APUNTES

Los surcos de los otros, o alredor de un libro de J.Rancière, por Natalia Zito


Mi hijo me pregunta qué es enseñar. Arranco la respuesta como una maestra sin interrogantes. Le digo que enseñar es explicar a otro lo que todavía no sabe. No se me ocurre una de las mejores definiciones del diccionario: enseñar es dejar aparecer. Luego recuerdo que aprendí hace tiempo que el que sabe es el que pregunta. Mi hijo debe tener alguna versión de lo que significa enseñar. Me arrepiento de haber malentendido mi lugar y no haberle preguntado antes por esa versión.
     Si hubiera podido hacerlo, le habría transmitido que tiene capacidad para crear hipótesis, que confío en eso y me interesa lo que él tiene para decir, que no sé todo, que las ideas siempre se pueden mejorar, no importa la edad, siempre quedan cosas por conocer. Se lo habría dicho sin saber que se lo decía, sin proponérmelo especialmente. Me habría comportado como el maestro ignorante de Rancière. La paradoja del maestro ignorante consiste en que el alumno aprende lo que el maestro mismo no sabe.
     Lo que embrutece al pueblo, dice Rancière, no es la falta de instrucción, sino la creencia de la inferioridad de su inteligencia. El maestro ignorante es un libro que deberían leer los que vayan a ocupar algún lugar de enseñanza, es decir, todo el mundo. Es resultado del trabajo del autor en 1987, sobre las ideas de Josep Jacotot, de los comienzos del siglo XIX. Jacotot era un francés revolucionario exiliado. Era profesor de literatura en la Universidad Louvain en Bélgica y enseñaba francés sin enseñarlo. Jacques Rancière nació en Argelia, en 1940. Es filósofo, actualmente Profesor de Filosofía en la Universidad de París.
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MAPAS COMPARTIDOS

El ruido que hago al escribir, por Natalia Zito


o me gusta escribir sobre la escritura. Una especie de cliché parecido a un psicoanalista haciendo una intervención de consultorio en medio de un asado con los amigos de su pareja. Alguna vez, todos caemos.
    Empezaba nuevo taller de novela. Era mi regreso a las tertulias literarias después de una mudanza complicada que me había robado un año. No puedo escribir sin ese vaivén entre la soledad y la compañía. Llegué media hora tarde. Estaban sentados alrededor de una mesa con mantel negro, en el primer piso de una librería. Una de las voces leía. Pedí disculpas inaudibles, gesticulando mucho la o. Me senté en el extremo vacío de la mesa, no tenía a nadie enfrente. Eran seis o siete, cada uno con su pantalla y su celular al costado. Salvo por la voz estaban en completo silencio, no había papeles ni biromes, nadie se movía, excepto yo. Me distraje con eso. Desembolsé mi netbook como si la escena llevara diecisiete o dieciocho años repitiéndose. Con la voz del que leía, la voz y no su contenido, se me ocurrió algo para sumar a mi novela. Algo nuevo, puro producto de esa escena. Quise anotar. No tenía cuaderno. Ni siquiera se me había ocurrido llevar uno. Tengo un cuento entero escrito durante una clase en los tiempos en los que sí llevaba cuaderno. Lo escribí desaforada por dentro, con cara de tomar apuntes por fuera, con el goce extra de lo prohibido. Ese cuento es el envés de aquella escena en otro grupo en el que también hablábamos de literatura. La libretita que va siempre conmigo había quedado en el cambio de cartera. Tengo lista de espera de libretitas. Diferentes modelos que compro o me regalan van formando una pila por orden de llegada, en un hueco de la biblioteca, a la espera del final de la que esté en uso. Debería implementar un sistema de suplentes. Hubiera podido anotar en la netbook, pero cuando hago ruido al escribir, no puedo parar. El sonido del teclado es el whisky. Escribo para escuchar ese sonido y porque lo escucho, escribo. Prefiero el papel para leer y las teclas para escribir. Con el surco de la idea sin anotar, descubrí una botella de vino sobre la mesa. Era elegante verla erguida en medio de las pantallas que le daban la espalda. Las ganas de que me convidaran me hicieron sentir una más del grupo que casi no había reparado en mi presencia.
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PIES DE IMAGEN

