PIES DE IMAGEN

Perdices, por Claudia Piñeiro


Guardo esta foto de mi abuelo y sus amigos en un lugar privilegiado. No es una buena foto, se nota que fue coloreada artificialmente, está ajada, con marcas de por lo menos dos dobleces centrales y uno en la punta inferior derecha. Mi abuelo está parado en la fila de atrás. Es el segundo empezando a contar desde la izquierda. Junto al hombre que tiene en su mano una botella que parece de champán pero seguramente será de sidra, mi abuelo y sus amigos no tomaban champán. No puedo reconocer al resto de los hombres. No sé si los conocí, si alguna vez supe quiénes eran. Y ya no hay nadie a quién preguntarle, soy la mayor de lo que queda de mi familia. Tampoco sé de quién eran los tres perros de caza que posan junto a ellos. Tal vez uno fuera el de mi abuelo. Pero el perro que yo recuerdo era distinto, blanco con manchas negras. Ni tampoco sé de quién era la camioneta que está detrás de los hombres, con el toldo verde abierto para exhibir con orgullo frente a la cámara el producto de su cacería.
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Bigote a contraluz, por Claudia Piñeiro


Sabe que las manos no se mueven para él, que no lo buscan, que no lo esperan, sino todo lo contrario.
    No siente celos, no puede sentirlos, es un animal que compite por la caricia.
    Empuja la máquina con el lomo, se rasca contra ella. Deja sus pelos desparramados por el teclado. Pero lo que quiere no es el teclado sino las manos.
    Va por el lado derecho, donde está la más activa. La táctica es siempre la misma: agacha la cabeza, la mete por debajo buscando espacio a fuerza de suaves golpes. Insiste. Pero los dedos siguen golpeando las teclas como si él no estuviera allí, lo ignoran, o pretenden ignorarlo, hacen de cuenta que no está aunque con su hocico húmedo el animal los moje. Manos que van y vienen sobre las teclas como si respondieran a una coreografía.
    Aún así, ignorado, no se rinde. Por fin el gato logra ubicar su cabeza en el arco que forman la palma de la mano y los dedos en actitud de escritura. Una vez allí, el animal cabecea. Jack-jack, así se llama el animal. Jack-jack cabecea una, dos, tres veces. Si las manos están de buen humor detienen el tipeo y lo acarician en ese espacio entre la cabeza y el pecho donde el pelo del gato es más blanco que en ninguna otra parte. Si no lo están, lo empujan, le expulsan, le niegan la caricia. Las manos trabajan, tipean, borran, corrigen, googlean. Buscan un poema de Borges, no saben cuál. Recorren varias páginas. El oro de los tigres. Se detienen en uno, se sorprenden por la coincidencia.


A un gato

No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.

    El poema hace que las manos sientan un respeto por el gato que antes no existía. Quedan en actitud de espera. El gato también. Por fin tipean: “Eres, bajo la luna, esa pantera”, y luego, “tuya es la soledad, tuyo el secreto”, y un verso más: “El amor de la mano recelosa”. El gato se acerca otra vez. Los dedos ahora se mueven con más lentitud; fingen tipear mientras lo esperan. Hacen una pausa que no es necesaria para que el gato se acerque un poco más, se agache, meta la cabeza en el arco de la palma de la mano, cabecee, una, dos, tres veces, los moje con su hocico húmedo. Las manos acarician la cabeza del gato y luego lo rascan sobre la garganta. El gato se deja rascar, cierra los ojos y se estira hacia arriba como pidiendo un poco más.
    Y por fin, con el deseo satisfecho, el gato se acurruca a un costado, sobre la luz verde de encendido de la computadora que le ilumina el bigote a contraluz.

