarmarlo. Son un par de segundos en los que los tres se miran. Ahora parece que el ritmo del mundo dependiera de ellos. Se trata de una puesta en acto de la incertidumbre.
     Después, todo se reanuda como si nada: el corredor cruza la calle a buen ritmo, el que está acostado en el banco vuelve al sueño y la mujer consigue ponerle el collar a su perro. La temperatura, ahora, parece haber subido un par de grados pero una brisa serena lleva a imaginar lo agradable que será el final de esta tarde.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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APUNTES

Ryan bar (una noche de rock), por Jorge Consiglio


A través de los amigos uno accede a espacios inesperados. Hace un mes fui a un lugar que queda por Burzaco. Se llama Ryans Bar. Entré por un pasillo angosto. Desemboqué en un galpón con un escenario en el fondo y una barra en uno de los costados. Me sirvió cerveza un tipo que tenía dos cadenas alrededor del cuello. Esa noche tocaba la banda de Pele, compañero de mi lejana secundaria. Lo conozco desde los doce años. A esa edad ya estudiaba bajo. Si mal no recuerdo, nuestra primera charla fue sobre música. Los dos éramos fanáticos de Deep Purple. Nos pasábamos tardes enteras estudiando las bases de Glover o los punteos de Ritchie Blackmore. En esa época, me había comprado una Stratocaster usada que hacía sonar con un amplificador a válvula. Unos años más tarde la vendí para hacer un viaje. En cambio, Pele se hizo músico. Toca donde puede, desde fiestas judías hasta casamientos. Pero además tiene su banda. La integran cuatro amigos. Hacen algo que yo no escuché en mi vida: unas baladas sostenidas por un clima nostálgico que sin quebrarse resbala hacia una violencia descomunal. La electricidad del sonido invade el cerebro como un cable azul. Lo que hacen se aleja de la pirotecnia clásica del rock; cada nota es auténtica, está cargada de verdad. Tampoco quiero exagerar. El que tenga interés que les preste atención. Se llaman The Hostages.

     Esa noche, de todas maneras, las cosas no salieron bien. Antes que The Hostages, tocaron unos tipos de Lomas, unos desquiciados que hacen música post industrial. Gente joven. No había lugar en sus cuerpos que no estuviera cubierto por un tatuaje o perforado por un piercing. Para mi gusto, se quedaron demasiado tiempo en escena. Los Punkreas: una banda para olvidar. Pele salió con su equipo y toda la artillería a las dos de la mañana. Al público, sin dudas, lo habían traído ellos. Un flaco de barba larguísima desplegó una bandera con el nombre de la banda. Todo pintaba para ser una fiesta. Tocaron dos temas. Pele en el escenario encandila, pero esa vez su luz fue todavía más intensa. Ciento veinte kilos en acción. Yo estaba pegado a una columna de sonido y temblaba como una hoja. La emoción nos volvía a todos vulnerables; por eso, justamente, nos desesperamos cuando vimos que no arrancaban con el tercer tema. Había un problema de sonido: el bajo y la guitarra se quedaron sin retorno. Pele, como siempre, tomó las riendas. Pidió disculpas. Contó que tenían un problema técnico. La gente lo bancó, pero yo lo conozco, estaba violeta. Se quería matar. El sonidista, que era del staff del bar, no pudo hacer nada. Y, como bien decía Manuel Gálvez, comenzó la pendiente del crimen.
     La pelea, al comienzo, fue entre los músicos y la gente del bar; después se generalizó. Nadie quería matar a nadie, los golpes eran casi una cuestión formal, una manera de reconocer al otro como un par. Así y todo, es bueno aclarar, el dolor se siente.
     En medio de la confusión, alcancé a rescatar una imagen: un pibe miraba sus anteojos rotos, se los acababan de destrozar de una trompada. Sangraba por la nariz pero parecía no darse cuenta. Su preocupación tenía que ver exclusivamente con los lentes. Era la única persona quieta en medio de tanto vértigo: una obra de arte.
     Vino la policía antes de lo esperado. Algunos pudieron rajar; yo y unos cuantos más fuimos a parar a una comisaría de la zona sur. Nos hicieron esperar en un patio techado con un toldo de chapa. En un costado había una pileta en la que cada tanto se iba a mojar la cabeza algún detenido. A la hora de estar sentado en el piso, me agarró un frío tremendo. No podía dejar de temblar. Pele había apoyado la cabeza en una maceta. Parecía dormido. A pesar de los años, su expresión sigue siendo la de un chico.
     A las cinco, empezó a notarse más movimiento. Un par de policías entraban y salían de una oficina. Fijé mi atención en uno. Parecía decidido. Caminaba como si fueran las dos de la tarde. Era alto y delgado. Tenía la cara angulosa. El pelo escaso –un par de mechones largos- se lo peinaba hacia atrás. Aunque conservaba una mirada de alta precisión, tenía los ojos chicos y hundidos. En su expresión había algo de clausura, de fiebre, de conflicto. El tipo no tenía sosiego, como los que están enterados de algo que les incomoda. En un momento, se sirvió café. Para tomarlo se apoyó con el hombro en el marco de una puerta. Y se quedó un rato así, distraído, con la cabeza de águila vuelta hacia la izquierda, las aletas de la nariz apenas dilatadas para aprovechar el vapor del café. Pasaron unos segundos hasta que lo noté. Era la viva imagen de Glenn Gould.
     En aquel momento, me confortó acordarme de Gould, de las Variaciones Golberg, de ese tarareo con el que humanizaba sus interpretaciones. Siempre me llamó la atención que siendo, como era, obsesivo al extremo, un purista, se permitiera ese desborde de pasión sobre su música. Hay un documental en el que un ingeniero de sonido cuenta cómo lo enfermó Glenn durante la grabación de unas partitas de Bach en Toronto. Después de haber pasado todo un día grabando juntos, el tipo salió del estudio a las doce de la noche y, a las dos de la mañana, lo tenía de nuevo golpeándole la puerta para hablar sobre el color de determinadas notas. Definitivamente, Gould era un hombre tomado por su arte, lo que –no es secreto para nadie- despierta fobias. Su última presentación en público fue en Los Ángeles, en 1964; después intermedió las grabaciones entre su piano y el público.
     En algún lugar leí que sufría un trastorno autístico, el síndrome de Asperger, y que casi mata a un médico con una jeringa en una clínica de Baltimore, durante un período de internación. Otra cosa notable de su vida fue la fidelidad que guardó hacia la sillita desvencijada que usaba para sentarse frente al piano; pero hay otro hecho que me resulta, todavía, más llamativo. Se trata de su relación con cierto anillo. Cuentan que el abuelo de Gould había recibido de su primo, el compositor noruego Eduard Grieg, una sortija con un diamante como muestra de afecto incondicional. Al morir se lo dejó a su nieto Glenn junto con una carta de tres pliegos. Gould atesoró este regalo durante toda su vida. Escuché el testimonio de su representante: aseguraba que Glenn no abordaba ciertas obras si no tenía puesto el anillo de Grieg. Era el salvoconducto para abordar algunas composiciones.
     Creo que esta vez, en la comisaría de Burzaco, recordé ese episodio no sólo por el parecido del policía con mi pianista preferido, sino también por la tristeza con la que el pibe, en medio de la pelea, miraba sus anteojos rotos. Lo cierto es que la secuencia de ideas me ofreció algo de consuelo frente a lo que me tocaba vivir. Era un jueves. La primera claridad de ese día me llegó por una claraboya que había junto a un calefactor. Las voces de todos, a esa hora, se escuchaban suaves, muy suaves, tanto como la de una pianista inglesa que alguna vez contó que se había tatuado al final de la espalda, allí donde otras mujeres se dibujan arabescos, los primeros compases de la única obra que Gould compuso en su vida.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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RELATOS

