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Bibliotecas: La Embajada, por Gabriel Graves


Agradezco a mi madre, Liliana Isod, por su invaluable asesoramiento en estos apuntes
Quizás resulte llamativo saber que la inmensa mayoría de las embajadas no tienen biblioteca. Suerte de no lugares, con espacios y tiempos lábiles, las embajadas son metáforas que injertan a un país dentro de otro. Suele ser difícil granjearse el acceso a una embajada y, una vez que se consigue, por lo general autoriza sólo a algunos trámites. Ante ese público que piensa más en el pasar que en el quedarse, comportamiento análogo al de los embajadores que cumplen una función por un tiempo prefijado, ¿para qué crear algo tan difícil y duradero como una biblioteca? Un cargo de bibliotecario en una embajada es algo todavía más extraño. Esto, que se aplica a la inmensa mayoría de las embajadas, tiene honrosas excepciones. Entre ellas, la Embajada de Israel en Buenos Aires.
El 15 de febrero de 1949, la cancillería argentina reconoció al Estado de Israel como Estado soberano. El primer embajador, Jacob Tsur fue recibido con entusiasmo. Elías Teubal y Simón Mirelman, junto a un reducido grupo de amigos, adquirieron el edificio y mobiliario de Arroyo 910/916 donde empezó a funcionar la Embajada. Por algún motivo difícil de explicar, pronto empezaron a llover donaciones de libros. Es raro, pero si hay que poner un puntapié inicial de esa biblioteca, hay que referirse a las manos anónimas que quisieron donar sus libros a este país naciente. Los cargos en la prestigiosa delegación argentina empezaron a ser ocupados por curiosas personalidades. Entre ellos, podemos mencionar al agregado cultural Yitzjak Navón.  Este diplomático, al que el Ministerio de Relaciones Exteriores israelí antepone el calificativo de hombre de artes antes que cualquier otro, cumplió servicio en Uruguay y Argentina. Dramaturgo, Navón llegó a ser el quinto presidente de Israel entre 1978 y 1983. El cargo de presidente lo elige el Parlamento y es más bien protocolar (incluso se ofreció la primera presidencia del Estado a Albert Einstein). Luego, Navón volvió a la arena política y fue ministro de Educación y Cultura entre 1984 y 1990. Curriculum bastante impresionante para uno de los hombres que se encargaron de desarrollar el fondo bibliográfico de la Embajada. Zerubavel (Yaakov) Vitkin fue otro encargado de difundir la ajetreada vida cultural israelí en la Argentina. Hombre de amplísimos conocimientos, escritor que supo estar preso más de una vez por sus labores editoriales, se ganó un nombre entre las luminarias de nuestros intelectuales y se encargó de publicar periódicos dirigidos a la comunidad judía. También trabajó para dar mayor gloria a la biblioteca de la Embajada. Organizó reuniones que contaban, entre los concurrentes más asiduos, a Jorge Luis Borges, quien siempre tuvo la causa judía e israelí como una cuestión personal. Estos casos no deben hacernos perder de vista a la historia chica, la de esos personajes ocultos que colaboraron con sus colecciones dirigiéndolas a la Embajada, acrecentando un caudal que nunca cesó. Un hombre, me cuenta mi madre, llevaba las actualizaciones periódicas de la monumental Enciclopedia Hebrea, que comenzó a imprimirse junto a la fundación del Estado de Israel. La biblioteca ocupó buena parte del primer piso en Arroyo, que luego paso a otro edificio, en la calle Paraguay 1535 donde hubo un bibliotecario no demasiado avezado. Sería faltar a la verdad decir que tuvo un método catalográfico o clasificatorio muy desarrollado, a medida que iban llegando, se acomodaban. Tampoco se puede decir que haya sido muy consultada, aunque fue una colección considerable, su servicio estaba aspectado a la referencia para armar discursos oficiales y poco más. Así y todo, insisto, algo atávico llevaba a la gente a donar sus libros.
Hasta el 17 de marzo 1992, cuando el atentado a la Embajada de Israel en la Argentina destruyó el edificio y mató a 29 personas e hirió a más de 200 constituyendo el acto vandálico más atroz, contra civiles, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Lo extraño es que la inmensa mayoría de libros que se guardaban en la Embajada, consiguieron salvarse del atentado. Sobrevivieron. Y aquí se abre el terreno a la especulación. Recuerdo cuando estuve en Israel, alguien preguntó a un rabino encargado de confeccionar mezuzot (esos tubitos que se ponen en el marco de las puertas de las casas judías, que tienen dentro un papel enrollado con versículos de la Torá) si creía que sus obras tenían realmente algún efecto benéfico para los que la usaban. El hombre dijo no poder asegurarlo, pero dio un largo muestrario de situaciones de gente que había mejorado su vida por la mezuzá colocada en la jamba de las puertas  y concluyó algo como: “hay cosas que ayudan a creer”.
Y yo no puedo dejar de pensar en eso ante el extraño caso de la biblioteca de la Embajada de Israel. La relación del judaísmo con el libro es una relación de supervivencia. Habiendo tenido que movilizarse tanto para conservar la vida, el judaísmo apostó al libro para seguir. La religión debía ser transportable, pero ¿cómo se transporta una religión? Pronto, los judíos supimos que la religión entra en los libros. Por eso, creo que la persistencia de los libros de la Embajada es, de alguna manera, la persistencia de todo el pueblo judío ante el salvajismo asesino. El judaísmo cree en la shejiná, una palabra con varios significados entre los cuales me interesa el de “hogar de la presencia divina”. Esto no es un lugar metafórico, es un lugar físico. Yahvé vivía en el Templo del cual el Muro de los Lamentos era una de las paredes externas. Un patio amurallado dentro de otro patio amurallado dentro de otro patio amurallado. En el medio, una construcción: la casa de Yahvé. El templo se destruyó, los judíos esperamos la reconstrucción del Templo y la llegada del Mesías, pero ¿a dónde se fue a vivir Dios? La respuesta es clara: la nueva morada de Dios, después de la destrucción del Templo, es el libro.
                                                                  
Gabriel Graves
Buenos Aires, Argentina, EdM, abril de 2012 

Bloom, H. Jesús y Yahvé : los nombres divinos. Buenos Aires : Taurus, 2006.
Isod, L. (ed.) Arroyo y Suipacha : esquina del alma. Buenos Aires : Embajada de Israel, 2012.
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Bibliotecas: Bosnia y Herzegovina, por Gabriel Graves


Creo que es el primer caso en el mundo: la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina va a cerrar. Se acaba. Deja de existir. No es extraño que las bibliotecas sean regularmente bombardeadas, saqueadas o destruidas de algún otro modo. Pero que una Biblioteca Nacional anuncie su cierre es algo inédito. Un final que es casi una declaración de principios.
    Noticia perdida en unos pocos diarios, dos o tres párrafos que relatan “las tres principales comunidades étnicas no lograron un acuerdo sobre cómo financiar la institución”. Interna complicada: el gobierno central en Sarajevo supervisa las regiones semiautónomas del país, pero no está obligado a financiar a las instituciones culturales. “Los bosnios defienden la idea de que la herencia cultural debe ser preservada por cada una de las comunidades étnicas”. Como conclusión, la plegaria de la subdirectora, Bedita Islamovic: “[Bosnia y Herzegovina se ha convertido] en el único país en el mundo al que no le importan sus tesoros nacionales”.

