RELATOS

Sobre no morir sin despertar, por Fernando Form

“Alice ha cambiado mucho desde aquellas historias del País de las Maravillas.”
Jean-Pierre Enard


Sean las diez de la mañana o las tres de la tarde, lunes o sábado, siempre, antes de entrar a la librería, desde el banquito de plástico Miguel me dice “…recién pasó el loco”.
     De día vive ahí, estacionado frente a la quiniela, junto a una parada de varias líneas, o escondido tras la puerta izquierda del kiosko de diarios, bajo un techo provisorio. Vive hace treinta años, más menos, en el barrio, y la gente le da de almorzar. De noche va a dormir a un parador de Macri, dice Miguel, y ahí también come.
     Insistente con prevenirme del loco (se refiere a un ladrón de libros que nunca volvió), siempre luce igual: un pantalón de vestir grande y oscuro, y una campera más grande todavía que le donó la Iglesia. La usa hagan diez o treinta grados. En este último caso impresiona verlo habitando ese sarcófago negro, sacando la cabeza como una tortuga, rengueando sentado sobre el pie herido que envuelve en una bolsa blanca.
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RELATOS

Un domingo en colectivo, por Fernando Form


Cuánto es el mayor tiempo que estuviste afuera del país. A pesar de tener puesto el auricular en la oreja izquierda, la radio sonando, Patricio no escucha y menos se pregunta la pregunta. Tiene los pies enterrados en la arena todavía tibia, erguido como un dios en malla mientras cae el sol. Siente el bronceado en los muslos, pectorales y en la frente. Se enorgullece de igual manera, sin bajar la vista ni sacarse los anteojos, de haber atrapado el día en casi cada parte de su cuerpo, como de su hija, de su yate y de Sabrina. De su trabajo no, pero qué importa. Viendo desde antes de la orilla cómo el metro setenta y pico de Sabrina se agacha y abraza a Olivia, qué importa. La arena blanca, palmeras flacas, sin Esther, qué importan. Sabe que está a punto de entrar al mar, no a bañarse con ellas; al mar en yate, a navegar veinticuatro horas sin parar, con el motor no roto pero que hace ruido y lo que importa es que salga todo bien. Olivia abraza a la tía, la embauca y le deja en los bucles colorados un accidente, una estela de crema. Sabrina ríe porque sabe lo fundamental para conocer a Olivia. Que 1) su madre murió hace casi tres años, 2) es fanática de los helados en palito y 3) no deja que nadie más que Patricio se le acerque, y menos una mujer. Y Sabrina, que desde hace tiempo tiene los brazos tensos y quiebra las cejas, para Olivia es toda una mujer. Algo supone y algo le duele. Repara en la malla entera de flores verdes que tiene Olivia; entiende en el contraste con su bikini bicolor y sus lolas pesadas por qué la nena mantiene distancia. Sale del agua con el pelo limpio, arrastra el agua salada de las cejas, la frente y los rulos ahora lacios y descubre algo que estaba oculto en ella y en Olivia. Es un instante. El agua que a Sabrina le llega a las rodillas a Olivia le cubre las piernas. La marea sube y baja de a centímetros y Sabrina no puede dejar de ver hasta que pestañea tres veces. Es una imagen. La entrepierna de la nena parece apoyarse en la superficie del mar. Sólo ahí la malla es más oscura. Cuando ve que el palito de madera está flotando, dejando una saliva blancuzca con burbujas diminutas cerca de las piernas de Olivia, levanta la cabeza. No sabe si se desborda en algún gesto. Se convence de que no se ve, que no sabe, aunque tenga nueve. Para despistarla dice que lo tire a la basura. No. Sí. Un silencio. Sos mala, tía. En esas tres palabras está todo el humor de Olivia, toda la verdad del vínculo; la explicación de algunas dudas, de Patricio y cómo poner distancia ahora es casi un acto reflejo. Que para Patricio no existe. Sus nociones del bien y el mal se entienden por la negativa: cuando no sabe qué opinar dice yo ya me perdí, dando a entender o a sospechar que el error está en quien formula el enunciado y no en él, simple, padre y que por esas cosas de la vida terminó siendo un narcotraficante. Pero no consume, su hija es castaña clara, se podría decir rubia, sus padres siguen vivos y juntos, como si de lo último dependiera lo primero. Mirando a Sabrina que camina con el palito, goteando, en la mano, revisa en la memoria si está todo listo. La nafta, los víveres, la Taurus, los ladrillos, quiero ir al baño. Hacé en el mar vieja sin dientes, le contesta a Olivia, alzándola, exagerando la complicidad padre-hija como ella exagera sin paletas y sonríe, antes de que Sabrina, esquivando los dedos gruesos de Patricio repartidos entre la tela y la cola de la nena, dice yo también quiero. Vos hacé un pozo en la arena, como Rafa. Olivia larga una carcajada, Sabrina sonríe de costado, Patricio mira enamorado o enamorando a su hija, extraño a Rafa, una estrella, Sabrina vuelve al mar. Ya nos vamos. Mañana a esta hora estamos en casa con Rafita. Porque ellos tres están cerca, a un charco nomás, pero afuera del país.
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