Pequeñas intenciones (novela), por Jorge Consiglio



Adelanto de la novela de Jorge Consiglio que la editorial Edhasa publicará en la segunda mitad de 2011.
Uno

Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta la ventana a cerrar los postigos. Tengo que andar tres metros y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y enseguida arrastro la rigidez de la izquierda. Me afirmo y salto el siguiente paso. Y cuando digo salto -usted se habrá dado cuenta de que no es una forma de expresión- uso el término exacto para describir la acción. Me desplazo como los gorriones; la diferencia es que mis movimientos siempre conservan un punto de apoyo, nunca estoy del todo en el aire.
    Estoy de acuerdo con la idea que, intuyo, su cabeza está madurando: me muevo con una danza espástica. Parezco un muñeco con la cuerda rota, una máquina fuera de eje, un desecho. De todas maneras, me muevo, quizás demasiado para mis expectativas.
    El cielo está completamente oscuro. Llego a ver una fila de álamos a través de la lluvia. Las ramas se abren y se cierran como si quisieran pulsear con la tormenta.
    Ahora, mi amigo, todo es distinto en la calle. Hay un vapor que no se mueve al ras del suelo; es un humo azulado. Las chapas del aserradero, la pared de ladrillo del local de Chaine, un tambor de doscientos litros que la gente usa para hacer fuego y hasta el lomo de un perro overo son del agua. Las cosas están enfundadas en una convicción… ¿Cómo decirlo? En una enérgica convicción.
    Lo raro es que es bien de día pero parece de noche. No tanto por la luz, que es un resplandor nervioso que se escapa, sino por la tensión de algo, un misterio, que parece que se está por revelar. Si se asoma a la ventana se va a dar cuenta de lo que le digo. Hay una violencia que solamente interrumpen los álamos, en el fondo, con esa forma que tienen, tan compacta, de ser árboles.
    Es la tormenta de Santa Rosa. Sé que por estos lugares no es frecuente, pero yo la conozco: lo digo por la época del año. Se atrasa o se adelanta un mes pero siempre llega. Y es bien furiosa: desmadra ríos, arranca ramas de cuajo, tira abajo lo que se le pone adelante. Parece que quisiera terminar con el mundo. Es tupida, de gota gruesa; no como esas lluvias de primavera que empiezan y terminan con una garúa menuda. Es frontal, por eso asusta. Cuando se larga viene el asombro: resulta increíble que caiga agua del cielo.
    Otra cosa que voy a hacer es meter un trapo en la rendija que hay debajo de la puerta. No quiero que entre el viento, que acá siempre viene cargado con ese polvo que se pega a la piel y la seca. Uno se toca la cara y la encuentra áspera como una lija.
    Me voy a servir un té. No le ofrezco porque no lo veo con ganas. Tengo acá, en este aparadorcito, todo lo que necesito. Caliento agua en el jarro, la paso a este vaso, le meto un saquito y dos de azúcar.
    Si me siento en la cama, es porque me resulta más cómodo: tengo lugar para que mi pierna no se choque con nada. Desde que no la puedo flexionar, me acostumbré a calcular el espacio para acomodarla, como si se tratara de un apéndice pegado a mi cuerpo. Para sentarme me pienso como un ángulo obtuso. Los primeros meses me caía cada tres pasos; creía que era imposible vivir. Después empecé a moverme como le conté recién. Me ayudaba con un bastón que me había hecho un carpintero con la pata de una mesa. Tenía tallados unos garabatos que parecían letras chinas. Llamaba la atención ese bastón. ¿Se imagina? Caminando por las calles de Haedo colgado de un bastón con letras chinas: no podía pasar desapercibido. Una vez, un pibe me preguntó de dónde lo había sacado. Le inventé una historia de herencias. Le dije que había sido de un capitán de barco. El chico me miraba asombrado. Le aclaré que el capitán no era de ese tipo de marinos a los que mueve la ambición, como a los ingleses, sino que respondía a la curiosidad. Era un aventurero puro.
    -¿Curiosidad? –me preguntó.
    -Sí -le dije.
    Se quedó callado. Guardó la duda para que le fermentara con los días.

