Tira el comprimido de Redoxón en un vaso con agua. Observa el efecto que el líquido produce en la tableta: una efervescencia que disuelve los sólidos. Espera unos segundos. Se toma la vitamina con un largo trago. Chasquea la lengua. Alrededor de los ojos, se le cuela un gesto de bienestar.
Se llama Javier. Es morrudo. Tiene unos de esos cuerpos moldeados por el asado y el ejercicio: va casi todos los días a un gimnasio de Floresta. Anda con lo que él llama su pasión tatuada en el omóplato: un escudo del club Velez Sarsfield. Se ríe siempre. Atiende el kiosco en el que compro cigarrillos. Queda en la esquina de Arenales y Suipacha.
Javier disfruta explicando las teorías que saca de lo cotidiano. Ahora es verano. Estamos cursando la tercera semana de enero. Tengo tiempo para escucharlo. Me cuenta que se tiene que quedar hasta más tarde: su reemplazo se fue de vacaciones. Aclara que no pasa nada, que es por dos semanas nada más. Sin nervio, dice y me pregunto de dónde pudo haber sacado esa expresión.
Me hace notar que por Arenales hay una luz de mercurio, irregular en su funcionamiento, que ilumina parte de la calle y la ochava con Suipacha. Es un foco poderoso que se mete también en el kiosco. Da de lleno en el exhibidor de golosinas y en el espacio que ocupan los clientes. Me dice que, cuando la luz funciona, el reflector le borra los rasgos a la gente y, cuando está apagada, paradójicamente, es mayor la expresión de las caras. Entre las arrugas, es posible un espacio de sombra.
Me quedo con la idea en la cabeza. Ando por Buenos Aires. Son las once menos veinte de la mañana. Voy bajando por Suipacha hacia Corrientes. Hay menos autos: es muy notable. Los peatones caminan por la ciudad vacía. Imaginan que olvidaron todo o, mejor, que olvidaron lo que no les sirve. Pienso en las urbes desoladas que dio la ciencia ficción. Mi recuerdo más fresco es la Nueva York de Soy leyenda, la película basada en la novela de Matheson. Will Smith deambula aturdido de soledad, habla con maniquíes, está dispuesto a dar la vida por la compañía de un perro, su único sostén. En alguna medida, a mí me pasa lo contrario: disfruto la falta de humanos. No están los que no deben estar: me preserva su ausencia.
Tomo el 146 que pasa por Sarmiento. Tengo que ir hasta San Martín y Nazca. En Parque Centenario noto que tengo en el ánimo una felicidad que reconozco efímera y no sé cómo cuidar. El colectivo se detiene. Suben dos personas. Veo el sol rebotando en el agua del lago que hay en el parque. Unos pibes andan por uno de los senderos hacia los puestos de libros. Un tipo que me hace acordar a mí diez años atrás juega con un perro gris. Le tira un palo; el perro corre a buscarlo, lo recoge y se lo trae. Es una de esas actividades que por su simpleza se vuelven inagotables: uno puede pasarse el día entero tirando el palito y esperando que el perro lo traiga.
De pronto, estoy en Juan B. Justo y avenida San Martín. Sube un hombre de unos cincuenta años. Lleva puestos una bermuda y un gorro con visera que dice Boss. Tiene la barba apenas crecida. Carga una bolsa con un paquete. Me pregunto de qué trabajará. Está tranquilo. Parece que hubiera resuelto algo de verdad importante. Ese hombre y el verano en la ciudad se encuentran en la serenidad. Ir por Buenos Aires en el 146, con el cuello de la camisa apenas movido por el viento y un paquete en la mano, lo vuelve saludablemente alternativo. Entiendo lo que me dice su presencia. A veces, la fantasía sobre la vida de los otros ofrece la grata expectativa de lo eventual en quien las desarrolla. Hablo de expectativa, no de esperanza.
Es un poco antes del mediodía. Acabo de bajar en mi destino. El asfalto de Nazca está al borde la disolución. Cuando lo piso lo siento blando. Voy por Simbrón hacia Cuenca. En la esquina de Helguera me llega el olor de unos Tilos. Me detengo antes de cruzar la calle. Me repaso los labios con la lengua: los siento salados. Es el momento en que puedo anticipar lo que va a ser mi jornada. En las imágenes que rescato, se filtra algo que termino por llamar clima aunque no tiene que ver con lo meteorológico. Me vienen a la cabeza un durazno blanco, un hombre andando en bicicleta por un sendero arbolado, ropa colgada en una soga, una pileta de lona en una terraza con dos personas dentro.
Cruzo. Camino hacia un edificio y toco un timbre: el 5 “C”. Tardo un poco más de dos horas en cumplir con la tarea que me llevó a Villa del Parque.
Ahora estoy de nuevo en la vereda. No me da el sol, pero noto que la temperatura aumentó. Ya debe haber llegado a los 34°. Compré un Frutare de palito y lo saboreo sentado en un umbral. En la calle no hay un alma, verdaderamente no hay un alma: ni autos ni peatones. Parece que estuviera en un pueblo. Se escucha el ruido que hacen las chicharras. Quedo un rato así, olvidado de mi mismo, tomando el aire de mi tiempo vacante. Llego a la conclusión de que el verano en Buenos Aires es lo correcto; quiero decir, de pronto lo veo como una opción, una alternativa de vida.
La sangre me llega como un murmullo a la yema de los dedos y entiendo, como si me tropezara con una verdad que por evidente pasé por alto, algo que me resulta central. Creo que el verano en la ciudad es como una luz única, demorada, un resplandor, para ser más preciso, que perdona la sombra de lo que roza. Entonces, todo puede liberarse del énfasis y, por esta razón, se hace posible una fuga masiva del inventario.
Muerdo un costado del helado. El frío me perfora el paladar. Me rebota en el cráneo. Pienso en Javier, en el foco de mercurio que ilumina a los clientes, en la saturación que borra y aleja los márgenes de la sutileza. Pienso en lo que se gana con su ausencia. El verano en Buenos Aires es igual a ese foco; es una luz que respeta los rasgos, que les da profundidad, es, al fin y al cabo, el resplandor que da lugar, sin dudas, a toda esa discreta música de gestos que nos hace humanos.
Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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