    ¿Qué es una Biblioteca Nacional? Unas palabras de Domingo Buonocore al respecto: “en principio, [una Biblioteca Nacional] deben investir el doble carácter de archivo de toda la producción intelectual impresa en el país o relativa al mismo, cualquiera sea el lugar donde esta última se publique y, además, deben reunir la bibliografía más valiosa y representativa de las naciones extranjeras, en primer término de aquellas con las cuales se tengan más vínculos por razones de afinidad cultural (…) De esta doble condición surge la característica esencial de este tipo de biblioteca: órgano de depósito y tesoro donde se custodia y preserva el libro”.
    Entonces, ¿qué es cerrar una biblioteca nacional? Cerrar la patria. Negarle al futuro la posibilidad del tesoro del pasado. Renunciar voluntariamente al lugar que el mundo le había reconocido al saber de Bosnia y Herzegovina y que Bosnia y Herzegovina le reconocía al mundo. Es un suicidio, un llamado a que nada podrá reconstruirse entre las etnias balcánicas.
    Tras la muerte de Tito, los pueblos eslavos de la península balcánica pasaron años de guerras fraticidas que cambiaron el mapa y dejaron miseria generalizada mientras algunos vendedores de armas se enriquecían. Estas luchas no han terminado y, en ese sentido, el hito de cerrar una Biblioteca Nacional es un punto no menor. El escritor Marko Vesovic dice que la situación le recuerda, veinte años después, al sitio de Sarajevo: “ha vuelto el cerco de los viejos tiempos. Ya no son los chetniks en la colina, ahora el asedio lo sufre la cultura”.
    Desconozco lo mínimo indispensable como para referirme a la situación de Bosnia y Herzegovina, pero creo que hay un instinto en el fundar una Biblioteca Nacional que es extrapolable a todas las regiones. El ejemplo que me queda más cerca es el de la Argentina. Cuando Mariano Moreno impulsó la creación de la Biblioteca de Buenos Aires, corrió a anunciarlo en La Gazeta. El anuncio de la Fundación data del 13 de septiembre de 1810 y, en este momento oscuro para las bibliotecas nacionales, dan ganas de citarlo entero. Contengo el impulso y remito al hipervínculo, sólo mencionaré algunos pasajes. Muy cerca de la Revolución de Mayo que depuso al virrey Cisneros y lo reemplazó por una Junta de gobierno patrio, hubo una necesidad inmediata de una Biblioteca Nacional. La Junta, dice Moreno, “se ve reducida a la triste necesidad de criarlo todo; y aunque las graves atenciones que la agobian no le dejan todo el tiempo que deseara consagrar a tan importante objeto, llamará en su socorro a los hombres sabios y patriotas, que reglando un nuevo establecimiento de estudios, adecuado a nuestras circunstancias, formen el plantel que produzca algún día hombres que sean el honor y gloria de su patria”. Así, la Junta de Gobierno pensó que la forma más sencilla, durable y económica de hacer una patria era construir una biblioteca donde la gente pueda enfrentarse al conocimiento de una forma extrañamente democrática: el pie de igualdad ante el libro que ofrece la biblioteca, un posicionamiento ante el saber que no necesita la mediación de un docente. Cada quien entenderá según sus posibilidades y acrecentará, en todos los casos, su caudal de conocimientos. Y, a partir de allí, un país es posible. La biblioteca es el medio más seguro para la “conservación y fomento” de los pueblos. “Los libros que están a mano”, nos dice Moreno, “para dirimir las disputas”.
    Quizás exagero, quizá no es tan grave como me parece y en realidad los pueblos encuentren mejores maneras que una Biblioteca Nacional para llamar a su unidad y continuidad. Mientras, miro las postreras horas que relata la página de la Nacionalna I Univerzitetska Biblioteca Bosne I Hercegovine, sus anuncios ante la situación dramática, la presencia de algunas personalidades de la cultura que muestran su disconformidad, los donativos que individuos o instituciones hacen; en definitiva, la heroica resistencia que todavía se ofrece para no extender un certificado de defunción a la cultura toda.


Gabriel Graves
Buenos Aires, Argentina, EdM, marzo de 2012
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Bibliotecas: La maestra, por Gabriel Graves


Hace años, creía yo que entre Borges y Juan Filloy se disputaba el cetro al mejor escritor argentino del siglo XX. Hoy he leído un poco más, considero tontos estos rankings y puedo ampliar el espectro. Esto no quita que Filloy siga siendo de mis escritores favoritos y, de forzarme a elegir un podio, suelo incluirlo. Un poco por fetiche y otro poco por su obra. Para el Diccionario de autores latinoamericanos de César Aira, la prosa de Filloy tiene un “acartonado matiz de extrañeza”, posible defecto que me parece una de sus mayores virtudes. Recuerdo haber visto en un documental una entrevista a Filloy en la que decía algo así (la cita que voy a hacer proviene de mi memoria, es indigna desde donde la piensen y no debe ser tomada como palabra de Filloy): “Yo no escribo para ahora sino para el tiempo”. La idea filloyana parece indicar que el tiempo le va a decir si su obra vale la pena. Este método parece estar funcionando y la obra del cordobés le está doblando la muñeca al tiempo. Todavía pronto para decirlo (Filloy murió en el 2000), hoy lo editan más que nunca y el puñado de obras que los coleccionistas podíamos jactarnos de poseer se han vuelto asequibles en cualquier librería. Pensaba en esto, en este apuntar al tiempo, a lo más alto, a lo más inevitable, como método de pasar a la posteridad. No lo pensaba tanto por Filloy, lo pensaba porque el mes pasado murió Josefa Sabor.