***

La lluvia es torrencial. Escucho el agua golpeando la chapa de los techos. Esta tormenta no va a parar más, nunca más.
    Si tuviera ganas, dejaría el vaso con té en la mesa de luz, me pararía e iría de nuevo hasta la ventana. Me encontraría con las cosas cubiertas por ese esmalte que deja la humedad. Un esmalte que barniza desde los árboles hasta las piedras, desde la tierra hasta el cuero de los animales, y que es, aunque parezca contradictorio, una nueva identidad y su rechazo más tajante. No hay nada en el mundo que conserve serenidad cuando está mojado. Lo que usted podría ver, si se le antojara asomarse, es la pausa de la resignación. Es así nomás: las cosas hundidas en esa luz de acuario que sabe traer la tormenta.

***

Usted se habrá dado cuenta: la gente abre bien los ojos cuando llueve. Es por la amenaza; porque las tormentas, aunque sean chicas, son siempre un riesgo. Ponen a prueba al hombre. Mire el techo, sin ir más lejos. Por esa rajadura que hay ahí, a la derecha del tirante, en un ratito nomás, va a empezar a meterse el agua. Primero es una gotita, pero termina en inundación. Cae y cae. Fíjese que abajo está la cama y, correrla, en el estado en que me encuentro, es un verdadero problema. Lo mismo pasaba en la casa de Haedo. Me acostaba y veía una grieta que cruzaba el techo. Era larga, pero filtraba en un ángulo. Me acuerdo de que, después de estar observándola unos minutos, me evocaba distintas cosas. A veces, me hacía pensar en el cauce de un río. Otras, descubría el perfil de un alemán que trabajaba con mi viejo en el vivero, un tal Wagner. Un raro; era uno de esos madrugadores que relacionan la verdad con un conjunto de hábitos. Era altísimo. Siempre me dio la sensación de que mi viejo se sentía incómodo con él. Lo respetaba como trabajador, pero prefería no hablarle. Tiene la discreción de los buenos traidores, decía. Nunca supe bien a qué se refería. Mi madre lo escuchaba y decía que sí, pero tampoco creo que lo entendiera.

***

Es caprichosa la memoria: de mi madre tengo más presente la personalidad que las facciones. Su punto de vista siempre coincidía con el de los demás. Si tenía una ilusión, creo, era la de escapar a un lugar al que no llegaran los reclamos. Porque aunque resulte paradójico, los había y en gran cantidad. Estoy convencido de que esto responde a una lógica infalible: cuanta más blanda es la carne, más fácil entra la aguja. Mi madre era una de esas personas que aguantaban en silencio. Qué se yo. La cuestión es que en quince días, de tanto tragar hiel, la barrió un cáncer. Cuando el médico le dijo a mi viejo que no había más que hacer, la trajeron a casa con la idea de que muriera en paz. Mis hermanos –tengo dos: un varón y una mujer- no querían entrar a la pieza. Yo, en cambio, que tenía diez años, me quedé fascinado mirando los gestos que le fueron cambiando la cara. Porque, cuando estos cambios sucedían, dejaban una huella: la piel se hacía más lisa, se le borraban los poros. Pero, de todos modos, no pude retener por mucho tiempo su imagen. Lo que me queda es el enigma de saber cómo hubiera sido un futuro que la incluyera. Entiendo que vivió su peor equivocación con convencimiento y eso, de por sí, es una acierto, aunque no lo parezca.

