APUNTES

Ryan bar (una noche de rock), por Jorge Consiglio


A través de los amigos uno accede a espacios inesperados. Hace un mes fui a un lugar que queda por Burzaco. Se llama Ryans Bar. Entré por un pasillo angosto. Desemboqué en un galpón con un escenario en el fondo y una barra en uno de los costados. Me sirvió cerveza un tipo que tenía dos cadenas alrededor del cuello. Esa noche tocaba la banda de Pele, compañero de mi lejana secundaria. Lo conozco desde los doce años. A esa edad ya estudiaba bajo. Si mal no recuerdo, nuestra primera charla fue sobre música. Los dos éramos fanáticos de Deep Purple. Nos pasábamos tardes enteras estudiando las bases de Glover o los punteos de Ritchie Blackmore. En esa época, me había comprado una Stratocaster usada que hacía sonar con un amplificador a válvula. Unos años más tarde la vendí para hacer un viaje. En cambio, Pele se hizo músico. Toca donde puede, desde fiestas judías hasta casamientos. Pero además tiene su banda. La integran cuatro amigos. Hacen algo que yo no escuché en mi vida: unas baladas sostenidas por un clima nostálgico que sin quebrarse resbala hacia una violencia descomunal. La electricidad del sonido invade el cerebro como un cable azul. Lo que hacen se aleja de la pirotecnia clásica del rock; cada nota es auténtica, está cargada de verdad. Tampoco quiero exagerar. El que tenga interés que les preste atención. Se llaman The Hostages.

     Esa noche, de todas maneras, las cosas no salieron bien. Antes que The Hostages, tocaron unos tipos de Lomas, unos desquiciados que hacen música post industrial. Gente joven. No había lugar en sus cuerpos que no estuviera cubierto por un tatuaje o perforado por un piercing. Para mi gusto, se quedaron demasiado tiempo en escena. Los Punkreas: una banda para olvidar. Pele salió con su equipo y toda la artillería a las dos de la mañana. Al público, sin dudas, lo habían traído ellos. Un flaco de barba larguísima desplegó una bandera con el nombre de la banda. Todo pintaba para ser una fiesta. Tocaron dos temas. Pele en el escenario encandila, pero esa vez su luz fue todavía más intensa. Ciento veinte kilos en acción. Yo estaba pegado a una columna de sonido y temblaba como una hoja. La emoción nos volvía a todos vulnerables; por eso, justamente, nos desesperamos cuando vimos que no arrancaban con el tercer tema. Había un problema de sonido: el bajo y la guitarra se quedaron sin retorno. Pele, como siempre, tomó las riendas. Pidió disculpas. Contó que tenían un problema técnico. La gente lo bancó, pero yo lo conozco, estaba violeta. Se quería matar. El sonidista, que era del staff del bar, no pudo hacer nada. Y, como bien decía Manuel Gálvez, comenzó la pendiente del crimen.
     La pelea, al comienzo, fue entre los músicos y la gente del bar; después se generalizó. Nadie quería matar a nadie, los golpes eran casi una cuestión formal, una manera de reconocer al otro como un par. Así y todo, es bueno aclarar, el dolor se siente.
     En medio de la confusión, alcancé a rescatar una imagen: un pibe miraba sus anteojos rotos, se los acababan de destrozar de una trompada. Sangraba por la nariz pero parecía no darse cuenta. Su preocupación tenía que ver exclusivamente con los lentes. Era la única persona quieta en medio de tanto vértigo: una obra de arte.
     Vino la policía antes de lo esperado. Algunos pudieron rajar; yo y unos cuantos más fuimos a parar a una comisaría de la zona sur. Nos hicieron esperar en un patio techado con un toldo de chapa. En un costado había una pileta en la que cada tanto se iba a mojar la cabeza algún detenido. A la hora de estar sentado en el piso, me agarró un frío tremendo. No podía dejar de temblar. Pele había apoyado la cabeza en una maceta. Parecía dormido. A pesar de los años, su expresión sigue siendo la de un chico.
     A las cinco, empezó a notarse más movimiento. Un par de policías entraban y salían de una oficina. Fijé mi atención en uno. Parecía decidido. Caminaba como si fueran las dos de la tarde. Era alto y delgado. Tenía la cara angulosa. El pelo escaso –un par de mechones largos- se lo peinaba hacia atrás. Aunque conservaba una mirada de alta precisión, tenía los ojos chicos y hundidos. En su expresión había algo de clausura, de fiebre, de conflicto. El tipo no tenía sosiego, como los que están enterados de algo que les incomoda. En un momento, se sirvió café. Para tomarlo se apoyó con el hombro en el marco de una puerta. Y se quedó un rato así, distraído, con la cabeza de águila vuelta hacia la izquierda, las aletas de la nariz apenas dilatadas para aprovechar el vapor del café. Pasaron unos segundos hasta que lo noté. Era la viva imagen de Glenn Gould.
     En aquel momento, me confortó acordarme de Gould, de las Variaciones Golberg, de ese tarareo con el que humanizaba sus interpretaciones. Siempre me llamó la atención que siendo, como era, obsesivo al extremo, un purista, se permitiera ese desborde de pasión sobre su música. Hay un documental en el que un ingeniero de sonido cuenta cómo lo enfermó Glenn durante la grabación de unas partitas de Bach en Toronto. Después de haber pasado todo un día grabando juntos, el tipo salió del estudio a las doce de la noche y, a las dos de la mañana, lo tenía de nuevo golpeándole la puerta para hablar sobre el color de determinadas notas. Definitivamente, Gould era un hombre tomado por su arte, lo que –no es secreto para nadie- despierta fobias. Su última presentación en público fue en Los Ángeles, en 1964; después intermedió las grabaciones entre su piano y el público.
     En algún lugar leí que sufría un trastorno autístico, el síndrome de Asperger, y que casi mata a un médico con una jeringa en una clínica de Baltimore, durante un período de internación. Otra cosa notable de su vida fue la fidelidad que guardó hacia la sillita desvencijada que usaba para sentarse frente al piano; pero hay otro hecho que me resulta, todavía, más llamativo. Se trata de su relación con cierto anillo. Cuentan que el abuelo de Gould había recibido de su primo, el compositor noruego Eduard Grieg, una sortija con un diamante como muestra de afecto incondicional. Al morir se lo dejó a su nieto Glenn junto con una carta de tres pliegos. Gould atesoró este regalo durante toda su vida. Escuché el testimonio de su representante: aseguraba que Glenn no abordaba ciertas obras si no tenía puesto el anillo de Grieg. Era el salvoconducto para abordar algunas composiciones.
     Creo que esta vez, en la comisaría de Burzaco, recordé ese episodio no sólo por el parecido del policía con mi pianista preferido, sino también por la tristeza con la que el pibe, en medio de la pelea, miraba sus anteojos rotos. Lo cierto es que la secuencia de ideas me ofreció algo de consuelo frente a lo que me tocaba vivir. Era un jueves. La primera claridad de ese día me llegó por una claraboya que había junto a un calefactor. Las voces de todos, a esa hora, se escuchaban suaves, muy suaves, tanto como la de una pianista inglesa que alguna vez contó que se había tatuado al final de la espalda, allí donde otras mujeres se dibujan arabescos, los primeros compases de la única obra que Gould compuso en su vida.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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