Hace años, creía yo que entre Borges y Juan Filloy se disputaba el cetro al mejor escritor argentino del siglo XX. Hoy he leído un poco más, considero tontos estos rankings y puedo ampliar el espectro. Esto no quita que Filloy siga siendo de mis escritores favoritos y, de forzarme a elegir un podio, suelo incluirlo. Un poco por fetiche y otro poco por su obra. Para el Diccionario de autores latinoamericanos de César Aira, la prosa de Filloy tiene un “acartonado matiz de extrañeza”, posible defecto que me parece una de sus mayores virtudes. Recuerdo haber visto en un documental una entrevista a Filloy en la que decía algo así (la cita que voy a hacer proviene de mi memoria, es indigna desde donde la piensen y no debe ser tomada como palabra de Filloy): “Yo no escribo para ahora sino para el tiempo”. La idea filloyana parece indicar que el tiempo le va a decir si su obra vale la pena. Este método parece estar funcionando y la obra del cordobés le está doblando la muñeca al tiempo. Todavía pronto para decirlo (Filloy murió en el 2000), hoy lo editan más que nunca y el puñado de obras que los coleccionistas podíamos jactarnos de poseer se han vuelto asequibles en cualquier librería. Pensaba en esto, en este apuntar al tiempo, a lo más alto, a lo más inevitable, como método de pasar a la posteridad. No lo pensaba tanto por Filloy, lo pensaba porque el mes pasado murió Josefa Sabor.
Josefa Emilia Sabor, Pepita o Pepa para los confianzudos (yo no he tenido la suerte de tratarla y siempre me parece un poco excesiva la confianza que se toman los que llaman a la gente por sus apodos, por caso, los que le dicen “Gabo” a García Márquez), ha muerto el 12 de enero de 2012. Y, creo yo, con otro método, ha conseguido también su pase a la posteridad. Sabor es la bandera de todos los bibliotecarios argentinos. A diferencia de otros nombres prestigiosos, Josefa es del palo. Gallega, nacida en Pontevedra en 1916, vino a la Argentina en 1918. Se recibió de maestra normal nacional y luego en la UBA como Profesora de Historia y Bibliotecaria. Pasó años detrás del mostrador de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, “pasando libros”, lo que constituyó un núcleo fuerte en su aprendizaje. Quizás allí se dio cuenta de que, en el mundo de la bibliotecología argentina, todo estaba por hacerse. Formó parte de la llamada Generación del 40 que tomó los parámetros angloamericanos para modernizar la profesión. Escaló todas las posiciones profesionales a que puede aspirarse en el país. Fue una de las primeras docentes de la Escuela de Bibliotecología del Museo Social Argentino y dirigió su Biblioteca. Organizó la Escuela Nacional de Bibliotecarios de la Biblioteca Nacional. En 1955, reorganizó la Biblioteca Central de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que se convirtió en uno de los centros más activos de irradiación profesional. El mismo año, se puso al frente de la Escuela de Bibliotecarios de la UBA, tras la gestión de José Antonio Güemes. Sus informes con respecto al estado de la carrera fueron lapidarios: "A causa del abandono en que ha estado en los últimos tiempos la carrera y de la aplicación de un plan inadecuado e insuficiente, se ha anulado al que puede llegar a ser el mejor centro de formación bibliotecaria de nuestro país (...) lo que es peor, la molicie y la rutina han limitado el espíritu de lucha". Cuando las escuelas de bibliotecarios dependen de universidades, "se opina a menudo que son carreras sin importancia, que se mantienen por la obstinación o la extravagancia de quienes las dirigen, los cuales terminan por abandonar, desalentados, una lucha sin esperanza. Un alumnado siempre poco numeroso completa un círculo, en el que poco se percibe porque poco se da y donde otros pierden el interés de entregar lo que saben porque no hay quien desee recogerlo". El cambio se hizo notar con fuerzas. La matrícula subió a 33 alumnos (en el trienio 1947-49, sólo habían habido 26), Josefa presentó un nuevo plan, aprobado en el 59, que dio jerarquía universitaria al título. Consiguió también cambiar el nombre de los estudios, de Bibliotecología a Ciencias de la Información. Fue profesora en distintas cátedras, becaria por el CONICET, por la UNESCO, por la OEI, estudió Documentación en España, Francia, Italia, Alemania occidental, Brasil y un largo etcétera. Se retiró de la docencia en 1980, dedicándose a la investigación. Allí pudo escribir su obra magna, el Pedro de Angelis y los orígenes de la bibliografía argentina, libro merecedor del primer premio de la Academia Nacional de Historia.
Un último episodio de su vida bibliotecaria ha circulado por las listas de correos de La profesión, rescatado por la Bibliotecaria Nacional Alicia Rodas. Era costumbre de Josefa y su hermana, ya retiradas, invitar a tomar el té a los colegas que se acercaban a ella: le contó que en una biblioteca universitaria (de cuyo nombre no quiso acordarse), consultó por un libro. Por toda respuesta, le dijeron que se fije en la computadora. Josefa agradeció y se fue, desilusionada. Nunca se acercó a las nuevas tecnologías. Alicia deja una coda que nos invita a la reflexión: “Quiero dejar esta anécdota para reflexión de todos. Nunca un usuario de biblioteca debería dejarse ir sin haber agotado los medios a nuestro alcance para brindarle respuesta adecuada. Y que le ocurriera a Pepita Sabor, ya anciana pero siempre clara y profunda en su pensamiento y acciones. ¡Qué dolor! Hoy vuelve a dolerme como le dolía a ella cuando me lo refirió”.
Para los bibliotecarios argentinos, el libro más relevante que hizo Josefa fue su Manual de fuentes de información, que alcanzó tres ediciones y miles de fotocopias. Quizás este sea el gran legado de Sabor a la bibliotecología argentina y latinoamericana. Un manual. El libro más simple que se puede imaginar, un documento pensado para ser superado. Josefa dice confiar “no tanto en que este libro sea útil por sí mismo, cuanto en que pueda despertar en quienes lo consultan inquietud e interés por los estudios sobre referencia, tan poco conocidos en nuestro medio y que, estimulados por esta obra, otros colegas se decidan a reunir su experiencia para que pronto podamos disponer de un tratado general sobre referencia y un manual sobre técnicas de la tarea, que son tan necesarios a los bibliotecarios de lengua española”. Allí está la trascendencia de Josefa: en el trabajo hacia las bases. Apuntar no hacia el tiempo, sólo hacia lo más inmediato. Las fuentes, las obras de referencia, enciclopedias, diccionarios, anuarios, biografías y bibliografías están destinadas a la búsqueda de otra información, son obras que van más allá de sí mismas. Lo que Josefa buscó toda su vida fue orientar las búsquedas para los que estamos destinados a facilitar la información en estas latitudes y, creo, lo logró en grado sumo. Así, todos los que practicamos la bibliotecología en Argentina y Latinoamérica nos hemos quedado un poco huérfanos. Queda el llamado que nos hizo a seguir trabajando, a colaborar con nuestras experiencias a los bibliotecarios por venir, a trabajar en lo inmediato para llegar al tiempo, a seguir buscando dónde y cómo encontrar respuestas.
Gabriel Graves
Buenos Aires, EdM, febrero 2012
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