      Josefa Emilia Sabor, Pepita o Pepa para los confianzudos (yo no he tenido la suerte de tratarla y siempre me parece un poco excesiva la confianza que se toman los que llaman a la gente por sus apodos, por caso, los que le dicen “Gabo” a García Márquez), ha muerto el 12 de enero de 2012. Y, creo yo, con otro método, ha conseguido también su pase a la posteridad. Sabor es la bandera de todos los bibliotecarios argentinos. A diferencia de otros nombres prestigiosos, Josefa es del palo. Gallega, nacida en Pontevedra en 1916, vino a la Argentina en 1918. Se recibió de maestra normal nacional y luego en la UBA como Profesora de Historia y Bibliotecaria. Pasó años detrás del mostrador de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, “pasando libros”, lo que constituyó un núcleo fuerte en su aprendizaje. Quizás allí se dio cuenta de que, en el mundo de la bibliotecología argentina, todo estaba por hacerse. Formó parte de la llamada Generación del 40 que tomó los parámetros angloamericanos para modernizar la profesión. Escaló todas las posiciones profesionales a que puede aspirarse en el país. Fue una de las primeras docentes de la Escuela de Bibliotecología del Museo Social Argentino y dirigió su Biblioteca. Organizó la Escuela Nacional de Bibliotecarios de la Biblioteca Nacional. En 1955, reorganizó la Biblioteca Central de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que se convirtió en uno de los centros más activos de irradiación profesional. El mismo año, se puso al frente de la Escuela de Bibliotecarios de la UBA, tras la gestión de José Antonio Güemes. Sus informes con respecto al estado de la carrera fueron lapidarios: "A causa del abandono en que ha estado en los últimos tiempos la carrera y de la aplicación de un plan inadecuado e insuficiente, se ha anulado al que puede llegar a ser el mejor centro de formación bibliotecaria de nuestro país (...) lo que es peor, la molicie y la rutina han limitado el espíritu de lucha". Cuando las escuelas de bibliotecarios dependen de universidades, "se opina a menudo que son carreras sin importancia, que se mantienen por la obstinación o la extravagancia de quienes las dirigen, los cuales terminan por abandonar, desalentados, una lucha sin esperanza. Un alumnado siempre poco numeroso completa un círculo, en el que poco se percibe porque poco se da y donde otros pierden el interés de entregar lo que saben porque no hay quien desee recogerlo". El cambio se hizo notar con fuerzas. La matrícula subió a 33 alumnos (en el trienio 1947-49, sólo habían habido 26), Josefa presentó un nuevo plan, aprobado en el 59, que dio jerarquía universitaria al título. Consiguió también cambiar el nombre de los estudios, de Bibliotecología a Ciencias de la Información. Fue profesora en distintas cátedras, becaria por el CONICET, por la UNESCO, por la OEI, estudió Documentación en España, Francia, Italia, Alemania occidental, Brasil y un largo etcétera. Se retiró de la docencia en 1980, dedicándose a la investigación. Allí pudo escribir su obra magna, el Pedro de Angelis y los orígenes de la bibliografía argentina, libro merecedor del primer premio de la Academia Nacional de Historia.
     Un último episodio de su vida bibliotecaria ha circulado por las listas de correos de La profesión, rescatado por la Bibliotecaria Nacional Alicia Rodas. Era costumbre de Josefa y su hermana, ya retiradas, invitar a tomar el té a los colegas que se acercaban a ella: le contó que en una biblioteca universitaria (de cuyo nombre no quiso acordarse), consultó por un libro. Por toda respuesta, le dijeron que se fije en la computadora. Josefa agradeció y se fue, desilusionada. Nunca se acercó a las nuevas tecnologías. Alicia deja una coda que nos invita a la reflexión: “Quiero dejar esta anécdota para reflexión de todos. Nunca un usuario de biblioteca debería dejarse ir sin haber agotado los medios a nuestro alcance para brindarle respuesta adecuada. Y que le ocurriera a Pepita Sabor, ya anciana pero siempre clara y profunda en su pensamiento y acciones. ¡Qué dolor! Hoy vuelve a dolerme como le dolía a ella cuando me lo refirió”.
     Para los bibliotecarios argentinos, el libro más relevante que hizo Josefa fue su Manual de fuentes de información, que alcanzó tres ediciones y miles de fotocopias. Quizás este sea el gran legado de Sabor a la bibliotecología argentina y latinoamericana. Un manual. El libro más simple que se puede imaginar, un documento pensado para ser superado. Josefa dice confiar “no tanto en que este libro sea útil por sí mismo, cuanto en que pueda despertar en quienes lo consultan inquietud e interés por los estudios sobre referencia, tan poco conocidos en nuestro medio y que, estimulados por esta obra, otros colegas se decidan a reunir su experiencia para que pronto podamos disponer de un tratado general sobre referencia y un manual sobre técnicas de la tarea, que son tan necesarios a los bibliotecarios de lengua española”. Allí está la trascendencia de Josefa: en el trabajo hacia las bases. Apuntar no hacia el tiempo, sólo hacia lo más inmediato. Las fuentes, las obras de referencia, enciclopedias, diccionarios, anuarios, biografías y bibliografías están destinadas a la búsqueda de otra información, son obras que van más allá de sí mismas. Lo que Josefa buscó toda su vida fue orientar las búsquedas para los que estamos destinados a facilitar la información en estas latitudes y, creo, lo logró en grado sumo. Así, todos los que practicamos la bibliotecología en Argentina y Latinoamérica nos hemos quedado un poco huérfanos. Queda el llamado que nos hizo a seguir trabajando, a colaborar con nuestras experiencias a los bibliotecarios por venir, a trabajar en lo inmediato para llegar al tiempo, a seguir buscando dónde y cómo encontrar respuestas.


Gabriel Graves
Buenos Aires, EdM, febrero 2012
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Biblioteca: El orden, por Gabriel Graves


