Fragmento de su novela El ciclo de Krebs, aún inédita.
(Contexto: el narrador y personaje se encuentra con un hombre que pinta consignas en la calle, pero lo hace con arte y concentración muy esmeradas, las letras que pinta son obras de arte. El pintor le cuenta a qué se debe semejante vocación).
—Fue hace muchos años. Todavía no existía el barrio industrial, ni siquiera esta parte de la ciudad, aunque algunas cuadras le hayan parecido muy antiguas. Era un día de primavera, por esta misma época del año. Vi un monstruo.
Tenía que animarlo, porque notaba que se le formaba un nudo en la garganta y se quedaba callado. Era un momento muy emocionante, sin duda. Le di entonces unos golpecitos en el hombro; él asintió repetidas veces con la cabeza y finalmente continuó. Al principio le temblaba la voz pero, poco a poco, fue recuperando su timbre ronco.
—Vi un monstruo, le decía. Como se lee: un monstruo con todas las letras. Siempre había querido ver uno pero no había tenido esa suerte nunca.
Estaba en la plaza. Primero descubrí un grupo de gente reunida en una ronda y, de curioso nomás, me acerqué. Una señora que llevaba una torta, bien envuelta y colgando, por medio de una cintita, de uno de sus dedos, me miró y me dijo en voz baja, como si mis movimientos lo fueran a espantar: “Es un monstruo”. Otras mujeres iguales a ésta se dieron vuelta indignadas y reclamaron silencio. “Se va a espantar”, oí que se decían entre ellas con escándalo apagado.
Yo, de a poco y con disimulo, me fui abriendo paso y por fin pude verlo.
El monstruo estaba tomando sol y se notaba claramente que lo era. Supongo que no se daba cuenta de que lo rodeábamos o bien estaba acostumbrado, tan acostumbrado que ni nos miraba y seguía sentado, tranquilo, con una mansedumbre que daba envidia.
Había dejado su sombrero a un costado del banco que ocupaba y un bonito bastón con puntera de bronce labrado y empuñadura de alabastro. Su cabeza era noble, con el pelo fino y blanco, escaso además, de manera que tenía algunas entradas, pero estaba bien cortado y peinado hacia atrás. Como yo lo tenía de perfil, podía ver un rostro agradable, de nariz recta y apenas un respingo en la punta, la boca fina y el mentón delicado aunque tal vez, por causa de la edad, una leve papada le caía sobre la corbata. Sus pómulos eran altos y las mejillas más bien descarnadas.
Era notorio que disfrutaba realmente de la primavera y el aire libre. Por lo menos, me pareció que sus pestañas claras y largas se movían apenas, al son de su respiración o de un parpadeo que no obedecía, de eso estoy seguro, a que de pronto se hubiese sorprendido o se alertara ante nuestra presencia, sino más bien, creo, el motivo era una suave brisa que parecía sorber con todos sus sentidos.
Era, en suma, un monstruo elegantísimo y yo estaba muy contento de que fuera ése el primero que me tocaba ver. Tenía un traje gris oscuro, casi negro, con delgados listones verticales de color casi blanco, y una cadenita de oro cruzaba su chaleco de bolsillo a bolsillo a la altura del abdomen.
Había montado una pierna sobre la otra, de modo que pude verle uno de los calcetines, que no le ajustaba bien y, entonces, se le enrollaba un poco cerca del tobillo. Pero era un calcetín muy distinguido; eso se notaba en seguida. Armonizaba a la perfección, además, con la franela de su traje. Y también su calzado era finísimo. De charol, seguro. Tenía esos puntitos, como agujeros diminutos hechos con un alfiler.
En síntesis, estaba muy feliz con mi monstruo. Lo mismo, los demás. Nadie tenía miedo, ni recelos, ni quería, se me ocurre a mí, otra cosa que observar su apostura. Todos estábamos aliviados de que no hubiera chicos cerca, porque ya se sabe cómo son los niños. Pero es claro: siempre surge alguien que no se pone a tono.
Un hombre de anteojos y con una barba candado, vestido con tanta elegancia como el monstruo, quiso despertarlo para ver qué hacía. Tal vez pensó que, si se encontraba con que estaba rodeado de gente, se comportaría con amabilidad, como si, en realidad, considerase que, en una circunstancia distinta, lo haría groseramente. Entonces, con la punta de su bastón –tenía uno muy parecido, aunque creo que la madera no brillaba tanto ni el cincelado de la puntera era tan exquisito– le tocó el hombro.
Ni qué hablar del revuelo que causó el imprudente. La señora que llevaba la torta, que había sido tan amable de avisarme de su presencia, ahogó un gritito que se extendió, con igual sofoco, a toda la ronda, y así, aunque cada uno, en sí mismo, resultaba apenas audible, sumados unos a otros, sí que se escucharon.