Claudia Piñeiro
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2011
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Milán-Buenos Aires, septiembre 2008, por Claudia Piñeiro



Y un día, un día cualquiera, un día que escribí, leí, hice trámites, llevé y traje a mis hijos del colegio, ese día, llegó una foto. En dos versiones: blanco y negro, y color. Una foto mía que yo no conocía. El correo no la explicaba, sólo mandaba saludos. A pesar de la sorpresa, o de la irrupción, no había dudas de que esa mujer que aparecía allí, en el archivo adjunto a mi correo, era yo. Esa era mi nariz, esas mis arrugas, esos los aros que siempre llevo puestos, esas las manchas de mi piel. Podía reconocer mi imagen pero no podía reconocer cuándo, ni cómo, ni dónde, ni quién. Averiguar quién era lo más sencillo: la mandaba Attilio Marasco, el fotógrafo que la había sacado. Esa era la única pista cierta por el momento, una pista suficiente para que el mecanismo de la memoria se pusiera en funcionamiento.
    Le escribí. Busqué la forma de preguntarle con delicadeza, traté de que mi falta de memoria no lo ofendiera. “Son las fotos que te saqué cuando estuviste en Milán”, me respondió. Eso, dónde, aceleró el mecanismo del recuerdo. Milán hizo que algunas piezas del rompecabezas empezaran a acomodarse. Estuve en esa ciudad en el 2008, visitando amigos antes de ir a trabajar a Alemania. Mis amigos vivían en Brescia y fuimos a Milán a encontrarnos con un amigo de ellos, el fotógrafo Attilio Marasco. Attilio tampoco vivía en Milán y llegó al lugar del encuentro en bicicleta; en la mochila llevaba su cámara. Mis amigos y él estaban tristes, recordé eso mirando mi propia foto. Hablaban de un amigo en común que acabada de morir. Un amigo al que además de querer respetaban mucho, admiraban. El amigo muerto era escritor, poeta, y tenía una gran biblioteca repleta de libros incunables que quedaría para Attilio. Eso recordé, que el amigo muerto dejaba tras de sí una gran biblioteca. Y que mis amigos estaban tristes. Y que Attilio, el fotógrafo, que había llegado a Milán pedaleando su bicicleta, estaba más triste aún.
    ¿Y yo? En aquel día, ¿yo también estaba triste? La mirada en las dos fotos, banco y negro y color, observa algo con interés, algo tan borroso como lo que está delante de la cara. ¿Qué es eso que hay en la imagen delante de mí? ¿El marco de una ventana? ¿Cortinas? Revistas, eso eran. O eso creo recordar: una foto tomada detrás de revistas que cuelgan expuestas en un puesto de diarios. En Milán. Con mis amigos. Yo miro revistas en un puesto de diarios. Finjo mirar revistas; Attilio me pide que finja hacerlo mientras él toma sus fotografías. De pronto veo una revista de comics, antigua, que sé que le va a gustar a alguien que quedó en Buenos Aires y la compro, mientras un fotógrafo que está triste porque acaba de morir un amigo, trabaja.
    Septiembre del 2008, no puedo evitarlo. Había dejado detrás una decisión, una duda, o muchas, irme un tiempo producía un alivio, pero el paso de los días confirmaba que de ese viaje quedaba cada vez menos y que volver implicaba enfrentar lo que había dejado en suspenso y resolverlo. Miro revistas, finjo mirar revistas, compro un comic, mientras pienso que pronto estaré en Buenos Aires otra vez.
    Llegó una foto, en dos versiones: blanco y negro y color, un día, cualquier día, me la mandó alguien que yo no recordaba hasta que apareció su correo. Recibirla me obligó a recordar: quién la tomó, los amigos que me lo presentaron, su bicicleta, su amigo muerto, la biblioteca de su amigo muerto, el comic que compré para otro amigo, mis dudas, mi indecisión, el alivio de estar lejos, el regreso.
    Escribir, encontrar las palabras para contar aquel día que recibí una foto que alguien tomó otro día, me obliga a recordar por segunda vez.

Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
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NOTICIAS DE AYER

Caminar en la luna con mi abuelo, por Claudia Piñeiro


El 21 de julio de 1969, Neil Armstrong de 38 años, camina sobre la luna. Es el primer hombre en hacerlo. Esa fue la noticia. Eso dicen. Así lo encontramos hoy en textos, fotos, videos, en la red, en enciclopedias o en diarios de la época. La nave Apolo XI había partido unos días antes, el 16 de julio, de Cabo Kennedy, Florida. La tripulación estaba constituida por el comandante Armstrong, por Edwin Aldrin y por Michael Collins, el piloto. Seis horas y media después del alunizaje, Amstrong baja por las escaleras y enciende la cámara de televisión para que todo el mundo vea esas imágenes.
    En ese momento, cuando el comandante empieza a trasmitir y dice su famosa frase “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la Humanidad”, para mí empieza otra historia, la que arma el recuerdo, tan veraz y tan falsa a la vez, como lo es un sueño. Yo tenía nueve años y sé que vi esas imágenes con mi abuelo. De eso no tengo dudas. No tengo idea si lo estábamos viendo en directo o varias horas después en un noticiero, pero yo estaba allí, en su casa, con él. Sé dónde estaba sentado mi abuelo y donde estaba sentada yo, a qué distancia, puedo vernos; él me daba la espalda concentrado en lo que veía. El televisor era muy viejo, mucho más viejo que el que había en mi casa, apoyado en una mesa de metal destartalada sobre una carpeta de crochet tejida por mi abuela. Allí, en la casa de mi abuelo, pegada a la mía sin pared divisoria, yo pasé muchas horas de mi infancia. A su casa iba a buscar algo que no encontraba en la mía, o a protegerme de algo que en la mía abundaba y en la de él no. Mi abuelo vivía con mi abuela, bastante más joven que él, pero a ella no le importaban esas imágenes lunares, mientras nosotros mirábamos la televisión ella estaba en la cocina haciendo alguna tarea doméstica mucho más concreta y necesaria que caminar sobre la luna. En realidad lo que veíamos mi abuelo y yo no era que ese hombre caminaba sino que saltaba, casi flotaba, metido dentro de un traje espacial, con una escafandra que no dejaba verle la cara. Adentro de ese traje podía estar cualquiera, o nadie. En el recuerdo aparece la bandera de Estados Unidos en colores, cosa que no es posible porque esa televisión trasmitía en blanco y negro. Pero el recuerdo pinta. Yo estaba emocionada, hacía días que esperábamos ver esa caminata. Mi abuelo enojado. Despotricaba. Pero no me hablaba a mí, le hablaba al aparto de televisión. Era una costumbre, algo que le había visto hacer muchas veces, hablar con el conductor de un noticiero, con el entrevistado, con la protagonista de una novela. Hacer preguntas como si esperara una respuesta. Esta vez no, esta vez hablaba con alguien que no aparecía en la pantalla. ¿Hablaba conmigo?; no, porque no me miraba. Hablaba, simplemente. Se quejaba de “los yankies”. “Los yankies se creen que somos idiotas”, decía. “Esto que vemos lo armaron en un estudio de televisión. Es todo mentira”. “Yo no soy idiota, es todo mentira”.
    Lo que decía mi abuelo me perturbó: si le creía, eso me produciría una tremenda desilusión; si no le creía, mi abuelo estaba loco. Estaba preocupada. Cuando terminó la trasmisión fui a contarle a mi madre: “El abuelo dice que lo de la luna es todo mentira”. “Así es tu abuelo”, me contestó ella, y no aclaró mis dudas ni me tranquilizó (mi madre nunca supo poner una palabra que tranquilice, tampoco podía ponérsela a ella). “Así” podía ser “así de loco” o “así de inteligente”.
    En el recuerdo, muchos años después, mi abuelo sigue repitiendo “es todo mentira, los yankies mienten” y golpea la mesa de su comedor, donde estaba el televisor, con su mano mocha. La mano izquierda. Se la había aplastado una máquina cosechadora cuando trabajó en un campo de caña de azúcar en Cuba, “para los ingleses”. Su mano era una garra y la golpeaba así, muerta, contra la mesa, mientras Armstrong caminaba en la luna. Alguien en la televisión dijo alguna frase en inglés, mi abuelo entonces sí se dio vuelta, me miró y señalando la bandera yankie me dijo: “Yo sé hablar como ellos, ¿sabés?” No, yo no sabía. “Me enseñaron los ingleses, en Cuba, ellos hablan como los yankies”. Le pregunté qué sabía decir. “Dos cosas”, me contestó, “una que se dice a la mañana y otra a la tarde: Gud mornin yentelmen, gud afternun yentelmen”. “¿Viste que sí sé, viste que hablo como ellos?”, me dijo. “Sí que sabés”, le contesté. Luego miró la televisión y otra vez de espaldas a mí agregó: “Esos ingleses también eran unos mentirosas, igual que estos yankies”. Así era mi abuelo.

Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
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NOTICIAS DE AYER

De Sharon Tate, vampiros y la ficción paranoica, por Claudia Piñeiro


Yo tenía 9 años cuando asesinaron a Sharon Tate. Recuerdo que mi padre miraba en la televisión el noticiero del mediodía y la noticia irrumpió en la cocina de mi casa, junto con la imagen de la mujer en blanco y negro. Era linda, muy linda, joven, y la habían matado. Creo que fue el primer crimen que conocí. Al menos el primero que recuerdo. Escuché con interés y miedo, miré la pantalla de reojo, pero no dije nada. Mi papá solía cambiar de canal cuando dos personajes de la novela de la tarde se besaban para que mi hermano y yo no viéramos “eso”. Intuí que si decía algo, si hacía notar que yo estaba ahí mirando y escuchando como él, sucedería con la noticia de la muerte de esa mujer lo mismo que con los besos de la tarde. Aunque presté mucha atención entendí poco: que la habían matado a ella y a unos amigos, que estaba embarazada, que era actriz y su marido un director de cine muy importante, que vivía en un lugar donde vivían los ricos. La asesinaron brutalmente, dijo el conductor del noticiero. Y entonces mi curiosidad me tendió una trampa en la que caí: le pregunté a mi papá, aún conmocionado frente a la pantalla, qué significaba “brutalmente”. “Nada”, me dijo, y cambió de canal.

    No volví a preguntar. La noticia y los hechos los fui armando como pude y a lo largo de años. “No es cierto que se pueda restablecer el orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve. No hay ninguna lógica”, dice Croce, el personaje de Blanco nocturno, la novela de Ricardo Piglia. Y Piglia es el que sostiene al hablar de la ficción paranoica que allí donde no hay explicación para un crimen aparece la teoría de la conspiración (conciencia paranoica y delirio interpretativo que se enfrentan al problema de la verdad). “Aislamos datos, nos detenemos en ciertas escenas, interrogamos a varios testigos y avanzamos a ciegas. Cuanto más cerca estás del centro más te enredás en una telaraña que no tiene fin”, dice Croce un poco más adelante. Pero en el caso de Sharon Tate y sus amigos el enigma no es quién la mató ni cómo, sino por qué. Tal vez la pregunta que más me inquieta en cualquier caso policial, real o de ficción.
    Madrugada del 9 de agosto de 1969. La casa de Polanski y Sharon Tate en Cielo Drive, Beverly Hills, sobre la colina de Bell Air. Él estaba de viaje por Europa esa noche. Ella invitó a su casa a tres amigos. Los cadáveres mutilados los encontró la empleada doméstica al día siguiente. En un auto, sobre la calle, se encontraba el cadáver de Steve Parent, un joven de 20 años que vigilaba la zona. Abigail Folger (su padre era un conocido empresario) y Voyteck Frykowsky (cineasta y escritor) estaban muertos en el jardín en medio de charcos de sangre. Pero lo más macabro esperaba dentro de la casa: Sharon Tate colgaba del techo sostenida por una cuerda de nylon y del otro lado de la cuerda estaba el quinto hombre asesinado, Jay Sebring, un conocido peluquero que atendía a ricos y famosos en sus salones de San Francisco, New York y Londres. El vientre de Sharon Tate, embarazada de 8 meses, había sido vaciado de varios tajos. Siete. Con sangre habían escrito Pig (cerdo) en una pared. Y Helter Skelter, en otra. Dicen que Bruce Lee estaba invitado esa noche, pero no pudo ir.
    Al otro día aparecieron muertos el señor y la señora La Bianca, también vecinos de la zona, pero aunque las circunstancias eran parecidas la policía no encontró relación con los otros asesinatos.
    Unos meses después arrestaron al extraño grupo místico/hippy/religioso que cometió los crímenes, comandado por su líder: Charles Manson. Él había convencido a sus seguidores de que los salvaría del Apocalipsis y los llevaría a Agharta, un mundo subterráneo en el que esperarían hasta que el resto de la raza blanca desapareciera. Dadas las características de las muertes y de los asesinos, se tejieron en todo el mundo diferentes teorías acerca de por qué mataron a Sharon Tate y sus invitados. Algunos creían que el asunto tenía que ver con el vampirismo, y una película que había rodado Polanski: La danza de los Vampiros. Otros con los demonios, y otra película de él: El bebé de Rosmarie.
    Pero el “verdadero” motivo, dicen algunos, fue bastante menos esotérico y salió a la luz en 1974: escarmentar al peluquero Jay Sebring. Esa versión la contó la actriz Melody Patterson, que había sido amiga del matrimonio Polanski y pertenecido por un tiempo a la secta. Jay Sebring era un perverso que tenía en su casa una sala de tortura y sadismo. Había levantado por la calle dos chicas drogadas que, él no lo sabía, pertenecían al Clan Mason. Las llevó a su casa, las violó, las flageló y, recién después de 6 horas, las liberó. Entonces las chicas le contaron lo que pasó a Mason y él organizó una excursión punitiva. Por eso el Pig en la pared. Por eso la muerte del matrimonio La Bianca que eran padrinos de Sebring y le habían prestado dinero para abrir algunos de sus salones de belleza.
    A pesar de la contundencia de esta teoría, hay quienes siguen creyendo que Mason se lanzó a asesinar gente en villas ricas de Los Angeles por motivos más “ideológicos”. Había anunciado el Apocalipsis cuando apareció el “Álbum Blanco” de los Beatles, a los que consideraba, justamente, los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y alguna vez Mason dijo que planeó el crimen de la calle Cielo Drive escuchando la canción Helter Skelter (frase que también apareció escrita la noche del crimen en la casa de Tate). Sostienen algunos que cuando apareció el disco “Sargento Pepper y la banda de los Corazones solitarios”, Mason creyó ver en Aleister Crowley, el llamado mago negro, a Satanás, y se convenció de que ésa era la señal para empezar la lucha.
    ¿Y la verdad?
    No vampiros, no demonios, no mago negro; sí ficción paranoica. Aunque en este caso no se haya tratado de una novela policial, sino de un asesinato real.



Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Acerca de la censura infantil: Laura Devetach, Elsa Bornemann, Ana María Machado y otros, por Claudia Piñeiro


Cuando mi hijo mayor aprendió a leer empecé a armar para él una biblioteca. Tenía la esperanza, infundada pero intensa, de que estantes llenos de libros le produjeran, con el tiempo, tanta excitación como a mí. Así fue que en 1999 llegó a mi casa La Torre de Cubos, de Laura Devetach. El ejemplar correspondía a una edición de Colihue de 1996, pero el cuento que le daba título había sido publicado por primera vez en 1964. Antes de acomodarlo en la biblioteca, lo leí por primera vez.
    Años después, en un diario me encontré con una nota donde aparecía una lista de libros prohibidos durante la dictadura militar en la Argentina. La lista incluía el libro de Devetach. Supe entonces que La Torre de Cubos se prohibió en 1976, primero en la provincia de Santa Fe (donde nació su autora), y que luego la prohibición se fue extendiendo a otras provincias (Buenos Aires, Mendoza, Córdoba, etc). Que circuló durante la dictadura sin firma y en copias mimeografiadas que pasaban de mano en mano en circuitos semi-clandestinos sostenidos por algunos maestros. Y que recién se reeditó en 1984, cuando el país ya había regresado a la democracia.
    Lo releí cuando me enteré que estuvo prohibido, intentando bucear en la cabeza de quienes vieron en él un material subversivo que no debía estar al alcance de los niños. Ni de nadie. No pude meterme en esa cabeza, no encontré los motivos de la censura en el texto. Una niña juega con cubos de colores, rojos y amarillos, con ellos hace una torre, luego decide dejar un hueco en esa torre, una ventana, y a través de esa ventana ve un lugar más feliz, con colinas azules y durazneros en flor, donde los padres cantan y ríen con sus hijos, mientras toman el té con pan y miel. Los habitantes del pueblo se llaman caperuzos, porque llevan sobre su cabeza caperuzas de colores. Y defienden a los que los necesitan, por ejemplo “defendemos a los negros cuando los blancos los desprecian”. ¿Habrá sido eso? Cuesta creerlo.
    Hasta que en el año 2001la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires publicó un fascículo titulado Un golpe a los libros (1976-1983), coordinado por Judith Gociol. Entonces sí conocí los impactantes argumentos de aquel censor según la resolución N° 480 del Ministerio de Educación de Córdoba: simbología confusa, cuestionamientos ideológico- sociales, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes, críticas a la organización del trabajo, a la propiedad privada y al principio de autoridad, etc.
    Y como dijo en varias oportunidades la misma Devetach, el verdadero problema de esa censura no era que el libro estuviera o no en las librerías, “sino que se instalara un Falcon verde en la puerta de tu casa”. En la entrevista que aparece en el archivo de la Audiovideoteca de Buenos Aires Devetach declara que, además del temor por la vida, uno de los asuntos más difíciles en aquel momento era “encontrarte sin argumentos frente a tus propios hijos que te decían: “Pero, mami, ¿qué tiene La Torre de Cubos de malo?”.”