Me gusta pensar que fue una epifanía, una chispa que se encendió en su cerebro y entonces entendió todo. Me gusta pensarlo así, como si hubiese mediado la intervención de un orden más elevado. Esa hipótesis me permite, como bibliotecario, darle cierta mística a la profesión. Por eso, no quiero interiorizarme demasiado en el proceso tortuoso que debió ser para Melvil Dewey crear y perfeccionar su Clasificación Decimal.
    La Clasificación Decimal de Dewey (CDD) es la base sobre la que se organizaron la mayoría de las grandes bibliotecas contemporáneas. En sí, un montón de documentos no constituyen una biblioteca hasta que no se ordenan. He ahí un gesto piadoso y humanitario que encierra, creo yo, buena parte del ideal bibliotecológico: pensar en un usuario y encontrar una forma para hacerle llegar el documento que busca.
    Melville “Melvil” Louis Kossuth Dewey tenía 22 años en 1873, cuando trabajaba en una biblioteca en Amherst, Massachussets. Allí empezó a pergeñar su sistema. Algo le dijo que todo el conocimiento humano entraba en una biblioteca y que ese conocimiento podía dividirse en distintas disciplinas. Por supuesto, dividir el conocimiento es una pasión antigua y Dewey conocía ya los esfuerzos que había realizado Sir Francis Bacon para llevarlo a cabo. Pero eso no nos importa, quedémonos un poco con la idea de la epifanía. ¿Cuántas disciplinas tiene el conocimiento humano? La revelación de Dewey es la siguiente: todo el conocimiento humano se divide en diez clases. Es decir que todo lo que el hombre hace, dice o piensa, entra en una de diez grandes categorías, a saber: o son obras generales (diccionarios, enciclopedias, obras de consulta, libros que hablan de libros, etc.), o pertenecen a la rama de la filosofía, o son cuestiones religiosas, o ciencias sociales, o temas de lengua e idiomas, o se trata de ciencias naturales y matemática, o son ciencias aplicadas, o son artes y deportes, o es literatura o es geografía e historia. Y se acabó.
    Diez categorías para dividir el mundo. Nada de lo que hagamos es ajeno a esas disciplinas. Toda la cultura entra allí. La soberbia de Dewey es inigualable: insisto, nos dice que en diez disciplinas entra el mundo. Y si en diez entra todo y, bendita coincidencia, diez son los números arábigos de los que disponemos, del cero al nueve, ¿por qué no asignar un número a cada disciplina? Así se crea un Sistema de Clasificación infalible. No hay documento que se escape. Lo raro es que Dewey ideó el sistema hace bastante más de un siglo. Desde entonces, nos gusta creer que el ser humano ha evolucionado. Y, si no lo hemos hecho, al menos es evidente que la tecnología ha cambiado y consiguió crear artefactos nuevos de todo tipo. Sin embargo, ninguno de ellos se escapa a la clasificación de Dewey. Instrumento milagroso, el número áureo con el que están hechas todas las cosas es, para Dewey, el diez.
    En 1876, Dewey publicó por primera vez sus 44 páginas de clasificación que cambiarían al mundo. Catorce de ellas eran introductorias y explicaban el funcionamiento del sistema. Había 12 páginas más de sumarios y esquemas que son el meollo de la cuestión, las tablas propiamente dichas y 18 de índices en las que se podía buscar en qué número entraba el tema que queríamos clasificar. Porque la gracia de las tablas de Dewey es que esos diez números se dividen en otros diez (y ya tenemos cien números) y esos otros diez en otros diez (y ya son mil las cosas que puede haber en el mundo) y así hasta llegar a disciplinas cada vez más precisas por una ley de subordinación. Así, un libro que hable de oceanografía estará en el número 551.46. El primer 5 es por Ciencias naturales, ese 5 se divide en 10 números más y el 55 es Ciencias de la tierra, nueva división en 10 y nos encontramos con que el 551 es Geología, el 551.4 Geomorfología y el 551.46 es Oceanografía. Esto nos permite también que las tablas vayan creciendo junto con el desarrollo de la humanidad. Siempre pueden actualizarse. Las categorías nunca están completas.
    Esto es la Clasificación, esa técnica que conocemos los bibliotecarios para organizar un universo de elementos o ítems en un espacio. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Todo tiene su número. En 1895, Paul Otlet y Henri Lafontaine conocieron la clasificación de Dewey y le escribieron preguntando si podían tomar su sistema y modificarlo un poco. Dewey accedió y así nació la Clasificación Decimal Universal (CDU), un sistema un poco más complejo y, quizás, un poco más preciso. Su diferencia más evidente con lo anterior es que no es, en sentido estricto, decimal. La categoría del cuatro, lengua e idiomas en Dewey, ha sido dejada vacante, sus contenidos mudados al ocho, por si en algún momento se genera una ciencia que merezca su propio número. Las sucesivas ediciones de las CDD y las CDU distan mucho de esas cuarenta y cuatro páginas, son varios volúmenes con números y materias, con indicaciones de uso y con un diccionario final para saber qué va dónde. Es la forma más segura de asignar una palabra a una cosa. Porque la biblioteca tiene ese norte de universalidad, de que un libro pueda ser entendido en distintas partes. El 551.46 es Oceanografía en CDD lo que indica que casi cualquier biblioteca puede saber de qué se trata el libro sólo con conocer ese número. Se cumple el ideal de ordenar objetivamente el mundo.
    Quizás nadie haya hecho una crítica más precisa a estos sistemas de clasificación que Jorge Luis Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”. El idioma que propuso Wilkins, nos cuenta Borges, dividía el universo en cuarenta categorías o géneros, varias veces subdivisibles. Palabras que no sean arbitrarias, que indiquen una cosmovisión, un idioma que sea, a la vez, una “enciclopedia secreta”. Así trabajan también los sistemas de clasificación porque el que sabe que 523.9 es el Sol, siguiendo el camino de los números, sabe que el sol está en el sistema solar, sabe también que el estudio del sistema solar corresponde a la astronomía y que la astronomía es una ciencia natural. Pero Borges destruye esta hipótesis con su bendita enciclopedia china y luego se agarra de lleno con los sistemas de clasificación. Nos dice: “El Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa, la 282 a la Iglesia católica romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, sintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: Crueldad con los animales. Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias”. La conclusión de Borges es lapidaria: “cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios. (…) La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios. El idioma analítico de Wilkins no es el menos admirable de estos esquemas”.
    El golpe de Borges es muy certero. La inmensa mayoría de la categoría del 2, religión, es cristianismo. El 20 es religión, el 21 teología natural, el 22 es la Biblia y del 23 al 28, sólo cristianismo. El 29 es “religión comparada y otras religiones diferentes del cristianismo”. Allí se ve clarísima la subjetividad de los sistemas de clasificación. No es que Dewey descubrió los secretos engranajes del mundo, sólo describió, lo mejor que pudo, desde su subjetividad, lo que había en su biblioteca. No es casualidad, en definitiva, que las categorías sean 10, lo mismo que los dedos de la mano. Vivimos en un mundo decimal y eso fue lo que armó Dewey.
    Poco que agregar, lo que Borges dice es cierto: no sabemos de qué va el mundo. Pero, creo, no es ese motivo para no intentar clasificarlo. Un tema no tiene una única materia. El matrimonio puede analizarse desde distintos aspectos. La música para ceremonias estará en el 781.587, las consideraciones éticas en el 173, la sociología del matrimonio en el 306.81, los aspectos legales en el 346.016. Y Dewey ya sabía esto y así nos lo advierten sus tablas. Además, nos dicen que el sistema es intrínsecamente falible: “es absolutamente imposible producir una obra perfecta, dada la dinámica misma del conocimiento y las diversas interpretaciones que se pueden dar a cualquier esquema que pretenda hacer una clasificación del conocimiento". La vida de Dewey nos muestra a una persona receptiva a ese mundo deforme al que nos enfrentamos a diario. Su candor es insuperable, yo creo. Por la medida de los retos a los que se enfrenta, uno puede conocer la grandeza de un pensamiento. Dewey se animó a ordenar el mundo entero. Un cosmos sin orden, caótico e indestructible. Y supo siempre que su esfuerzo estaba condenado al fracaso. Sin embargo, en el camino de esa cruzada clasificatoria ridícula, nos ha dejado a los bibliotecarios, nada menos, que una forma sencilla para hacer que un lector se encuentre con un libro.

Gabriel Graves
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2011
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Bibliotecas: El Imperio, por Gabriel Graves


Sabemos que, en Atenas, bajo el gobierno de Pisístrato se creó una especie de biblioteca pública. Tras la batalla de Salamina, Jerjes la habría trasladado a Persia. Más tarde, Seleuco Nicator rey de Siria, la habría devuelto a su lugar de origen. Otras bibliotecas notables de la antigüedad fueron las de la Academia de Platón y la del Liceo de Aristóteles, dedicadas a la investigación. De ninguno de estos prestigiosos antecedentes trata este artículo. Preferimos hablar hoy de la más importante biblioteca jamás creada, del non plus ultra bibliotecológico, vamos a hablar de la Alexandrina.

