Hace unos años traduje un texto latino del Renacimiento europeo. En él, se mixturaban los dioses greco-latinos con el dios cristiano. En la edición moderna que manejaba, el término “deus” siempre estaba escrito con minúscula, refiera al dios Apolo o al dios de Jesús. Me sorprendió el hecho y decidí mantener dicho criterio en la traducción al español.
Cuando la labor fue entregada a la editorial y se realizó su revisión, la correctora señaló -con un tono un tanto ofendido- que no se comprendía la razón por la cual sistemáticamente escribía “dios” con minúscula cuando se refería al Dios cristiano, puesto que en español la norma reglamenta que debe ir con mayúscula dado que se trata de un nombre propio. Esto me sorprendió aún más que lo anterior. El agravante era que –además- también lo escribía con minúscula en mi propia introducción al texto renacentista.
La editora, que creo recordar que se manifestó agnóstica, me señaló que no le importaba tanto si iba o no con mayúscula, como el problema de que hubiese muchos lectores que se sintiesen ofendidos y no compraran el libro. Un asunto no menor, en verdad. Le dije que me diera unos días.
Lo primero que hice fue intentar contactar al estudioso que hacía treinta años había hecho la edición crítica moderna del texto. Me contestó inmediatamente con enorme amabilidad. Me dijo que no recordaba con precisión si en todos los impresos del siglo XVI con los que había trabajado aparecía el término “deus” siempre con minúscula, pero que suponía que sí. Me recomendaba que, sin embargo, en la traducción al español respetara las normas de la propia lengua. Él lo había hecho en su traducción al inglés.
Con todo, algo seguía tallando en mi mente. Me parecía que había algo más en esto de la mayúscula o la minúscula en el nombre de dios. Por ejemplo, era notable cómo en una edición del texto realizada en el siglo XVIII estaba todo lleno de mayúsculas, hasta para lo que hoy escribimos con minúscula. Por una parte, entonces, empecé a pensar que en latín antiguo el término “dios” significaba lo que “piedra”, “hombre” o “vegetal”, esto es, un nombre genérico y no propio. El nombre propio de los dioses en latín era Júpiter, Venus, etc., no Dios. Por otra lado, me preguntaba si había intención o no en el autor renacentista en mantener el nombre en minúscula cualquiera fuese el caso. ¿Se trataba de una nueva teogonía entre el dios cristiano y los dioses paganos que contrapunteaba aquella inaugural presente en la Ciudad de Dios de san Agustín?
A falta de poder por mí mismo consultar en ese momento los impresos del texto del XVI (los tiempos editoriales urgían), miré varios otros de la época presente en distintas bibliotecas de Buenos Aires, en internet o en copias digitales que tenía de otras obras del período. En fin, en la mayoría aparecía con minúscula, pero no parecía desprenderse una regla clara al respecto; al menos, una que pudiese captarse rápidamente; iba a necesitar más tiempo. José Burucúa me comentó que con todo este asunto quizás ocurría lo mismo que con la escultura antigua, esto es, sabemos hoy que era policromada pero necesitamos verla en mármol blanco para creer que estamos ante una auténtica obra de entonces.
¿Qué se resolvió? ¿Cómo se zanjó la cuestión a los efectos de esa edición? Se mantendría la minúscula para el término “dios” en mi traducción al español del texto latino renacentista, pero en mi introducción usaría la mayúscula para referirme al dios cristiano, tal cual piden las normas del idioma. Una pequeña nota ensayaría una explicación del asunto.
Leí tiempo después en un artículo de Francisco Rico que, en la España del siglo XVI y XVII, la grafía era dejada en manos de los impresores, y daba el notable caso de Cervantes, quien de puño y letra firmaba su apellido siempre con “b” larga pero que en las ediciones del Quijote aparece con “v” corta. A nadie le importaba.
La cuestión, sin embargo, sigue intrigándome y dándome a pensar que hay más. Espero alguna vez poder dedicarle más tiempo.
Martín Ciordia (Buenos Aires)
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