    El caso del texto de Laura Devetach no fue, por supuesto, la única censura infantil en tiempos de la dictadura militar en la Argentina. Y digo “censura infantil” y no “censura de literatura infantil”, por supuesto, con deliberación. En el año 1977 se prohibió el libro Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann porque incluía una huelga de animales. También fue considerado subversivo el libro Cinco dedos, una serie de cuentos publicados en Berlín que tradujo y publicó la Editorial de la Flor y por el que sus editores Daniel Divinsky y Kuki Miler estuvieron 127 días en prisión. En uno de esos cuentos una mano verde perseguía a una mano roja y luego se sellaban las dos en un puño. Y hasta la canción “Aserrín Aserrán, los maderos de San Juan”, porque piden queso y le dan un hueso y les cortan el pescuezo.
    En las instrucciones de la Operación Claridad (operativo establecido durante la dictadura militar por el que debía reunirse información para combatir supuestos focos subversivos en el ámbito educativo y cultural), establecida por el Ministerio de Educación y Cultura de aquel entonces, quedaba claro que no sólo era cuestión de detectar los libros de riesgo sino también la escuela donde se leían y los docentes que los recomendaban. Asusta pensar que hubo maestros en peligro por aconsejar a sus alumnos leer La Torre de Cubos.
    Hoy, por suerte y con esfuerzo, no existe en la Argentina este tipo de censura. Sin embargo, Ana María Machado, la escritora brasileña de literatura infantil, advierte en el libro que comparte con Graciela Montes, Literatura Infantil, creación, censura y resistencia (Editorial Sudamericana 2003), acerca de otro tipo de censura “más sutil pero muy eficiente” que condiciona hoy a los escritores: la censura del sí, “…la imposición del mercado, de lo que dará lucro, de aquello que no cuestiona ni plantea preguntas, no amenaza ni hace pensar de manera diferente. (...) No se trata ya de buscar lo que No sino lo que Sí”.
    Y a esa censura del Sí impuesta por el mercado podemos sumar: lo que espera el editor, lo que puede ayudar a hacer ganar un concurso, lo que aplaudirá la crítica especializa o determinado círculo literario, lo que aconseja un agente. Otros condicionamientos que generan censuras y autocensuras de otro tipo. Incomparables con aquellas que vienen acompañadas de riesgo de vida o de privación de la libertad. Censuras de épocas democráticas. Otras censuras. Pero también, todas, censuras infantiles.

Claudia Piñeiro (Buenos Aires)


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MAPAS COMPARTIDOS

Cuaderno de trabajo: diario de una nueva novela. Otra vez no, por Claudia Piñeiro.

parece una imagen).

Una mujer con rulos espera detrás de la puerta del departamento que llegue el diario de la mañana. Leerlo es una ceremonia para ella. Le gusta hacerlo. Es uno de los momentos más importantes del día. Conversa con el diario. Discute. Rulos negros. La mujer está sola. No le pesa pero está sola. Tiene hijos, pero está sola. Tiene amigas. Algunos amigos. Sigue en bata. La bata es vieja. Las pantuflas también. Ella no. Todavía no. Pero la mujer no lo sabe.