    Se atribuye su creación a la dinastía de los Ptolomeos. Ptolomeo I fue un sátrapa, nombre persa que refiere al virrey de una provincia bajo administración central, que recibió la ciudad de Alejandría tras la sorpresiva muerte de Alejandro. Sus obras y las de su hijo, Ptolomeo II, transformaron su ciudad en una de las más cosmopolitas y grandiosas de la época. Entre sus principales atractivos estaban, sin dudas, el Mouseion y la Biblioteca.
    El Mouseion (casa de las Musas) habría sido sugerido a Ptolomeo I por Demetrio de Falero. Seguía el modelo de la Academia y el Liceo. Era prácticamente una institución religiosa (modelo implementado por muchos filósofos antiguos) encabezada por un sacerdote, en la que vivían intelectuales que tenían casa, comida y exención de impuestos. Pronto se ganó una justificada fama internacional que atrajo a las grandes mentes de la época. El rey tenía amplia influencia en los estudios que los eruditos realizaban allí y podía tomar medidas drásticas contra quienes se alejaban de sus intereses. Sótades de Maronea fue encarcelado y ejecutado por haber tenido la mala idea de difundir sátiras sobre el matrimonio de Ptolomeo II con su hermana Arsinoe. Zoilo de Anfípolis, decía que Homero abusaba de la invención en su obra. Fue llamado Homeromastix (azote de Homero). Su falta puede parecernos leve, no así su condena: lo privaron de todo medio de subsistencia y murió en Alejandría.
    La Biblioteca Real Alexandrina habría sido fundada bajo el mismo reinado de los Ptolomeos (aquí las fuentes discuten si se trata del I o el II, personalmente me inclino por la primera opción), también como idea de Demetrio. Era el complemento necesario para los estudios del Mouseion: una biblioteca destinada a ser nada menos que universal. Tras cincuenta años de actividad, la cantidad de volúmenes hizo necesario abrir un anexo. Una carta del contemporáneo griego Aristeas nos da idea de su impresionante desarrollo: “Demetrio de Falero, encargado de la biblioteca real de Alejandría, recibía sumas importantes para reunir, en lo posible, todos los libros del mundo. Un día, el rey Ptolomeo le preguntó en mi presencia cuántos volúmenes contenía la biblioteca, Demetrio contestó: “Más de doscientos mil, ¡oh, mi rey!, y haré lo posible para conseguir los que faltan todavía para llegar a quinientos mil”. El cargo específico de “Encargado de la Biblioteca Real” demuestra que, aunque complementarias, Biblioteca y Mouseion eran instituciones independientes.
    Los Ptolomeos dedicaron un esfuerzo extraordinario para conseguir documentos. La compra y la transcripción estaban a la orden del día. Se cuenta que todo barco que fondeaba Alejandría era confiscado y, si se encontraba algún libro, se enviaba a la Biblioteca, devolviéndole al propietario copias o indemnizándolo. Los manuscritos originales de Esquilo, Sófocles y Eurípides habrían sido sacados de los archivos de Atenas bajo la impresionante fianza de quince talentos para ser copiados. Los Ptolomeos retuvieron los originales y devolvieron las copias, renunciando a la fianza. Allí tuvo lugar la obra más valiosa de toda la historia de las traducciones, la mítica “Biblia de los 70”, traducida al griego por 72 sabios en 72 jornadas. Incluso las religiones orientales tenían lugar, habría habido volúmenes de budismo y de la religión mazdea persa entre otros.
    Sería largo enumerar todos los avances en artes y ciencias que se consiguieron desde esta Biblioteca. Me detendré apenas en un ejemplo. En la lista comprobable de personajes que ostentaron el cargo de Bibliotecario de la Alexandrina figura Eratóstenes de Cirene. Su actividad intelectual se desplegó en campos como la poesía, la filosofía, la crítica literaria, la astronomía, las matemáticas, la cronología científica y otros. Sus avances más destacados se dieron en geografía. Eratóstenes leyó que en Siena los objetos no proyectaban sombra el día del solsticio y “la luz alumbraba el fondo de los pozos”. Experimentos motivados por esta referencia aislada tomada de la Alexandrina le permitieron medir la circunferencia de la tierra en 39.614,4 km. El error es inferior al 1%. Con el conocimiento que supo custodiar, definió los límites del mundo. Este, creo, es el mejor ejemplo de la potencialidad de la Alexandrina. Eratóstenes denunció también el querer dividir a la humanidad en dos grupos: griegos y no griegos. Criticó a Aristóteles y a Isócrates por haber aconsejado a Alejandro que tratase a los primeros como amigos y a los otros como enemigos, y alabó el caso omiso que el gran conquistador hizo de ellos. Fiel a los principios de la ética estoica, Eratóstenes, que supo medir el mundo, nos llama a clasificar a los seres humanos sólo en función de los criterios de vicio y virtud.
    Tres veces se habría quemado la Alexandrina. El primer incendio se atribuye a un error de Julio César en el año 47 a.C. César quería destruir la flota de Ptolomeo XIII, pero el incendio –que César justifica mucho como necesidad militar y explica poco en sus consecuencias a lo largo de su Guerra de Alejandría- se habría propagado hasta hacer arder, según Séneca, 40000 volúmenes. Plutarco es más terminante: “Cuando el enemigo trató de separarlo de su flota, César se vio obligado a repeler el peligro recurriendo al fuego, que se extendió desde los astilleros y destruyó la “Gran Biblioteca”. Aulo Celio menciona que 700000 volúmenes “se quemaron totalmente durante el saqueo de la ciudad (…) no intencionalmente o por orden de nadie, sino accidentalmente por las tropas auxiliares”. El Serapeum, la principal filial de la Biblioteca y el propio Mouseion sobrevivieron. Marco Antonio regaló a Cleopatra 200.00 volúmenes procedentes de la Biblioteca de Pérgamo a modo de indemnización. Hasta el siglo III se continuó con una lenta reconstrucción de la tradición erudita alejandrina. A partir de entonces, se cruzan historias de masacres y persecuciones que hacen huir a los sabios.
    Cuando el Cristianismo se hizo religión oficial del Imperio, el carácter sagrado de los templos se vio amenazado. El emperador Teodosio lanzó una campaña general contra el paganismo y los templos. El obispo de Alejandría, Teófilo, consiguió la aprobación imperial para transformar el templo de Dionisio en una iglesia. Los habitantes paganos, angustiados, buscaron refugio en el Serapeum. Con una horda de fanáticos cristianos y un decreto, Teófilo destruyo el Serapeum en el año 391 para construir allí una iglesia. El historiador Ammianus Marcellinus entendió la relación entre la decadencia de todo el imperio y la de sus bibliotecas. Su testimonio del año 378 d.C. es una frase de infinita tristeza: “Las bibliotecas se cierran por doquier, como tumbas”.
    En el siglo V, Alejandría volvió a ser centro de un movimiento intelectual esta vez basado en el Cristianismo. No hay una referencia explícita a una nueva Alexandrina en sentido estricto hasta el siglo XIII en el que aparecen relatos de su quema bajo la dominación árabe. Es poco verosímil la existencia de esta tercera Alexandrina, aunque el mito que la rodea es de los más atractivos. Cuenta la leyenda que en el siglo VI d.C., el califa Omar I, primo de Mahoma, habría pronunciado la sentencia de muerte a la summa del saber: “si todos estos libros están de acuerdo con el Corán, basta el Corán, quémenlos; si no están de acuerdo con el Corán, son peligrosos (otra traducción posible: son inútiles), quémenlos igual”. La Historia de los Sabios de Ibn Al-Qifti nos dice que los volúmenes de la Alexandrina sirvieron para calefaccionar durante seis meses los baños de la ciudad.
    De haber sido cierto este inverosímil relato, las decisiones de Omar I no serían un hecho sin precedentes. El conocimiento universal esconde un germen destructivo, terminaría por ser enemigo del imperio al que dice servir porque deja en el archivo sus facetas más terribles. Lo supo en el año 213 a. C. el emperador chino Ts’in Shircanghi, que ordenó quemar todas las bibliotecas a fin de hacer desaparecer los escritos que criticaban su gestión. Lo supo, en el 200 a.C., su sucesor, el emperador Chi Huang Ti que ordenó la quema de los Anales y otras obras de Confucio. Lo supo Platón cuando censuraba pasajes de la Odisea por considerarlos perniciosos y mala influencia para los jóvenes. La historia de la biblioclastia ofrece muchos ejemplos en este sentido. Afortunadamente, acabar con todo el conocimiento parece ser una quimera tan grande como querer acumularlo.
    Acumular y aniquilar son dos impulsos de cualquier imperio. La Alexandrina es la biblioteca de la mentalidad imperial, marca el paso desde una concepción regional del saber hacia una universal. La mueve el impulso de creer que se puede conquistar todo y se puede saber todo. El Universo entra en una Biblioteca y esa Biblioteca es la medida del Mundo. Por eso, me permito sugerir que no son los intentos de revivir la mítica Biblioteca los que mejor continúan su legado. La Alexandrina está donde esté el Imperio. Hoy por hoy, la Library of Congress (LOC) de los Estados Unidos es su mejor equivalente.
    La LOC es, de facto, la biblioteca nacional de los EEUU y la más grande del mundo. Tiene 243 millones de registros bibliográficos, 1761 millones de ítems en 470 idiomas y hay 72000 bibliotecas de 170 países afiliadas a ella que se nutren de su trabajo. Si uno quiere ver cómo funciona un imperio, puede divertirse buceando en sus catálogos. Hagamos una comparación: hoy es 16 de noviembre de 2011 y busco Cucurto en el catálogo en línea de la Biblioteca Nacional Argentina. Obtengo 6 resultados. Buscamos Cucurto en la LOC y obtenemos 12. Convengamos que Washington Cucurto es más leído, reconocido, estudiado y analizado en Argentina que en los Estados Unidos. Y, sin embargo, el imperio dobla la cantidad de ejemplares de Cucurto. ¿Qué representa para EEUU la obra de Cucurto? No creo que mucho, al menos por ahora. Sin embargo, acumulan. No hay un Eratóstenes que mida el universo pero sí hay un instinto que manda al imperio armar bibliotecas monstruosas. Demasiado grande, quizás. La LOC ha tirado la toalla, ha pedido casi expresamente en el 2008 dejar de ser la Biblioteca Alfa del mundo, pero el mundo no ha hecho caso. No podemos soportar que el Imperio delegue esta función. Si la delega, debe delegar también su imperio. Perdida en su grandeza, la LOC ha cerrado hace poco un trato con Twitter para resguardar todos los tweets producidos. Decenas de millones de mensajes de 140 caracteres van a parar todos los días a la LOC para ser archivados. Matt Raymond, Director de Comunicaciones de la LOC, nos dice “uno alucina al pensar qué podremos aprender de nosotros mismos y del mundo con la riqueza de estos datos. Estoy seguro de que aprenderemos cosas que ninguno de nosotros puede siquiera concebir”.
    Ese llamado a explorar un mundo desconocido es el llamado de la Biblioteca. Saber para conquistar y conquistar para saber. Tal la tentativa de Alejandro a quien se le apareció Homero en sueños y le recitó unos versos de la Odisea que inspiraron la ciudad que llevaría su nombre, la más duradera de sus fundaciones y el mejor puerto de Egipto al día de hoy. La poesía siempre ha inspirado al hombre a sus más grandes empresas, entre ellas el ideal hermoso y absurdo de medir y construir el Universo en el que vive. “Homero –nos dijo Alejandro – además de poseer otras magníficas cualidades, era un espléndido arquitecto”.