***

Fíjese el viento que se levantó. El ruido mete miedo, parece como si quisiera arrancar la casa. Qué bárbaro. Es una suerte que nos encontremos seguros en esta pieza. Tenemos lo que nos hace falta.
    Hay que conformarse. Usted parece satisfecho con lo que pude ofrecerle. Yo estoy muy bien con mi tecito.
    También tengo pan, carne seca, tomate, media ristra de ajo. Usted me avisa cuando le entre hambre. Yo enseguida le preparo algo.












Dos

Hay lugares que contaminan. Se enquistan en el alma y no salen más. Entonces, cuando uno se pone contento por algo, salta el recuerdo de ese espacio como una mancha que crece y termina por estropear el momento. Esos sitios pueden ser casas, barrios o ciudades. En mi caso, es un recoveco que hay en el chalet de Haedo; un sitio chico, no debe tener más de un metro cuadrado y está debajo del calefón, entre la heladera y la pared. Allí calza justo un mueble donde se guardan los platos y los vasos de diario, no los del juego.
    En la puerta de ese aparador, mi madre pegaba unos recortes que sacaba de la última página del Clarín. Eran máximas de sentidos más o menos directos de acuerdo al día. Frases extractadas a las apuradas de cualquier libro por algún periodista aturdido.
    Mi madre cubrió la mitad de la superficie con sus recortes; incluso, pegó un par de fotos de animales. Cada vez que yo abría aquella puerta consultaba esa antología que ella había armado con los años.
    El tema es que ese espacio, así de simple y absurdo como se lo presento, me resulta incómodo, me pesa en el ánimo. Usted se preguntará por qué. La razón, creo, es simple: en ese sitio es donde mejor veo el efecto del tiempo.
    Resulta que una vez que mi madre murió, los papeles empezaron a ponerse amarillos, los bordes se levantaron y resquebrajaron. Todo tendía a enrollarse como un pergamino.
    Un día, Raquel Vega, la vecina que empezó a cuidarnos, arrancó los papeles con la excusa de emprolijar la cocina. Pero, igual, me quedó en la cabeza eso que se fue. Es algo que está ahí, latente y, cuando estoy bien, surge el recuerdo y me resta bienestar. Eso es lo que pasa, tengo plena conciencia de que ese lugar existe, así, modificado, pretendidamente limpio.