(No, esta vez no. Ya no).
(La imagen se mueve).

La mujer camina por su departamento con el diario en la mano. Se sienta a tomar el desayuno y a leer el diario. Piensa en alguien que la dejó. No porque sí, sino porque su foto está en ese diario. En la editorial de ese diario. Cree que el tiempo no pasó para él, que ese hombre sigue siendo como en esa foto antigua.

(No, ya no. Dije que esta vez no. Que en la próxima novela no. ¡Fuera!).

La mujer recibe un llamado. No atiende, pero escucha la voz que sale de su contestador automático. Conoce esa voz. Le duele esa voz.

(¡No!).
(¿Por qué?).
(Sí).

El hombre que llama le anuncia una muerte. Una muerte violenta.

(Sí, otra vez la muerte).
(¿Por qué no puedo evitar que aparezca una muerte?).

Nombre del muerto.
Ella conoce al muerto.
Todo el país conoce al muerto.
A nadie le importa, creen que bien muerto está.

(Otra vez un policial: Todorov: “relación problemática entre dos historias, una ausente (la del crimen) y otra presente (la de la investigación) cuya sola justificación es la de hacernos descubrir la primera”. “Relato de aprendizaje”.)

Ella, la mujer de rulos negros, levanta el tubo y dice: ¿cómo murió?

(Crimen: quién, cuándo, dónde, por qué, cómo)

Degollado, le contesta el hombre que la dejó. Un corte limpio de lado a lado.

(Busco el libro de Raffo, La muerte violenta. Busco degüello, lesiones por arma blanca. No puedo parar de leer, estoy atrapada. La muerte violenta me atrapa.).

Quiero que te ocupes de cubrir ese caso, linda, le dice el hombre. La voz del hombre. El “linda” la atraviesa como un arma blanca.

(No puedo parar. Vuelvo, no quiero volver pero vuelvo. Herida punzocortante, labios de la herida, orificio de salida, cola de ataque. Miro fotos, tajos, sangre, colgajos).

Ella recuerda esa voz como si la hubiera escuchado cada día de estos últimos tres años en que nada supo de él. Del hombre que la dejó.
El hombre vuelve a anunciar una muerte.

(“En sus expresiones más representativas, ya no se trata de una mezcla turbia en la cual confluyen las novelas de aventuras, los libros de caballería, las leyendas heroicas y los cuentos de hadas, sino de un género estilístico bien definido que exhibe un mundo propio con medios estéticos propios”, La novela policial, un tratado filosófico, Siegfried Kracauer).

La mujer acepta. Va a ver otra vez al hombre que la dejó. Va a investigar esa muerte. Va a escribir. Para el diario de ese hombre.

(Heridas incisas. Heridas contusas. Heridas punzantes y corto-punzantes. Heridas inciso-contundentes. Heridas de colgajo. Heridas mutilantes.)

La mujer, por fin, va a escribir otra vez.

(Otra vez, sí. Otra vez la muerte. Otra vez un muerto. Días, noches, meses, años, buscando palabras que cuenten esa muerte. ¿Por qué otra vez? Porque sí, porque es así, porque las palabras me llevan a ella, porque las imágenes me atrapan, porque los personajes me traicionan. “Ay, mi nena me dice, mami, ¿por qué en todos los libros de la mamá de Lucía hay una muerte?”, me comenta una mujer a la salida del colegio de mis hijos. Le respondo: “Decile a tu nena que ella también, algún día, se va a morir”, agarro a mi hija de la mano y me voy).
(“En las “novelas policiales” de Dostoievski, el delincuente es el desafortunado que hace descender el amor hasta él; (…); sin embargo es el agobiado, el encerrado, cuya liberación y conexión son inseparables de la justificación de lo creado”, Kracauer, mismo libro.).

La mujer se saca la bata. Se viste y sale a la calle. Deja de leer y escribe.

Capítulo 2.



Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
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La única verdad, por Claudia Piñeiro


Plano detalle: una antena de televisión satelital. Plano conjunto: una antena de televisión satelital en un lugar que la desmiente: agua turbia, sucia, juncos vencidos, malezas, basura que flota. ¿Dónde está la casa? Hasta ahí lo que puede verse en esta foto. Podríamos suponer que la imagen fue tomada en la costa de un canal en el Delta, o en un arroyo del que no sabemos el nombre, o en el brazo de algún río, tal vez en un afluente del Paraná o del Uruguay. Suponer que la foto fue tomada allí donde llegó una antena de televisión satelital para procurarse un lugar en medio de la maleza que la desmiente, que nos lleva a preguntarnos cómo, por qué, quién. Sin embargo, si el plano se abriera, si consiguiéramos, por ejemplo, un plano general, tendríamos la segunda desmentida. O una desmentida en vía inversa: ¿desmiente la antena a la maleza o la maleza a la antena? Porque entonces sabríamos que ese agua turbia, esa antena y esos juncos vencidos están en un parque de Buenos Aires, en una plaza. El Parque Tres de Febrero, los Bosques de Palermo, la Plaza Sicilia, entre Plaza Alemania, Sarmiento, Libertador y Figueroa Alcorta. La misma plaza donde está el Jardín Japonés, pero en la otra punta. Una plaza a la que muy pocos entran: paseadores de perros, algún turista distraído que busca en un mapa doblado en varias partes el nombre del lugar donde se encuentra, una pareja que se besa, el dueño de la antena. Y frente a ella, frente a la Plaza Sicilia, avenida de por medio, la plaza donde está el Rosedal, la plaza donde mucha gente corre alrededor de un lago que no tiene malezas, camina, hace gimnasia en un circuito de aparatos instalados bajos los árboles, elonga, anda en rollers o en bicicletas, alquila botes, baila salsa siguiendo el ritmo de un profesor que se sube a una tarima para marcar los movimientos que ellos repiten en espejo. Una zona, alrededor de las dos plazas, donde el valor del metro cuadrado es uno de los más altos de la ciudad.


   Una antena de televisión satelital, en la orilla repleta de malezas, junto al agua turbia donde flota basura y a juncos vencidos, en una plaza que pertenece a los Bosques de Palermo, donde la tierra tiene un valor muy alto. Pero entonces, si pudiéramos tomar la foto desde más distancia, con un angular mayor, obtendríamos un plano panorámico que desmentiría la primera percepción por tercera vez. Porque la plaza de tierra tan cara está en la ciudad de Buenos Aires, que, tomada en su conjunto, incluye tierras de distintos valores, no sólo desde el punto de vista económico. Unas cuadras en dirección suroeste está Plaza Italia, llena de colectivos de casi todas las líneas, gente que va y viene, bocinazos, frenadas, gritos, ruido indiferenciado. Algunas cuadras en dirección este la villa 31, donde otras antenas se procuraron su lugar en el mundo, allí donde hacen falta más que en ningún sitio porque tienen que reemplazar demasiadas otras cosas. Hacia el sudeste el Hospital Fernández, una ambulancia que llega, una sirena que no se calla. Y hacia el noroeste las vías del ferrocarril, y después el río.
   Un plano cenital volvería a desmentir: una antena, junto a la maleza, junto al agua turbia y los juncos vencidos, en una plaza donde la tierra es cara, cerca de otra plaza ruidosa llena de colectivos, cerca de una villa donde hay otras antenas, de un hospital con sus ambulancias, un tren y un río, en una ciudad diversa, extendida, vasta.
   Google Air desmentiría una vez más: antena, maleza, agua turbia, juncos, plaza, parque, ciudad, país. Y luego: antena, maleza, agua turbia, juncos, plaza, parque, ciudad, país, continente. Y después: antena, maleza, agua turbia, juncos, plaza, parque, ciudad, país, continente, resto del mundo. Así hasta el infinito. Desmentida tras desmentida. Caja china de desmentidas sucesivas. Desmentidas de ida y vuelta, hacia un lado y hacia el otro. Para llegar, por último, a una paradójica conclusión : la única realidad es la antena de Direct TV.





Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
Su última novela es Las grietas de Jara (2009)
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