Gabriel Graves (Buenos Aires)

Bibliografía


El-Abbadi, Mustafá. La Antigua biblioteca de Alejandría : vida y destino. [s.l.] : UNESCO, 1994.
Millares Carlo, Agustín. Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas. México : FCE, 1975.
Nep, Víctor. Historia gráfica del libro y de la imprenta. Buenos Aires: V. Lerú, 1977.

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El bibliómano De Ángelis, por Gabriel Graves


Buenos Aires, 1829. Una fantasía empieza a crecer en la cabeza de Pedro de Angelis: hay que irse. Huir de la Argentina. Volver. Volver a Europa, a París o a donde sea, pero lejos. Cualquier lugar donde sepan apreciar sus talentos. Un lugar en el que reconozcan su facilidad para los idiomas, su conocimiento jurídico, filosófico, político, cartográfico, todas virtudes que lo habían hecho preceptor de los hijos del rey Murat en su Nápoles natal.
   Marcharse de este país y sus promesas que insisten en no cumplirse. El Presidente en persona le había pedido que viniese para redactar dos periódicos que atacasen al sistema federal y defendiesen al gobierno. De Angelis lo hizo, pero El Conciliador no llegó al segundo número y La crónica política y literaria de Buenos Aires se cerró con el gobierno de Rivadavia. Ese Rivadavia que le había asegurado que en La Rioja las mujeres levantaban pepitas de oro en sus delantales al caminar. Ninguno de los sucesores del Presidente le reconoció los contratos firmados. De Angelis soñaba con irse. Se las había tenido que ingeniar para subsistir. Habría adaptado y firmado como propios libros traídos de Francia. Creó escuelas lancasterianas o, algo inédito, colegios para señoritas. Todo había fracasado y el napolitano, que había obtenido la ciudadanía argentina, fantaseaba con cambiar de aire y olvidar este mal paso. No era joven, ya frisaba los 45 y quizás le costaría reubicarse en alguna corte, pero confiaba en su talento. Quizás vender algunos libros y conseguir el pasaje. Sin embargo, hay algo que lo ancla a esta tierra, una fuerza insuperable contra la que De Angelis lucha y pierde una y otra vez: su biblioteca.
   Ni bien llegó a Buenos Aires, De Angelis empezó a confeccionar “el más extraordinario conjunto de libros americanos” que nadie haya juntado jamás. Estaba armando el monumento definitivo que sentaría las bases historiográficas del país. Necesitaba más documentos y esos documentos no podría conseguirlos en ningún otro lado. Así, tenía que irse y tenía que quedarse, De Angelis es un hombre desgarrado por ambas pasiones. Su sino quiso que Juan Manuel de Rosas, recientemente electo gobernador de Buenos Aires con facultades extraordinarias, viera en él a la persona indicada para hacer las veces de intelectual orgánico de su proyecto. Para 1830, De Angelis inicia el fértil género biográfico en la Argentina al escribir su Ensayo histórico sobre la vida del Exmo. Sr. D. Juan Manuel de Rosas. A partir de entonces, la suerte de Rosas y la de De Angelis estuvieron ligadas. Y así, De Angelis que había venido para ser unitario, hizo uso de su “inteligencia despierta y flexibilidad de convicciones” para defender el federalismo.
   Durante el bloqueo anglo-francés, la prensa europea atacaba a Rosas a diario. Hasta Dumas escribió panfletos contra él y se refirió a Montevideo como “la nueva Troya”. En el extranjero, Rosas tenía periódicos que lo defendían de la publicidad adversa de sus enemigos: O Americano, de Río de Janeiro, los norteamericanos The New York Herald of Comerse y The New York Sun, los ingleses The Morning Chronicle y Daily News así como los franceses Le Courrier du Hâvre y, en particular, La Presse de París condenaban la intervención anglo-francesa. Sin embargo, en el Río de la Plata, Rosas tenía menos defensores. Los exiliados argentinos de la generación del 37 fustigaban las imprentas montevideanas con propaganda antirosista subvencionada por capitales europeos. ¿Quién podía enfrentarse a toda esa generación brillante para compensar un poco la balanza en el terreno de las ideas? Rosas y De Angelis fueron el contrapeso para todos los ataques. Confeccionaron un periódico trilingüe (español-francés-inglés) para propagar la postura argentina ante el bloqueo anglofrancés: el Archivo americano y espíritu de la prensa del mundo. Las notas y sus traducciones estaban a cargo de De Angelis, con el aliento de Rosas en la nuca, que pasaba del halago al insulto con pasmosa facilidad. Cuenta Mansilla haber escuchado decir a De Angelis que Rosas lo “dominaba sin que le temiera”. El gobernador corregía todo los escritos, prestando atención no sólo al contenido sino también, incluso, a cuestiones de tipografía. De Angelis seguía fantaseando con su huida cada vez más, acicate que le permitía escribir en condiciones humillantes. Así como se acrecentaba su fantasía, también se acrecentaba su biblioteca. Deshacerse de la biblioteca y huir, esa parece ser la solución al dilema. Decirlo es fácil. ¿Cómo separarse de todo eso? ¿Cómo renunciar a ese raro consuelo que otorga el recorrer los volúmenes, los documentos, toda una historia, toda su vida? La biblioteca, libros y documentos que le hablan a él, al primer hombre que supo apreciarlos y atesorarlos. Quizás uno de los pocos descansos en esta vida agotadora de no poder parar de escribir, escribirlo todo, darle forma a un país en tres idiomas para que se entienda aquí y en Europa.
