Durante el Salón del Libro de París 2014, que tuvo a Argentina como invitada de honor, María Pía López realizó la siguiente intervención en un panel que llevó como título “Cultura y Política”. El texto está atravesado por una pregunta que es un desafío incesante: ¿Es posible narrar con la misma lengua que nos fue expropiada y que definió el horror?
Camino por un cementerio de una ciudad que me es ajena, entre tumbas que rezan epitafios en una lengua que comprendo bastante poco. Una caminata ociosa, sin búsquedas específicas. En algún recodo aparece la secuencia de monumentos funerarios para recordar a aquellos cuyos cuerpos no están: los deportados a los campos de concentración nazis, los condenados a trabajos forzados, los que fueron a Dachau o a Auschwitz. También recordatorios de los caídos en la resistencia a la ocupación. Si una sigue caminando, como lo hice, se topa con el muro que conmemora a los caídos en la Comuna de París, a los insurgentes que intentaron asaltar los cielos de una vida redimida y una sociedad igualitaria y fueron derrotados y masacrados. Me pregunto: ¿dónde están las tumbas de los colaboracionistas de Vichy, dónde las de quienes firmaron las órdenes de fusilamientos, dónde las de los policías o militares encargados de las razzias? La memoria debe ser incompleta para serlo, debe ser selectiva y esa selección es una afirmación. Si al lado de esos monumentos estuvieran los que conmemoran a los verdugos, la supuesta equidad restaría la conmoción de que en un hecho ominoso hay quienes son víctimas. Tal la lección dominical del cementerio Pere Lachaise.
Eso son los dilemas de la Argentina, aunque algunos cacatúas llamen a esa memoria incompleta y necesariamente controversial, venganza. No hay tal, sino que la refundación exige la parcialidad de las víctimas, el mascullado rememorar de los sacrificados. Desde 1983 para aquí, tres décadas, un núcleo central de la política argentina han sido los intentos de conjurar la herencia de la dictadura: la herencia social –una trama de lazos corroídos, lo común atacado a picanazos-; un conjunto de instituciones estatales que debían reformular su legitimidad ya que se habían convertido en máquinas asesinas y una lengua atravesada por el horror cometido, porque a diferencia de lo ocurrido en los terrores coloniales, en nuestro genocidio verdugos y víctimas, mayoritariamente, hablaban la misma lengua.
Tres historias, entonces, se desarrollan en paralelo, dialogantes entre sí. Una, la de las acciones estatales de reparación y justicia, que tienen sus momentos claves en los juicios de los 80 y en su recomienzo posterior al 2003. En el medio, las leyes del perdón y el oprobio del indulto dictado por el primer gobierno de Menem. Después del 2003, la secuencia que va desde el pedido de perdón en el nombre del Estado hasta la conversión de los espacios que fueron centros clandestinos de detención en sitios de memoria. Acciones ligadas, hiladas o contrapunteadas con un activismo social que encontró en el movimiento de derechos humanos una intensidad singular. De Madres y Abuelas a HIJOS, treinta años fueron punteados por la insistencia de no olvidar, alertando que sin juicios no había refundación posible. En esa secuencia, las invenciones políticas se sucedían para reiterar lo que no se podía desalojar. La otra, es más bien cultural, literaria, intelectual: pasa por el modo en que se procura la redención de una lengua atravesada por el terror.
Durante los años del terrorismo de estado y los siguientes que intentaron conjurarlo, la cuestión nunca fue palabra versus silencio, sino el movimiento siempre tenso en que lo que nombra enlaza visibilidad e invisibilidad. Así fue posible que primero Walsh y luego Fogwill percibieran que cuando se narra la lógica concentracionaria –los secuestros, las torturas, los asesinatos- se omite, en la mayoría de los discursos, lo que el primero llamó crimen social. Palabras, palabras, se dirá por allí, pero las palabras nombran y al nombrar constituyen a las cosas. Al mismo tiempo, preguntar cómo narrar implica preguntar con qué lengua hacerlo, si la que hablamos fue rehecha en el terror.
Jean Pierre Faye en Los lenguajes totalitarios desplegaba una hipótesis: la lengua es umbral, en ella se hace posible el crimen genocida antes que se haga efectivo. Con la misma voluntad crítica, Perla Sneh –en el notable libro Palabras para decirlo. Lenguaje y exterminio- persigue las relaciones entre el nazismo y el alemán, y entre la dictadura argentina y el castellano. Quizás las lenguas tengan culpas, o en ellas se elabore una desculpabilización que autoriza al criminal a serlo. Escribía Freud: “nunca se sabe a dónde se irá a parar por ese camino; primero, uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma”. Sneh reconstruye los pasos de dos resistentes: Víktor Kemplerer y Nachtan Blumenthal, que registraron los cambios que sufría el idioma alemán devenido en lenguaje del Tercer Imperio. Desde la clandestinidad, siguieron, anotaron, los modos en que dejaba sus huellas el nuevo totalitarismo. Si en Argentina no conocemos una tarea semejante durante la dictadura –quizás porque nuestra tradición intelectual no es la de los diccionarios-, sí existió una literatura en la que se forjó una sensibilidad sobre los modos de nombrar y sobre el problema de cómo arrebatar el lenguaje expropiado, cómo retomarlo y hacerlo, nuevamente, habitable.
Fogwill escribe Los pichiciegos durante la guerra de Malvinas. 1982. En alguna entrevista cuenta el motivo inicial de esa escritura. Una escena: visita a su madre, absorta ante el televisor, que entusiasta cuenta: “hoy hundimos un barco.” Hablada por una ilusión, presa de una lengua en la que algo se destrozó para solicitar la activa complicidad. A esa ficción, la de una maquinaria ideológica, se debe oponer otra ficción: la literaria. Nuestro sociólogo marxista se da a un proyecto escriturario centrado en el materialismo de la lengua. La novela comienza así: “que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. Pegajosa, pastosa. Se pega a la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias.” Es decir, con la discusión acerca qué nombra una palabra: en la escritura materialista nieve es lo opuesto y diferente del blanco y placentero decorado vacacional, es lo asqueroso que atrapa y mata. No era así es la expresión clave.
Con ese comienzo, que es afirmación de la necesidad de construir una lengua disidente con la mayoritaria, la que dice “hundimos” para narrar el horror se inaugura una serie fundamental de la literatura y el ensayo argentinos. Abonada por el propio Fogwill, que en sus artículos de la revista El porteño interroga primero la herencia cultural del proceso y luego la herencia semántica, en los últimos años incorporó novelas como la traviesa Los topos de Félix Bruzzone o la lírica Una muchacha muy bella de Julián López. Pero que siguió funcionando de motor productivo en las décadas siguientes. Una historia de los intentos de dar fin a la dictadura, de salir de las condiciones en las que sume a la sociedad argentina, tiene como una de sus líneas –insisto, entremezclada y dialogante con las otras, con las del activismo social y las estrategias de las instituciones políticas- la búsqueda de una lengua lo suficientemente distante del horror como para dar cuenta de su existencia, una lengua sin complicidad o, mejor dicho, capaz de juzgar en sí los momentos de complicidad.
María Pia López
Buenos Aires, EdM, Abril 2014
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