ace un tiempo atrás presenté Cine II, la última novela de Juan Martini, que aborda cinco cuestiones que son rectoras de la ficción que las incluye. Pero lo verdaderamente llamativo del texto es que cada uno de estos asuntos, como si se tratara de variaciones musicales –las Goldberg, por ejemplo, por el placer de citar la belleza-, consiguen preservar la singularidad y, al mismo tiempo, nombrar un asunto que los trasciende. Se trata de la naturaleza de la memoria. El narrador, el cineasta Sivori, se pregunta, hasta con el margen de sus gestos, sobre la pervivencia de los recuerdos, sobre lo que cancela el olvido.
Impregnado por el clima de esta novela, hice un viaje a Nueva York. Ahora estoy de regreso. Miro las manchas del sol sobre la mesa: los dibujos de las hojas de un árbol que está sobre Ayacucho. Pienso en Nueva York, en lo que queda, en la sustancia del pasado.
Antes que nada, Villa del Parque. Viví hasta los veintipico en un quinto piso sobre la avenida Nazca. En mi pieza, que se beneficiaba con la vista de los fondos vecinos, tenía un Grundig en el que escuchaba -hasta cierto punto me forzaba a escuchar- una música que no terminaba de entender, aunque a la larga, lo reconozco, me abrió el oído.
Mi discoteca era incompleta y contradictoria, pero los pocos vinilos que la integraban estaban minuciosamente elegidos. Sobre todo, recuerdo uno de John Mclaughlin. Del contenido del disco, que si no me equivoco tenía en la tapa la foto de un pibe –seguramente el propio Mclaughlin- vestido con lo que parecía el uniforme de un colegio inglés muy tradicional, tengo presente dos cosas. Una, el nombre de unos de sus temas: New York en mi mente. Dos, el pésimo estado de la copia.
New York en mi mente. Asocio el tema con una sensación difícil de precisar. Para ser más claro recurro a una imagen: un hombre de cincuenta años deshaciendo su equipaje en la habitación de un hotel caro. Es de noche. Afuera la ciudad es enorme y desconocida. El tipo sabe -en su despreocupación se lee la cautela- que el lugar que lo rodea le es, sobre todo, ajeno. Sé que se trata de algo impreciso; es un frustrado intento de poner en palabras lo que esa música de Mclaghlin me despierta.
Lo cierto es que a partir de ese momento, esa vaga ensoñación ocupa el lugar de una ciudad. El sintagma Nueva York quedó anclado para siempre a esa vivencia casual, a esa impresión nacida quizás del calor y del fastidio que despierta la humedad del verano en una ciudad como Buenos Aires. Porque creo que a ese disco lo escuché por primera vez un día de enero, de finales de enero. Ahora que lo pienso, no sé, no estoy seguro, me cuesta afirmarlo.
Del último viaje, me quedé pensando en unas cuantas cosas que definen lo que Nueva York me responde. Seguramente se trata de lo mismo que me dicen todas las ciudades pero lo que de verdad importa, como casi siempre, no es lo nuevo sino la impronta subjetiva que supone la identidad.
Me acuerdo que un domingo de sol nos fuimos al Harlem con la idea de visitar un museo dedicado al jazz. Íbamos animados por un folleto, que no sé de dónde lo habíamos sacado, que prometía que en el lugar había fotos de músicos, instrumentos que habían pertenecido a famosos performers y la posibilidad de escuchar grabaciones antológicas. La verdad es que nunca llegamos al lugar: un festejo relacionado con la herencia africana en América hizo imposible que cruzáramos una avenida. Lejos de lamentarlo, pudimos disfrutar lo inesperado: compramos unos completísimos sánguches de pollo en un puestito de lata y nos quedamos en plena calle mirando unas comparsas que no terminaban nunca de pasar. Hacía calor. La gente bailaba y cantaba a los gritos. Nadie parecía preocupado por su cuerpo: las gordas llevaban puestas unas biquinis insólitas. Los hombres estaban encandilados con el sonido de los tambores rituales. Nos quedamos hasta que nos sentimos cansadísimos. Teníamos las piernas adormecidas: estar parados implicaba un sacrificio enorme. Estábamos al borde del mal humor. Como pudimos, llegamos a la avenida que limita por el este con el Central Park. Nos tomamos un colectivo casi vacío que resultó una bendición. Ocupamos un par de lugares junto a la puerta de descenso. Entramos enseguida en ese estado de neutralidad general que dispone el estar en tránsito. En el último asiento, el largo, que en muchos buses se asienta encima del motor, viajaba una sola persona: un negro flaquísimo de bigote dibujado con un sombrerito panamá color crema. Algo hubo en él que captó nuestra atención. Si mal no recuerdo, hicimos comentarios sobre su delgadez o sobre su atuendo. Sin embargo, el viaje no ofreció novedades hasta que a la altura de la calle 99 el tipo sacó de una bolsa de papel un recipiente descartable con algo que, a primera vista, parecía un chop suey de verduras y un tenedor de plástico. Casi sin preámbulos, se puso a comer. Lo hizo con tanta mesura como voluntad, con verdadera sabiduría biológica como diría Generani. Cuando terminó, hizo desaparecer todo dentro de la bolsa y se relamió los labios como hacen los gatos. No tomó agua. Yo deseé que lo hiciera. Se limitó a girar su pequeña cabeza de pájaro hacia la izquierda y no hizo otra cosa que mirar por la ventanilla. Sus ojos se clavaron en los árboles del parque; pero su atención, era muy claro, no acompañaba a la vista. Mirar como él lo hacía era una manera de abandono.
Y, como es sabido, es costumbre de todos detenerse en lo que se está yendo. Por eso, justamente, aquel tipo de sombrerito nos despertó semejante curiosidad. Durante tres cuadras se mantuvo inmóvil, olvidado de sí mismo, diría; pero antes de llegar a la calle 72, se llevó la mano a la boca, se sacó la dentadura postiza, la observó como si fuera un bicho, la sopló un par de veces y se la volvió a poner. El acto no fue rápido pero si inesperado y creo que por eso, una vez concluido, me dejó la duda de si realmente sucedió. Lo cierto es que tuve que hacer un esfuerzo mental para incorporarlo a la realidad.
Nos bajamos en Columbus circle. Lo primero que vi fue un par de torres de cincuenta pisos. Pensé en mi viejo. Lo imaginé pronunciado la palabra “rascacielo”. Una vaga sensación de anacronismo me hizo sonreír. Después bajamos caminando por la 7. Fue la primera vez que sufrí el dolor en la rodilla que todavía me acompaña. Un par de horas más tarde, encontramos de casualidad un cine chiquito, en un subsuelo. Pasaban un documental sobre Glenn Gould. En el afiche se lo veía al músico muy joven, sonriente, apoyando el hombro en una pared, con pinta de poeta romántico. Faltaban veinte minutos para que empezara la función. No lo dudamos: sacamos un par de entradas y nos metimos a la sala. Había poca gente. Serían las ocho de una noche fresca. El destino, como tantas otras veces, nos sonreía.
Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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