   Para acumular libros, De Angelis apeló a todo. A la compra, al contacto directo con libreros europeos, al trueque… si hasta con Echeverría, que polemizaría con él usando el mote de “archivero” como insulto, había cambiado libros por documentos. Y, todo parece indicarlo, también al robo. Por supuesto, cuesta probar concluyentemente que De Angelis haya robado documentos e inclusive Paula Ruggeri dice que la acusación es “casi con seguridad falsa”. Así y todo, resulta sospechoso que en el catálogo de su biblioteca hay documentos que corresponden al patrimonio de la Nación y que provienen de establecimientos en los que De Angelis tuvo libre acceso. En particular del Archivo General de la Provincia de Buenos Aires, institución que De Angelis gobernó a su antojo desempeñándose como “segundo archivero” de 1840 hasta 1852. Parece haber un consenso general en la época según el cual De Angelis robaba. Rivera Indarte lo ataca a menudo desde las páginas de El Nacional de Montevideo e inclusive en su increíble Es acción santa matar a Rosas retrató a Pedro de Angelis como uno de los apologistas del tirano “manchados por el robo y los vicios más repugnantes”. De Angelis niega todo acto delictivo en el Archivo Americano (“si bastara inventar un cargo para infamar a un individuo, nadie podría conservar su honor, porque nadie puede alegar pruebas positivas para desmentir hechos imaginarios”) y establece el origen de sus documentos. A su vez, acusa a Indarte del mismo delito: “usted se hizo notable por sus hurtos, falsificaciones y atentados de toda clase. Por el robo de la corona de la Virgen, (…) tuvieron que echarle del Colegio. Por la sustracción de libros de nuestra biblioteca pública, los enemigos de la civilización le expulsaron de la Universidad, le prohibieron la entrada a la biblioteca y le enviaron a la cárcel”. No será el único cruce entre ambos.
   A partir de 1836, empezó a publicar su obra cumbre: la Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata. Esta colección no tuvo el éxito esperado y terminó vendiéndose por peso como papel para envolver. Hoy, los ejemplares existentes se cuentan con los dedos de las manos (“con pocos dedos” apunta Sabor). Sarmiento, quien supo ser también víctima de la pluma de De Angelis, reconocerá años después esta obra diciendo:"Es el monumento nacional más glorioso que pueda honrar a un Estado americano, y a De Angelis, que emprendió la publicación, le debe la República lo bastante como para perdonarle sus flaquezas". De Angelis había publicado las joyas de su biblioteca y no había sido comprendido. Tenía que irse. Deshacerse de la biblioteca e irse. Arma un catálogo con todas las obras, venderlo y huir. Su biblioteca no consigue compradores en la Argentina. Sólo se desprende de algunos volúmenes sueltos. Tardó una década en encontrar comprador de la totalidad. Urquiza mostró interés por legar los documentos a Entre Ríos, pero eso no se concretó. Había avanzado más con intentos de venderla a Brasil mediante acciones consulares. En 1846, De Angelis pide 6000 patacones de plata a Clemente José de Moura (“infimo preço” dice el representante de Brasil), pero esta negociación tampoco prospera. Finalmente, poco después de la caída de Rosas, Paulino José Soares de Souza, ministro de Relaciones Exteriores del Brasil, encabezó las negociaciones para comprar la Colección. En diciembre de 1853, De Angelis embarca en Montevideo hacia Brasil con su colección. Le pagan 8000 pesos, lo que lo desilusiona profundamente. Llegó a plantear la posibilidad de retirar la colección si no se le amplía la suma entregada. No se sabe si sus quejas prosperaron, algunos autores opinan que le pagaron 4000 patacones más, Mitre sugiere que la venta se hizo por diez mil pesos oro, aunque no parece ser una cifra con mucho fundamento. Sea como sea, el precio es bajo y De Angelis nunca se recuperará de esto. Había dejado allí su biblioteca. En carta a Andrés Lamas de 2 de julio de 1857, se queja “Yo no puedo conformarme con haber sido tratado como un librero por el gobierno del Brasil”.
   De Angelis, ya anciano, vendió las obras sueltas que le quedaban a vecinos del Río de la Plata. Quizás ya no fantaseaba con irse. Fue agotando su tesoro. En carta a José María Gutiérrez del 6 de enero de 1858 dice estar en la indigencia y le ruega por un libro: “Lo peor es que no tengo con qué entretenerme”. Luego menciona a Félix Frías y dice “tiene bastantes libros. ¿No podría auxiliarnos en nuestra miseria?”. Días después, envía a Gutiérrez “un catálogo de mi “finada biblioteca”, que he encontrado ayer revolviendo mis papeles. Guárdelo Ud. como recuerdo de mi grandeza pasada”. Sin embargo, el vicio de los libros nunca lo abandonó. Josefa Sabor refiere una carta a Gutiérrez del 30 de marzo de 1858 excusándose por no poder acompañarlo a un remate. Dice temer a las tentaciones. A renglón seguido le pide que le compre algunas cosas y le manifiesta sus deseos: alguna obra de derecho público, algún autor latino, por ejemplo un Horacio traducido al inglés, y que todo no supere los 400 o 500 pesos. Contrariamente a lo que ocurre con otras cartas de De Angelis, ésta no recurre al tono patético, pero es en su misma sencillez más lacerante que ninguna. Es el viejo amor que se mantiene más allá de todo tiempo, a pesar de las dificultades económicas, de los olvidos y los desengaños. Qué habrá sido de la pequeña colección que sin duda logró reunir en esos últimos años de pobreza y soledad.
   Bibliofilia y bibliomanía, caras opuestas y complementarias del amor a los libros. Un bibliófilo sabe de ediciones, de encuadernaciones, de gramajes de papel, de calidades de tinta, de tipografía y otras particularidades. Gusta del libro como objeto por continente y contenido. Distinto es el caso del bibliómano, reverso del adicto patológico. “Juntador de libros, como el avaro, juntador de oro” dice el diccionario de bibliotecología de Buonocore. El oro que Rivadavia había prometido a De Angelis no estaba en los delantales de las muchachas riojanas. Escuché alguna vez una formulación sobre las diferencias entre un bibliófilo y un bibliómano que resume bien la cuestión: el bibliófilo es amo y señor de sus libros. El bibliómano, su esclavo.
   El bibliómano Pedro Antonio Diego Enrique Estanislao de Angelis murió en Buenos Aires el 10 de febrero de 1859. Sus restos descansan en el cementerio de la Recoleta. Nunca dejó la Argentina.

