María Pía López ha publicado las novelas No tengo tiempo (editorial Paradiso, 2010) y Habla Clara (Editorial Paradiso, 2012). Ambas son novelas que sacuden la lengua en los oídos de los lectores. Como susurros de incertidumbre justo allí donde todo parece dicho, quieto, amoratado. “Taxis” es un fragmento de Por lo bajo, su próxima novela.
Aldo cuenta una historia. No se sabe si tiene datos de lo que dice o si se trata de un relato que los taxistas narran en los bares y parrillas donde paran a intercambiar hosquedades contra los pasajeros, como los maestros y profesores hacen en los recreos para conjurar el profundo desamor que tienen a sus alumnos y el oscuro resentimiento que llevan todos los días a la escuela. La diferencia es que los agentes del magisterio se refieren a un conjunto acotado de la población: sus alumnos presentes, no tanto a los pasados –con los que ya se han reconciliado– ni a los futuros –a los que esperan con temor y esperanza de que no sean, los venideros, tan insoportables, díscolos y malhablados como los que los obligan a trajinar día a día por aulas atestadas, con olores de comida mal digerida y pedos no por invisibles y prohibidos menos dañinos para sus condiciones laborales. El campo de quejas de los taxistas es más vasto: coincide, casi, con los límites del universo. Todos somos pasajeros, antes o después, estirando el brazo para que pare el auto o firmes en la parada del colectivo –ahí somos de una especie peculiar, la que esquiva su deber con las cuentas del conductor que necesita no andar con auto vacío y a la espera, sino moverse con la decisión consciente de un destino introducido ya en su memoria, ya en el gepeese auxiliar-. Todos somos pasajeros actuales o virtuales: desde el más pobre que nunca toma un auto hasta la presidenta de la nación que por razones que son de dominio público tampoco suele salir a la calle estirar el brazo y decirle al señor del volante “Por favor, hasta Balcarce 50”. El objeto de comentarios airados y réplicas desdeñosas somos todos los habitantes del universo. Siempre hay corrillos en los bares de taxistas, en las estaciones de servicio y en las parrillas económicas y al paso, porque tienen mucho que parlar, el anecdotario es infinito y la descarga de la mala onda acumulada lleva su tiempo. En esas rondas de comentarios circulan historias sucedidas o imaginadas para que los pobres tipos encuentren motivos para perseverar y reproducirse.
Aldo cuenta de un taxista que se llamaba Oscar y tenía el auto como fachada. ¿Cuál es la novedad?, hay tipos que usan su circulante vehículo para traficar drogas y otros para copiar historias que convertirán en libros que serán best-seller o en guiones de televisión que los harán riquísimos, y no dejan de existir los que lo hacen para levantarse minas o para esconder su fatal tendencia a la soledad. No, boluda –dice sin respeto alguno a mis reflexiones. Te digo que el tipo era distinto. Hacía otra cosa con su angustia. Iba en el auto y elegía carteles. Luego diseñaba correcciones, intervenciones u obras -no sabe cómo llamar lo que el tal Oscar hacía. Volvía con sus bártulos: escalera, tachos de pintura, pegamento, engrudo, papeles impresos. Bajaba del taxi y empezaba a obrar. En lugares insólitos, arriba de altos puentes, en terrazas alejadas, en barrios carentes de autorreflexión estética, en carteles llamativos. No entiendo, el relator titubea, para qué lo hacía. Pero hace bien en contarme lo que circula entre tacheros. Es un indicio de que muchos esperan que algo suceda, que tras el parabrisas ojean los signos de la ciudad para hallar lo anómalo, que ansían un accidente, un suicidio o una catástrofe que redima el día y les permita llegar a la casa a ver a su mujer y a sus hijos o a su madre con la que conviven aun ya grandes, con un bagaje de anécdotas menos escueto, relatos discordantes en la serie de quejas de pasajeros, semáforos que andan mal, embotellamientos fastidiosos o amenazantes delincuentes. Es posible deducir la inexistencia del tal Oscar, porque cuando empiezo a indagar su biografía, la que de cachitos de charlas en los bares y parrillas y estaciones de servicio reconstruye Aldo, resulta tan prístina como la de un héroe mitológico: un trabajador bien pago, despedido en medio de la reconversión neoliberal en los 90, que para esquivar el hambre convierte su auto en taxi y para salir de la depresión a la que el sistema y sus altibajos lo somete se vuelca al arte. Hacía intervenciones callejeras, o sea políticas, y allá por el 2001, cuando esa vocación por la agitación urbana se había multiplicado, sería descubierto por centros culturales internacionales, y convertido en ícono de las resistencias subalternas y las invenciones que el arte no deja de deparar. Y el bueno de Oscar habría abandonado el volante para viajar como pasajero por las capitales europeas, gira de conferencias, workprogress, talleres y videos. No era más divertido que manejar el taxi, con las latas de pintura adormecidas en el baúl pero sí menos dañino para los riñones. Amén de que le permitía probar nuevas comidas, coquetear con palabras desconocidas y conocer una lista abundante de jóvenes militantes del Viejo Mundo entusiastas con lo que florece en las tierras de América, potencia promisoria ante la decadencia europea. Luego se perdió el rastro de Oscar. Le digo: te das cuenta que esa historia funciona sobre una matriz conocida, en los 30 el protagonista sería un chico de conventillo que canta mientras carga cajones de verdura y lo descubre un productor y lo lanza al estrellato en Francia como cantante de tangos. La historia del taxista-artista exitoso en los circuitos de la contracultura, reconocido por modernísimos intelectuales europeos, es más o menos lo mismo. Es consuelo, incentivo, zanahoria: todos podemos llegar a ser Oscar, les dice la mitología del sistema a los taxistas. Discute: si nadie anda pegando cartelitos ni pintando, es sólo una historia que se cuenta para sorprender y entretener a los oyentes. Nos vamos a un telo para amigarnos. Es la primera vez que me acuesto con un ariano y entiendo por qué es el signo de la virilidad.
María Pía López
Buenos Aires, EdM, junio 2013
Más sobre la narrativa de López:
https://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2010/10146#more-10146
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