***

Ya le conté que mi padre tenía un vivero. Se levantaba a las seis y se iba a cuidar sus plantas. Cuando se deshizo del alemán, entró a trabajar un muchacho canoso, de barba, que casi no hablaba. Daba la impresión de ser un tipo cumplidor, pero igual no duró mucho. El viejo lo echó de un día para el otro. La excusa fue poco clara. Dijo que había faltado una plata que después terminó encontrando en su propio bolsillo. Creo que el motivo fue otro. Mi padre tenía una relación simbiótica con sus plantas. Se pasaba horas enteras mirándolas y la presencia del empleado lo incomodaba. Lo que quería era estar solo. El muchacho era un estudiante crónico de veterinaria. Siempre se lo veía andar por el vivero con los ojos cargados por la obsesión. Una vez lo vi arrodillado junto a un almácigo. Escarbaba la tierra con las uñas, cargaba un poco en la palma de la mano y la olía. Le pregunté qué hacía. Tardó en responderme. Al rato, soltó una palabra que me resultó insuficiente.
    -Aprendo –dijo.
    Mi viejo entendió que tenía que alejar a un tipo como aquel de su negocio. No porque fuera malo, sino por su exagerada competencia. Una competencia afectiva, digamos, que terminaba por eclipsar la imagen del patrón frente a sí mismo.
    El barbudito se fue tan enojado que se olvidó sus objetos personales. Mi viejo lo hizo llamar para avisarle, pero no respondió el teléfono.
    Dejó una lupa con mango de nácar, un par de anteojos con cristales de mucho aumento y doce números de una revista de divulgación científica.
    Al mes –convinimos que después de ese lapso no tendría derecho a reclamo-, me llevé las cosas a casa.
    La lupa la usé para espiar la actividad de cuanto bicho se me cruzara; con los anteojos jugué a ser alguien importante. Pero lo que de verdad me cambió la vida fue lo que encontré escrito en las revistas. Me asombró muchísimo enterarme de que los anillos de Saturno estaban formados por gases, o la teoría de Copérnico, según la cual el movimiento de los planetas produce un sonido que es más agudo a medida que crece la distancia entre éstos y el Sol, y que en la Tierra, el conjunto de esos sonidos se escucha como una sinfonía de belleza única.
    Las cosas que descubrí en esas revistas me fascinaron porque eran tan complejas como elementales. Ni bien pude, empecé a comprar nuevos números. Después pasé a unos libros escritos por un francés que conseguí en un quiosco de la estación Santos Lugares. Andaba de tema en tema hasta que un mediodía me di cuenta de que había uno que me interesaba más que cualquier otro. Se trataba de la óptica geométrica, sobre todo la naturaleza y la descripción del fenómeno refractivo. Así fue que me metí de lleno en aquel asunto. No compartía esos intereses con mi familia: mi hermano Rodolfo es deficiente mental y Nuria, la mayor, estaba distraída con uno de sus absurdos noviazgos. Para no hablar de mi padre, que venía del vivero a eso de las ocho de la noche con tierra en las uñas. De todas maneras, ahora que lo pienso, él hubiera sido el único que me hubiera entendido.
    A la noche, cuando se sentaba frente a la comida que preparaba Raquel Vega, hablaba. Un jueves de guiso espeso, tragó un sorbo de vino y me preguntó:
    Decime, ¿cómo te parece que debe ser una planta que resista el fuego?
    Yo pelaba una manzana. Seguí con el cuchillo como si no hubiera escuchado.
    -¿Cómo resistir el fuego? ¿Qué fuego?
    -Cualquier fuego. Un incendio, por ejemplo.
    Lo primero que se me ocurrió fue algo relacionado con las raíces. Mi razonamiento no se alejó de lo elemental: si bajo tierra pudiera mantenerse la vida, podría recuperarse la parte afectada una vez que las condiciones externas mejoraran. En ese momento, no me fue fácil expresar esta idea. Él me escuchaba con la cuchara en la mano. Del guiso que tenía servido, subía un vapor que se perdía enseguida. Cuando terminé de hablar negó con la cabeza. Me dijo:
    -O sea que resistir siempre implica resignar una parte.
    -Claro –respondí.
    Esperé en vano alguna conclusión. Siguió hablando de cualquier cosa: de la factura de gas o del costo de vida.
    No insistí. Junté los restos de manzana, los tiré al tacho. Clasifiqué el tema de las plantas y el fuego como un enigma abierto pero de rápido olvido. Sin embargo, a los pocos días, volvió sobre el asunto.
    -Decime, ¿no te quedó la duda sobre las plantas que resisten el fuego?
    -Te escucho –le dije.
    Había una respuesta correcta. No se trataba de la mía: existen plantas que tienen semillas con una cáscara muy resistente, semillas blindadas con una protección capaz de soportar el fuego.
    -Mirá –dijo y sacó del bolsillo una bolsita de nailon y la vació sobre la mesa. Se dispersaron en el mantel unas bolitas negras. Cuando agarré una la noté pesada y fría, parecía estar hecha de acero.
    -¿Perdigones?
    Me miró con el ceño fruncido. Cuando habló, usó una voz hermética para marcar autoridad.
    -¿De qué venimos hablando?
    -Bueno, ya sé…
    - No, ¿de qué carajo venimos hablando?
    Necesité unos segundos.
    -De las plantas que resisten el fuego.
    -De las semillas de las plantas que resisten el fuego –aclaró-. Son éstas –dijo y señaló las bolitas dispersas sobre la mesa-. Adentro tienen la información genética de un arbusto del tamaño de un plátano, ¿qué me contás?
    No se me ocurrió ninguna cosa para decir. Usted me entiende: en algún momento le habrá pasado. Al rato, cuando él tragaba una sopita de verduras, hice un comentario:
    -Entonces tenía razón yo. Era algo parecido a lo de las raíces.
    Mi padre se quedó con la mirada perdida, saboreando el caldo. Después, se repasó los dientes con la lengua. Arqueó las cejas. Por fin dijo:
    -Me parece que hablamos de dos cosas distintas: de la semilla nace algo nuevo. Y de la raíz, en el mejor de los casos, se regenera la misma vida.
    Dije que sí. Noté cierta indulgencia en su boca que desplazaba la expresión enemiga. En ese instante, entró Raquel Vega. Traía una fuente cargada con milanesas fritas. Aclaró que eran para el día siguiente, que las ponía en el horno porque todavía estaban calientes. La interrupción canceló la charla, pero cada tanto me vuelve a la memoria.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Verano en la ciudad, por Jorge Consiglio


Tira el comprimido de Redoxón en un vaso con agua. Observa el efecto que el líquido produce en la tableta: una efervescencia que disuelve los sólidos. Espera unos segundos. Se toma la vitamina con un largo trago. Chasquea la lengua. Alrededor de los ojos, se le cuela un gesto de bienestar.
     Se llama Javier. Es morrudo. Tiene unos de esos cuerpos moldeados por el asado y el ejercicio: va casi todos los días a un gimnasio de Floresta. Anda con lo que él llama su pasión tatuada en el omóplato: un escudo del club Velez Sarsfield. Se ríe siempre. Atiende el kiosco en el que compro cigarrillos. Queda en la esquina de Arenales y Suipacha.
    Javier disfruta explicando las teorías que saca de lo cotidiano. Ahora es verano. Estamos cursando la tercera semana de enero. Tengo tiempo para escucharlo. Me cuenta que se tiene que quedar hasta más tarde: su reemplazo se fue de vacaciones. Aclara que no pasa nada, que es por dos semanas nada más. Sin nervio, dice y me pregunto de dónde pudo haber sacado esa expresión.
     Me hace notar que por Arenales hay una luz de mercurio, irregular en su funcionamiento, que ilumina parte de la calle y la ochava con Suipacha. Es un foco poderoso que se mete también en el kiosco. Da de lleno en el exhibidor de golosinas y en el espacio que ocupan los clientes. Me dice que, cuando la luz funciona, el reflector le borra los rasgos a la gente y, cuando está apagada, paradójicamente, es mayor la expresión de las caras. Entre las arrugas, es posible un espacio de sombra.