Un balde, un cuerpo, un mundo, por Natalia Zito


Uso mi cuerpo como si fuera mío. Lo es. Mientras funciona, estoy convencida de que tengo total soberanía sobre él, que puedo llevarlo adónde quiera. Cuando empieza a andar mal, revela lo que era grato ignorar: el usufructo no es garantía de nada. Las garantías no existen.
    Esta foto fue publicada en Clarín.com HD, en la sección “El día en fotos”, el 30 de diciembre de 2013, junto con un breve pie que decía que es un niño jugando mientras espera a su mamá, en Chennai, la capital de Tamil Nadu, al sur de la India. En mi mundo, el rosa es para las nenas. En la India los colores tienen, entre otras, connotaciones religiosas. El rosa no necesariamente significa femenino, puede significar suerte. Cuando pienso en otro mundo tal vez imagino la India. Otro mundo es que nada sea como naturalmente pienso que es. El mundo es donde suceden las cosas, es el cuerpo y el idioma. Si voy a otro mundo y entiendo rápido, es probable que esté llevando para mi terreno, haciendo equivalencia de signos, traducción, cualquier cosa que me evite el vacío de no entender. Conocer un mundo o dos, incluso tres, no es garantía de nada. La India es un lugar donde las vacas comen de la basura y luego duermen en la calle. Es el lugar donde las vacas son sagradas. Yo pienso que duermen como perros vagabundos. En mi mundo, sagrado es distante privilegio. En la India es común ver hombres que caminan de la mano por amistad, mucha gente vive en pequeños ambientes que son trabajo, casa y baño, todo junto; y nadie se sorprende si alguien come arroz con la mano.  
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RELATOS

Cinco vueltas, por Natalia Zito


Natalia Zito (Buenos Aires, 1977) obtuvo el Primer premio del Concurso Microrrelato 2011 organizado por la Editorial Outsider, y una Mención Especial en el Concurso Itaú Digital 2012 con el relato “Nombre de almacenera” (parte de Agua del mismo caño, su primer libro aún inédito)
   Ha publicado textos en las revistas Anfibia, Casquivana y Lamujerdemivida, entre otras.


Eduardo se sentó, sacó la soga y la apoyó sobre sus piernas. Tendría que haber comprado un metro más, pensó. Agarró la hoja metida en un folio que tenía al costado. La estudió durante dos o tres minutos y la volvió a apoyar sobre la cama. Hizo una ese con la soga y con un extremo comenzó a dar las vueltas tal como en las indicaciones. Se dio cuenta de que lo había hecho al revés. Lo desarmó y comenzó de nuevo. Mientras tanto, contó en voz alta las vueltas del nudo de la foto. Siete. Su nudo tenía cuatro. Recordó que en otro sitio de Internet había leído que la cantidad de vueltas tenía que ser impar. Otra vez lo desarmó y volvió a comenzar. Cinco vueltas. Cinco y siete debe ser lo mismo, pensó y se sintió satisfecho, pero no supo cómo hacer para que el nudo quedara ajustado. Tuvo que usar su sentido común. Pasó el extremo que le quedaba suelto por dentro de las vueltas. Se fastidió porque no era tan estético como en la foto. Dispuso la parte circular hacia la derecha y probó el mecanismo. Uno de los extremos estaba fijo, mientras que el otro se deslizaba. Perfecto, dijo en voz baja. Se levantó, alzó la soga hacia el ventilador de techo y se dio cuenta de que le había quedado demasiado larga. Tuvo que repetir el procedimiento tres veces más hasta que logró una longitud que le permitiera ponerse la soga al cuello y que al mismo tiempo fuera lo suficientemente distante del piso como para que sus pies quedaran colgando.
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