En las narraciones de Esther Cross (Buenos Aires, 1961) la elegancia envuelve el mundo de los personajes como si fuera una brisa distraída. Nada busca imponerse ni se esfuerza siquiera por disimularlo, todo está allí delante y a la espera. Así en su primera novela, Crónica de alados y aprendices (1992), que tiene en Leonardo Da Vinci a uno de sus personajes, como en su último libro, La mujer que escribió Frankestein (2013), una biografía que se lee como novela pero que es también un ensayo sobre el arte de escribir: ¿Acaso escribir no es construir un cuerpo-Frankestein con restos de otros libros y otras lecturas?
En “Jonathan” se presiente el aliento que anticipa otro tipo de transformaciones. ¿O serán las mismas que parecen otras?
Íbamos al monte todos los días. Mi hermano mayor apartaba las ramas, abriendo camino. Lo seguía con mi hermanito, que siempre estaba con el sombrero puesto –todos teníamos uno pero él no se lo sacaba. En el monte encontrábamos huevos de urraca, pichones de paloma, huesos y cosas nunca vistas, raras. Era un lugar ideal para esconder otras, robadas de la casa.
Al lado del molino y el tanque australiano estaba la quinta. El quintero se llamaba Antonio Reina, Nelson Antonio Reina. Estaba siempre borracho pero decía que sólo tomaba naranjín. Era de Catriló y había girado mucho por la zona, hasta aparecer en el campo. Su perro se llamaba el Jonathan y lo ayudamos a enterrarlo.
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