     Me quedo con la idea en la cabeza. Ando por Buenos Aires. Son las once menos veinte de la mañana. Voy bajando por Suipacha hacia Corrientes. Hay menos autos: es muy notable. Los peatones caminan por la ciudad vacía. Imaginan que olvidaron todo o, mejor, que olvidaron lo que no les sirve. Pienso en las urbes desoladas que dio la ciencia ficción. Mi recuerdo más fresco es la Nueva York de Soy leyenda, la película basada en la novela de Matheson. Will Smith deambula aturdido de soledad, habla con maniquíes, está dispuesto a dar la vida por la compañía de un perro, su único sostén. En alguna medida, a mí me pasa lo contrario: disfruto la falta de humanos. No están los que no deben estar: me preserva su ausencia.
     Tomo el 146 que pasa por Sarmiento. Tengo que ir hasta San Martín y Nazca. En Parque Centenario noto que tengo en el ánimo una felicidad que reconozco efímera y no sé cómo cuidar. El colectivo se detiene. Suben dos personas. Veo el sol rebotando en el agua del lago que hay en el parque. Unos pibes andan por uno de los senderos hacia los puestos de libros. Un tipo que me hace acordar a mí diez años atrás juega con un perro gris. Le tira un palo; el perro corre a buscarlo, lo recoge y se lo trae. Es una de esas actividades que por su simpleza se vuelven inagotables: uno puede pasarse el día entero tirando el palito y esperando que el perro lo traiga.
     De pronto, estoy en Juan B. Justo y avenida San Martín. Sube un hombre de unos cincuenta años. Lleva puestos una bermuda y un gorro con visera que dice Boss. Tiene la barba apenas crecida. Carga una bolsa con un paquete. Me pregunto de qué trabajará. Está tranquilo. Parece que hubiera resuelto algo de verdad importante. Ese hombre y el verano en la ciudad se encuentran en la serenidad. Ir por Buenos Aires en el 146, con el cuello de la camisa apenas movido por el viento y un paquete en la mano, lo vuelve saludablemente alternativo. Entiendo lo que me dice su presencia. A veces, la fantasía sobre la vida de los otros ofrece la grata expectativa de lo eventual en quien las desarrolla. Hablo de expectativa, no de esperanza.
     Es un poco antes del mediodía. Acabo de bajar en mi destino. El asfalto de Nazca está al borde la disolución. Cuando lo piso lo siento blando. Voy por Simbrón hacia Cuenca. En la esquina de Helguera me llega el olor de unos Tilos. Me detengo antes de cruzar la calle. Me repaso los labios con la lengua: los siento salados. Es el momento en que puedo anticipar lo que va a ser mi jornada. En las imágenes que rescato, se filtra algo que termino por llamar clima aunque no tiene que ver con lo meteorológico. Me vienen a la cabeza un durazno blanco, un hombre andando en bicicleta por un sendero arbolado, ropa colgada en una soga, una pileta de lona en una terraza con dos personas dentro.
     Cruzo. Camino hacia un edificio y toco un timbre: el 5 “C”. Tardo un poco más de dos horas en cumplir con la tarea que me llevó a Villa del Parque.
     Ahora estoy de nuevo en la vereda. No me da el sol, pero noto que la temperatura aumentó. Ya debe haber llegado a los 34°. Compré un Frutare de palito y lo saboreo sentado en un umbral. En la calle no hay un alma, verdaderamente no hay un alma: ni autos ni peatones. Parece que estuviera en un pueblo. Se escucha el ruido que hacen las chicharras. Quedo un rato así, olvidado de mi mismo, tomando el aire de mi tiempo vacante. Llego a la conclusión de que el verano en Buenos Aires es lo correcto; quiero decir, de pronto lo veo como una opción, una alternativa de vida.
     La sangre me llega como un murmullo a la yema de los dedos y entiendo, como si me tropezara con una verdad que por evidente pasé por alto, algo que me resulta central. Creo que el verano en la ciudad es como una luz única, demorada, un resplandor, para ser más preciso, que perdona la sombra de lo que roza. Entonces, todo puede liberarse del énfasis y, por esta razón, se hace posible una fuga masiva del inventario.
     Muerdo un costado del helado. El frío me perfora el paladar. Me rebota en el cráneo. Pienso en Javier, en el foco de mercurio que ilumina a los clientes, en la saturación que borra y aleja los márgenes de la sutileza. Pienso en lo que se gana con su ausencia. El verano en Buenos Aires es igual a ese foco; es una luz que respeta los rasgos, que les da profundidad, es, al fin y al cabo, el resplandor que da lugar, sin dudas, a toda esa discreta música de gestos que nos hace humanos.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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Una mirada sobre New York, Jorge Consiglio

ace un tiempo atrás presenté Cine II, la última novela de Juan Martini, que aborda cinco cuestiones que son rectoras de la ficción que las incluye. Pero lo verdaderamente llamativo del texto es que cada uno de estos asuntos, como si se tratara de variaciones musicales –las Goldberg, por ejemplo, por el placer de citar la belleza-, consiguen preservar la singularidad y, al mismo tiempo, nombrar un asunto que los trasciende. Se trata de la naturaleza de la memoria. El narrador, el cineasta Sivori, se pregunta, hasta con el margen de sus gestos, sobre la pervivencia de los recuerdos, sobre lo que cancela el olvido.

