Durante el Salón del Libro de París 2014, que tuvo a Argentina como invitada de honor, María Pía López realizó la siguiente intervención en un panel que llevó como título “Cultura y Política”. El texto está atravesado por una pregunta que es un desafío incesante: ¿Es posible narrar con la misma lengua que nos fue expropiada y que definió el horror?
Camino por un cementerio de una ciudad que me es ajena, entre tumbas que rezan epitafios en una lengua que comprendo bastante poco. Una caminata ociosa, sin búsquedas específicas. En algún recodo aparece la secuencia de monumentos funerarios para recordar a aquellos cuyos cuerpos no están: los deportados a los campos de concentración nazis, los condenados a trabajos forzados, los que fueron a Dachau o a Auschwitz. También recordatorios de los caídos en la resistencia a la ocupación. Si una sigue caminando, como lo hice, se topa con el muro que conmemora a los caídos en la Comuna de París, a los insurgentes que intentaron asaltar los cielos de una vida redimida y una sociedad igualitaria y fueron derrotados y masacrados. Me pregunto: ¿dónde están las tumbas de los colaboracionistas de Vichy, dónde las de quienes firmaron las órdenes de fusilamientos, dónde las de los policías o militares encargados de las razzias? La memoria debe ser incompleta para serlo, debe ser selectiva y esa selección es una afirmación. Si al lado de esos monumentos estuvieran los que conmemoran a los verdugos, la supuesta equidad restaría la conmoción de que en un hecho ominoso hay quienes son víctimas. Tal la lección dominical del cementerio Pere Lachaise.
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