Gabriel Graves
EdM, Buenos Aires, octubre de 2011

Bibliografía:

Sabor, Josefa Emilia. Pedro de Ángelis y los orígenes de la bibliografía argentina : ensayo bio-bibliográfico. Buenos Aires : Solar, 1995.
Ruggeri, Paula (comp.) Archivo americano y espíritu de la prensa del mundo : primera serie 1843-1847. Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2009.
Buonocore, Domingo. Diccionario de bibliotecología. Buenos Aires : Marymar, 1976.
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Theremin, por Gabriel Graves



Nos ha pasado a todos, a Theremin le pasó mejor. En ocasiones, al acercarnos o alejarnos de un aparato eléctrico en funcionamiento (una radio, por ejemplo), podemos sentir que el sonido producido por dicho aparato sufre una ligera distorsión. Saber que esto se produjo por un conflicto entre ondas al chocar campos magnéticos requiere haber sido iniciado en los misterios de la física. Pero se necesita más que eso, se necesita ser Leon Theremin (nacido en Rusia como Lev Sergeyevich Termen, luego afrancesado), para entender que en esa distorsión existe la posibilidad de hacer música.
    El theremin es eso: un instrumento musical consistente en una caja que contiene unos transistores a la que le salen dos antenas perpendiculares. Las antenas producen ondas, una controla el volumen y la otra el rango de notas. Con los dedos, uno toca el aire por el que viajan esas notas y regula volumen y sonido. Al tocar así, se escucha algo a mitad de camino entre el violoncello y la voz humana. En rigor, es oximorónico decir que alguien “toca” el theremin, en realidad nunca se toca nada, sólo el aire cargado de ondas. Primer instrumento eléctrico, pero eléctrico en verdad, lo único que hace que ese aire produzca sonidos es el choque de campos magnéticos.
    Lo primero que casi siempre hace una persona que adquiere un theremin es pasar los dedos al azar por la superficie de ondas. Esto produce una especie de lamento de ultratumba que llegó a tener amplia aceptación en el cine de clase b. Pero el thereminista que tenga paciencia y aptitudes, puede realmente hacer música con él. Hay instrumentos que encuentran su intérprete y ese intérprete los redefine. No se sabía todo lo que tenía adentro una guitarra hasta que la agarró Hendrix, después de él la guitarra es otra cosa. Existen, sin dudas, más y mejores ejemplos que al lector se le ocurrirán. Con el theremin no hay polémica. La máxima exponente de la dignidad y potencial del instrumento es Clara Rockmore.
    Clara nació en Lituania, a los cuatro años sus extraordinarias aptitudes la llevaron a tocar el violín en el Conservatorio Imperial de San Petesburgo. Debido a problemas en sus huesos por una deficiente nutrición en los primeros años, abandonó el violín a los diecinueve y llegó al theremin para convertirse en la primera virtuosa ejecutante del instrumento. Trabajó junto a Leon Theremin: perfeccionaron el instrumento, arreglaron fallas que tenía en su versión original y lograron que produzca sonidos más limpios. Las charlas que dieron lugar a este perfeccionamiento deben haber sido impresionantes, apenas podemos concebir la discusión de dos mentes privilegiadas sobre cómo tocar el aire de forma más armónica (existen cartas que recuperan algo de esto).
    Robert Moog, un pionero de la música electrónica que de niño se había maravillado con el theremin se encargó de hacer versiones hogareñas del aparato. Maurice Martenot creó también un instrumento hacia 1928 que reproducía los principios del theremin: las “Ondes Martenot”. Einstein le mostró a Theremin sus intentos por ejecutar su instrumento, los que el ruso consideró bastante limitados. Lenin parecía tener mejores aptitudes. A pesar de estos importantes desarrollos y ejecutantes, hitos en la historia del theremin, el instrumento cayó en el olvido mientras Leon Theremin era secuestrado por la KGB para pasar la mayor parte de su vida haciendo escuchas telefónicas (también hizo avances en el campo del espionaje; ay, la decadencia de los espías, antes uno tenía la dicha de poder ser investigado por Leon Theremin y hoy…).
    Recién en 1994, un documental puso de vuelta al theremin en el mundo de la música, el interesantísimo Theremin: an electronic odyssey de Steven M. Martin, que captura las últimas entrevistas realizadas a Leon Theremin, ya muy deteriorado, quien tiene un conmovedor reencuentro con Clara Rockmore. Esto creó cierto interés por el instrumento y motivó a Clara a realizar un breve Método para Theremin. Allí pueden leerse consejos dedicados al futuro ejecutante que bordan lo zen: “para manejar el aire no necesitas martillos”, “piensa en tus dedos como si fueran delicadas alas de mariposa”, etc. El método de Clara recomienda, claro, el estudio. Hay que saber leer música, tener alguna clase de piano y, en lo posible, ser violinista. Porque “no se puede señalar un punto en el aire y decir: aquí está el Do central”.
    Sin embargo, cuando uno la ve, eso es lo que Clara hace. Cierra los ojos, pone sus dedos en un punto del aire y ahí está el Do. Es un misterio quién le dicta a Clara dónde está cada nota, hasta dónde tiene que subir su mano izquierda y los extraños movimientos que deben hacer los dedos de su mano derecha para producir melodías bellísimas. Un epígrafe del Método de Clara es aleccionador, pertenece a Max Rudolph: “no son los instrumentos los que producen música, son las personas”. Clara dibujó en el aire sus oraciones silenciosas, hizo chocar su campo magnético y el del theremin y nos volvió a todos los que la hemos visto un poco más creyentes. Al verla apreciamos a alguien que, sin necesidad de ver ni tocar nada, sabe justamente dónde el universo guarda la música.

Gabriel Graves
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