Impregnado por el clima de esta novela, hice un viaje a Nueva York. Ahora estoy de regreso. Miro las manchas del sol sobre la mesa: los dibujos de las hojas de un árbol que está sobre Ayacucho. Pienso en Nueva York, en lo que queda, en la sustancia del pasado.
Antes que nada, Villa del Parque. Viví hasta los veintipico en un quinto piso sobre la avenida Nazca. En mi pieza, que se beneficiaba con la vista de los fondos vecinos, tenía un Grundig en el que escuchaba -hasta cierto punto me forzaba a escuchar- una música que no terminaba de entender, aunque a la larga, lo reconozco, me abrió el oído.
Mi discoteca era incompleta y contradictoria, pero los pocos vinilos que la integraban estaban minuciosamente elegidos. Sobre todo, recuerdo uno de John Mclaughlin. Del contenido del disco, que si no me equivoco tenía en la tapa la foto de un pibe –seguramente el propio Mclaughlin- vestido con lo que parecía el uniforme de un colegio inglés muy tradicional, tengo presente dos cosas. Una, el nombre de unos de sus temas: New York en mi mente. Dos, el pésimo estado de la copia.
New York en mi mente. Asocio el tema con una sensación difícil de precisar. Para ser más claro recurro a una imagen: un hombre de cincuenta años deshaciendo su equipaje en la habitación de un hotel caro. Es de noche. Afuera la ciudad es enorme y desconocida. El tipo sabe -en su despreocupación se lee la cautela- que el lugar que lo rodea le es, sobre todo, ajeno. Sé que se trata de algo impreciso; es un frustrado intento de poner en palabras lo que esa música de Mclaghlin me despierta.
Lo cierto es que a partir de ese momento, esa vaga ensoñación ocupa el lugar de una ciudad. El sintagma Nueva York quedó anclado para siempre a esa vivencia casual, a esa impresión nacida quizás del calor y del fastidio que despierta la humedad del verano en una ciudad como Buenos Aires. Porque creo que a ese disco lo escuché por primera vez un día de enero, de finales de enero. Ahora que lo pienso, no sé, no estoy seguro, me cuesta afirmarlo.
Del último viaje, me quedé pensando en unas cuantas cosas que definen lo que Nueva York me responde. Seguramente se trata de lo mismo que me dicen todas las ciudades pero lo que de verdad importa, como casi siempre, no es lo nuevo sino la impronta subjetiva que supone la identidad.
Me acuerdo que un domingo de sol nos fuimos al Harlem con la idea de visitar un museo dedicado al jazz. Íbamos animados por un folleto, que no sé de dónde lo habíamos sacado, que prometía que en el lugar había fotos de músicos, instrumentos que habían pertenecido a famosos performers y la posibilidad de escuchar grabaciones antológicas. La verdad es que nunca llegamos al lugar: un festejo relacionado con la herencia africana en América hizo imposible que cruzáramos una avenida. Lejos de lamentarlo, pudimos disfrutar lo inesperado: compramos unos completísimos sánguches de pollo en un puestito de lata y nos quedamos en plena calle mirando unas comparsas que no terminaban nunca de pasar. Hacía calor. La gente bailaba y cantaba a los gritos. Nadie parecía preocupado por su cuerpo: las gordas llevaban puestas unas biquinis insólitas. Los hombres estaban encandilados con el sonido de los tambores rituales. Nos quedamos hasta que nos sentimos cansadísimos. Teníamos las piernas adormecidas: estar parados implicaba un sacrificio enorme. Estábamos al borde del mal humor. Como pudimos, llegamos a la avenida que limita por el este con el Central Park. Nos tomamos un colectivo casi vacío que resultó una bendición. Ocupamos un par de lugares junto a la puerta de descenso. Entramos enseguida en ese estado de neutralidad general que dispone el estar en tránsito. En el último asiento, el largo, que en muchos buses se asienta encima del motor, viajaba una sola persona: un negro flaquísimo de bigote dibujado con un sombrerito panamá color crema. Algo hubo en él que captó nuestra atención. Si mal no recuerdo, hicimos comentarios sobre su delgadez o sobre su atuendo. Sin embargo, el viaje no ofreció novedades hasta que a la altura de la calle 99 el tipo sacó de una bolsa de papel un recipiente descartable con algo que, a primera vista, parecía un chop suey de verduras y un tenedor de plástico. Casi sin preámbulos, se puso a comer. Lo hizo con tanta mesura como voluntad, con verdadera sabiduría biológica como diría Generani. Cuando terminó, hizo desaparecer todo dentro de la bolsa y se relamió los labios como hacen los gatos. No tomó agua. Yo deseé que lo hiciera. Se limitó a girar su pequeña cabeza de pájaro hacia la izquierda y no hizo otra cosa que mirar por la ventanilla. Sus ojos se clavaron en los árboles del parque; pero su atención, era muy claro, no acompañaba a la vista. Mirar como él lo hacía era una manera de abandono.
Y, como es sabido, es costumbre de todos detenerse en lo que se está yendo. Por eso, justamente, aquel tipo de sombrerito nos despertó semejante curiosidad. Durante tres cuadras se mantuvo inmóvil, olvidado de sí mismo, diría; pero antes de llegar a la calle 72, se llevó la mano a la boca, se sacó la dentadura postiza, la observó como si fuera un bicho, la sopló un par de veces y se la volvió a poner. El acto no fue rápido pero si inesperado y creo que por eso, una vez concluido, me dejó la duda de si realmente sucedió. Lo cierto es que tuve que hacer un esfuerzo mental para incorporarlo a la realidad.
Nos bajamos en Columbus circle. Lo primero que vi fue un par de torres de cincuenta pisos. Pensé en mi viejo. Lo imaginé pronunciado la palabra “rascacielo”. Una vaga sensación de anacronismo me hizo sonreír. Después bajamos caminando por la 7. Fue la primera vez que sufrí el dolor en la rodilla que todavía me acompaña. Un par de horas más tarde, encontramos de casualidad un cine chiquito, en un subsuelo. Pasaban un documental sobre Glenn Gould. En el afiche se lo veía al músico muy joven, sonriente, apoyando el hombro en una pared, con pinta de poeta romántico. Faltaban veinte minutos para que empezara la función. No lo dudamos: sacamos un par de entradas y nos metimos a la sala. Había poca gente. Serían las ocho de una noche fresca. El destino, como tantas otras veces, nos sonreía.
Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

