APUNTES

La otra de mí, por Irene González Frei


El escritor argentino Miguel Vitagliano (si tal es su nombre verdadero) me pide que cuente cómo es escribir con seudónimo. Ocurre que se cumplen quince años desde que mi libro Tu nombre escrito en el agua ganó el premio de literatura erótica «La Sonrisa Vertical», y los aniversarios son propicios para olvidar que nuestras obras quizá no serán recordadas por nadie. La novela es un juego de espejos y el tiempo ha ayudado a multiplicarlos. Pasaron muchos años sin que se supiera mi nombre oficial; escribí y publiqué otros libros, con otros nombres, pero nadie vinculó a Irene González Frei con esos otros de mí, hasta el punto de que yo misma dudo si soy quien soy y en especial -como todos- si soy quien fui.

Pienso ahora que cambiaría el desenlace de la triste historia de mis protagonistas femeninas por uno que regalara algunas esperanzas: de las dos máscaras escogí entonces la más trágica y hasta rechacé por esos días una adaptación cinematográfica norteamericana con final feliz. Tal vez no quería, por pudor, por celos, que Irene tuviera demasiado éxito.
Si en el pasado abundaron los apócrifos (pensemos en el Pseudo Dionisio, en el Quijote de Avellaneda, en el Ossian de Macpherson), el siglo XX parece haber sido el más propicio a los ocultamientos literarios. Juan de Mairena y Ricardo Reis fingieron llamarse Antonio Machado y Fernando Pessoa; Eduardo Torres y Jusep Torres Campalans fueron Augusto Monterroso y Max Aub; Vernon Sullivan le costó la vida a Boris Vian; Bustos Domecq, y no Tom Castro, es el impostor más inverosímil, un auténtico impostor.
Un caso emblemático resulta el de Clara Beter, prostituta rusa que publicó en 1926 un volumen titulado Versos de una... El público, los editores, el prologuista, entendieron que esta denuncia sobre la explotación sexual de las inmigrantes de Europa del Este consistía en un desgarrador testimonio verdadero, hasta que estalló el escándalo y se supo que el libro había sido escrito por un tal César Tiempo. Lo curioso es que César Tiempo era uno de los muchos seudónimos que emplearía en su vida Israel Zeitlin, escritor ruso radicado en Argentina: ficción en la ficción, ficción al cubo, en este caso, que nos obliga a reflexionar acerca de la naturaleza de la impostura.
Acaso la más evidente de sus técnicas sea el uso del narrador confesional. Otra cuestión que esta clase de literatura pone en crisis es la de los límites de la ficción. Si el autor inventa personajes, ¿por qué no puede inventar otros autores que inventen a su vez nuevos personajes? En tal sentido, la pregunta es desde cuándo el lector debe suspender su incredulidad: el ingenuo supone que la expresión BASADA EN HECHOS REALES garantiza la verdad «esencial» del relato. Pero ¿qué pasa si esta advertencia es, también, ficticia? Se trata de fingir que no se finge, como lo prueba, de buena fe, la dedicatoria de mi libro, que muchos tomaron por veraz, atribuyendo a todo el relato el carácter de autobiográfico.
Debo confesar, como cualquier novelista, que mezclé verdad y ficción. Si hay un recurso que abunda en Tu nombre escrito en el agua es el de la marca aparentemente auténtica. Es que por entonces leía muchos textos derivados de «experiencias verdaderas» (autobiografías, memorias, relatos confesionales, biografías noveladas, testimonios), lo que me llevó a reflexionar sobre las convenciones del género. Una característica ineludible eran los hechos no motivados, es decir, pasajes innecesarios que llevaban al lector a preguntarse por qué habían sido incluidos en el relato puesto que no cumplían ninguna función en la economía narrativa. Y ese lector, ya avezado en el «pacto autobiográfico» postulado por Lejeune, se respondía: Muy simple, porque estas cosas ocurrieron en la vida real (qué maravillosa expresión; postula varias vidas posibles).
Así, pensé entonces que bastaba con sembrar, aquí y allá, hechos y personajes inmotivados, para que los lectores creyeran (como en efecto les ocurrió a algunos) que se hallaban ante un relato candorosamente autobiográfico. Pero entonces ocurrió una paradoja.
Para inventarle un pasado creíble a Irene exploré mi propio pasado. Como en una vertiginosa puesta en abismo, cuando mi máscara quería mentir acudía a la verdad detrás de la máscara. Para escribir sobre el presente de la rusa Clara Beter, el argentino César Tiempo hurgaba en el pasado ruso de Israel Zeitlin. Era más verdadera la ficción que la realidad. Gracias a ello, me atreví a escribir un libro que jamás me hubiera atrevido a escribir y, pese a las numerosas traducciones a lenguas extranjeras, la exquisitamente discreta gente de Tusquets Editores de Barcelona me ayudó a conservar mi anonimato.
En el fondo todo escritor es un impostor, firme con un nombre o firme con otro. El consuelo es que esos nombres no importan nada: hace cuatro siglos se discute a quién atribuirle el curioso seudónimo de «Shakespeare». ¿Cómo darle a Pablo Neruda la noticia de la muerte de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto? Todos queremos una máscara: O make a mask es una de las más famosas citas de Julio Denis, que también firmaba con el seudónimo de Julio Cortázar.
Entre Irene González Frei y yo, no sé quién de las dos escribe esta página.

Irene González Frei (Roma, 2010)
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