El monstruo giró pues la cabeza, mirándonos. Estábamos paralizados de miedo, pero parece que inútilmente porque su boca sonreía con una timidez indescriptible; en cambio, de los ojos grises colgaban algunos lagrimones lentos, suaves, con una pena como nadie podría imaginarse.
Eso duró un rato, nuestros ojos y los de él se miraban como si fuera demasiado triste que no pudiéramos reconocernos y estuviésemos tan lejos. Después, la cara y las manos se le cubrieron de escamas, no como las de los peces ni como las de las heridas cuando cicatrizan, sino muy raras, pero aunque parece horroroso no resultaba desagradable. Por lo menos, para mí; para los demás, a lo mejor sí. Se notó en el hecho de que la ronda se disolvió en una especie de estampida. Pero, ¡ay, la curiosidad humana!, sólo se habían alejado unos metros y allí se quedaron, formando un nuevo círculo. Vi, incluso, que la señora de la torta me hacía una señal con la mano libre, invitándome a tomar distancia del monstruo.
A mí, no me importó, sin embargo; no me dio miedo y era, como ya le conté, la primera vez que veía un monstruo: no podía desaprovechar la ocasión.
Por otra parte, estaba fascinado con esas escamas tan raras que lo cubrían cada vez más y me recordaba a esos apicultores que aparecen en la televisión con la cabeza cubierta de abejas. No veía que le molestara, de todos modos. Estaba quieto, en la misma posición, y movía el pie en el aire igual que antes de que todo eso sucediera. Noté, donde tenía como derramado el calcetín y dejaba al descubierto una franja de piel, que también allí le habían crecido escamas.
Entonces, hizo algo imprevisto: se sacudió, en una especie de convulsión, aunque sin abandonar su postura; fue algo así como un perro cuando sale del agua.
Todos se alejaron varios metros más, pero yo no.
Las escamas, después de esa maniobra, se desprendieron hacia arriba, para caer lentamente, como diminutos copos de nieve, con esa misma levedad un poco sobrenatural, y apareció de nuevo el monstruo, tal cual estaba cuando las escamas todavía no le habían crecido: quieto y disfrutando del sol, salvo que cambió la posición de las piernas, invirtiéndola.
Como yo me encontraba más cerca que los demás, me di cuenta de que se ruborizaba un poco y volvía a cerrar los ojos, quizás ahora por la vergüenza que sentía de haber realizado un acto seguramente íntimo frente a tantos testigos. En cualquier caso, su tez rosada como la de un recién nacido, aunque con las marcas de la ancianidad, enrojeció apenas en las mejillas y, en realidad, sólo unos segundos.
Yo no sé qué expectativas abrigaba la gente, qué escenas deseaba ver o qué quería comprobar; de cualquier modo, es evidente que la curiosidad humana es cruel; cuando los escritores hablan de curiosidad malsana, no hacen, pienso yo, otra cosa que escribir, en verdad, sobre la curiosidad humana.
Las escamas se habían elevado en la suave brisa, todavía flotaban en el aire y las miraban con un brillo inescrupuloso en los ojos; incluso, también la bondadosa señora de la torta mostraba esa codicia mientras iban cayendo, aún lejos de sus cabezas. Pero era cuestión de un momento que las alcanzasen y ya levantaban los brazos ávidamente hacia ellas. “Sin duda son semillas”, murmuraban, sabihondos.
Tampoco yo, aun cuando vi que todos los que ya poseían alguna de esas excrecencias del monstruo se desilusionaban e inclusive, luego de soltarlas con una completa falta de interés, enojados como si acabaran de ser estafados, se marchaban, pude evitar la curiosidad y extendí una mano para que esos copos, escamas o semillas se me posaran en la palma.
Me llevé una enorme sorpresa, porque lo que tenía en la mano era una letra.
¡Pero una letra verdadera!
Por supuesto, yo, igual que todos, había visto imágenes de letras. En libros, en carteles, en el cine, en la inmensa cantidad de impresos que aturden el mundo. En todas partes, hay imágenes de las letras, pero nunca en mi vida había visto una verdadera.
Así que aquél fue un gran día para mí: no sólo fue la primera vez que vi un monstruo, sino que además, también vi por primera vez una letra.
¡Y la tuve en mis manos!
Pero parece una verdad que a la gente no le gusta leer.
Hugo Correa Luna
Buenos Aires, EdM, Marzo
La última novela de Hugo Correa Luna es El enigma de Herbert Hjortsberg, Buenos Aires, El Cobre, 2004.
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