El remisero, por Jorge Consiglio

Su cara avanza, busca confrontar con la ruta, igual que el auto que ahora maneja. Debe andar por los cincuenta años. Tiene la piel seca; la nariz antigua pero dispuesta al futuro. La cifra de su personalidad está en la curva de las patillas o en los labios doblados hacia abajo, delgadísimos, que saben de tabaco, café y codicia. Es hombre dispuesto a lo elemental aunque con estrategia. En sus ojos, borrados por una raya de sombra, anida una certeza que lo justifica: todo movimiento es riesgo. Por eso la atención constante, la vigilia, la precaución. Trabaja en el remís porque él lo decidió así y no por descarte, como muchos. Es un profesional hasta en la manera de peinarse: se entiende a partir del tránsito. Sabe lo que le gusta: las camisas blancas recién planchadas, el ritmo del asfalto, los viajes largos con pasajeros silenciosos.
Trabajó en Lanús con un Duna con el paragolpes despintado. Andaba de un lado para otro por calles que le dejaban los riñones a la miseria. Y tuvo algún amor. Siempre hay algún amor para el remisero. No por su perfil aventurero sino por ser un ajeno perpetuo, un tipo sin lugar. Es sabido, lo itinerante dispone al vértigo, que siempre es eje de seducción.
Su historia es simple: un 504, dos Fiat 125, un corsita y algo pasajero: un rastrojero por menos de dos años. El sur llegó a ser su felicidad. Se casó, se separó, tuvo dos pibes, se puso varias veces de novio: Lomas, Quilmes, Burzaco. Siempre el sur, del otro lado del puente. Y la calle, a la larga o la corta, amasa hábitos, dispone a la reflexión. Por eso, el remisero desarrolla teorías para todo. Puedo imaginar una. Existe un kiosco a metros de la esquina de España y Mitre, por Mitre, en Avellaneda. Lo atiende un japonés joven, tímido, de pelo cortísimo. Debe pesar más de 120 kilos. El remisero suele tomar café en un bar vecino. Ve siempre al oriental. Lo mide. No se saludan aunque los dos se reconocen. Una imagen vaga del japonés le llega mientras hojea el diario que pide en la barra. Se sonríe y enseguida se dispersa. Pero durante el día vuelve a la misma imagen: el pibe mirando la calle detrás del exhibidor de golosinas. A la semana, ya tiene el asunto claro. Aprovecha para contárselo a una pasajera. Le dice que los gordos son inmutables. Las cosas no les afectan como al resto de la gente, afirma. Tiene que ver con la circulación de los líquidos por el cuerpo: a mayor recorrido, mayor serenidad. Habla con autoridad. Audita la reacción de la mujer por el retrovisor. Miente. Se entusiasma con la mentira.
Hoy, que es el día de la foto, anda en un Megane. Lo contrató una agencia de Capital. Está satisfecho. El remisero sabe de su destreza para progresar y confía en su capacidad de trabajo. Sabe también de la envidia. Y se defiende como puede: colgó una cinta roja del espejito y procura matar con su indiferencia. Anda por Buenos Aires con las manos en el volante. Insiste con lo que considera su verdad. Empuja como un toro. Empuja, el remisero. A veces tiene la sensación de que se pasó la vida dando vueltas en círculos. Pero en seguida vuelve a la realidad: el tráfico demanda atención. A cada metro, un imprevisto. Y la posibilidad del peligro –él lo sabe bien– acecha como un animal en la sombra.
Jorge Consiglio (Buenos Aires)
En este número de EdM, Jorge Consiglio publicó también un apunte sobre Cine II de Juan Martini Su último libro publicado es El otro lado, Buenos Aires, Edhasa, 2009
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