Buenos Aires, 1829. Una fantasía empieza a crecer en la cabeza de Pedro de Angelis: hay que irse. Huir de la Argentina. Volver. Volver a Europa, a París o a donde sea, pero lejos. Cualquier lugar donde sepan apreciar sus talentos. Un lugar en el que reconozcan su facilidad para los idiomas, su conocimiento jurídico, filosófico, político, cartográfico, todas virtudes que lo habían hecho preceptor de los hijos del rey Murat en su Nápoles natal.
Marcharse de este país y sus promesas que insisten en no cumplirse. El Presidente en persona le había pedido que viniese para redactar dos periódicos que atacasen al sistema federal y defendiesen al gobierno. De Angelis lo hizo, pero El Conciliador no llegó al segundo número y La crónica política y literaria de Buenos Aires se cerró con el gobierno de Rivadavia. Ese Rivadavia que le había asegurado que en La Rioja las mujeres levantaban pepitas de oro en sus delantales al caminar. Ninguno de los sucesores del Presidente le reconoció los contratos firmados. De Angelis soñaba con irse. Se las había tenido que ingeniar para subsistir. Habría adaptado y firmado como propios libros traídos de Francia. Creó escuelas lancasterianas o, algo inédito, colegios para señoritas. Todo había fracasado y el napolitano, que había obtenido la ciudadanía argentina, fantaseaba con cambiar de aire y olvidar este mal paso. No era joven, ya frisaba los 45 y quizás le costaría reubicarse en alguna corte, pero confiaba en su talento. Quizás vender algunos libros y conseguir el pasaje. Sin embargo, hay algo que lo ancla a esta tierra, una fuerza insuperable contra la que De Angelis lucha y pierde una y otra vez: su biblioteca.
Ni bien llegó a Buenos Aires, De Angelis empezó a confeccionar “el más extraordinario conjunto de libros americanos” que nadie haya juntado jamás. Estaba armando el monumento definitivo que sentaría las bases historiográficas del país. Necesitaba más documentos y esos documentos no podría conseguirlos en ningún otro lado. Así, tenía que irse y tenía que quedarse, De Angelis es un hombre desgarrado por ambas pasiones. Su sino quiso que Juan Manuel de Rosas, recientemente electo gobernador de Buenos Aires con facultades extraordinarias, viera en él a la persona indicada para hacer las veces de intelectual orgánico de su proyecto. Para 1830, De Angelis inicia el fértil género biográfico en la Argentina al escribir su Ensayo histórico sobre la vida del Exmo. Sr. D. Juan Manuel de Rosas. A partir de entonces, la suerte de Rosas y la de De Angelis estuvieron ligadas. Y así, De Angelis que había venido para ser unitario, hizo uso de su “inteligencia despierta y flexibilidad de convicciones” para defender el federalismo.
Durante el bloqueo anglo-francés, la prensa europea atacaba a Rosas a diario. Hasta Dumas escribió panfletos contra él y se refirió a Montevideo como “la nueva Troya”. En el extranjero, Rosas tenía periódicos que lo defendían de la publicidad adversa de sus enemigos: O Americano, de Río de Janeiro, los norteamericanos The New York Herald of Comerse y The New York Sun, los ingleses The Morning Chronicle y Daily News así como los franceses Le Courrier du Hâvre y, en particular, La Presse de París condenaban la intervención anglo-francesa. Sin embargo, en el Río de la Plata, Rosas tenía menos defensores. Los exiliados argentinos de la generación del 37 fustigaban las imprentas montevideanas con propaganda antirosista subvencionada por capitales europeos. ¿Quién podía enfrentarse a toda esa generación brillante para compensar un poco la balanza en el terreno de las ideas? Rosas y De Angelis fueron el contrapeso para todos los ataques. Confeccionaron un periódico trilingüe (español-francés-inglés) para propagar la postura argentina ante el bloqueo anglofrancés: el Archivo americano y espíritu de la prensa del mundo. Las notas y sus traducciones estaban a cargo de De Angelis, con el aliento de Rosas en la nuca, que pasaba del halago al insulto con pasmosa facilidad. Cuenta Mansilla haber escuchado decir a De Angelis que Rosas lo “dominaba sin que le temiera”. El gobernador corregía todo los escritos, prestando atención no sólo al contenido sino también, incluso, a cuestiones de tipografía. De Angelis seguía fantaseando con su huida cada vez más, acicate que le permitía escribir en condiciones humillantes. Así como se acrecentaba su fantasía, también se acrecentaba su biblioteca. Deshacerse de la biblioteca y huir, esa parece ser la solución al dilema. Decirlo es fácil. ¿Cómo separarse de todo eso? ¿Cómo renunciar a ese raro consuelo que otorga el recorrer los volúmenes, los documentos, toda una historia, toda su vida? La biblioteca, libros y documentos que le hablan a él, al primer hombre que supo apreciarlos y atesorarlos. Quizás uno de los pocos descansos en esta vida agotadora de no poder parar de escribir, escribirlo todo, darle forma a un país en tres idiomas para que se entienda aquí y en Europa.
Para acumular libros, De Angelis apeló a todo. A la compra, al contacto directo con libreros europeos, al trueque… si hasta con Echeverría, que polemizaría con él usando el mote de “archivero” como insulto, había cambiado libros por documentos. Y, todo parece indicarlo, también al robo. Por supuesto, cuesta probar concluyentemente que De Angelis haya robado documentos e inclusive Paula Ruggeri dice que la acusación es “casi con seguridad falsa”. Así y todo, resulta sospechoso que en el catálogo de su biblioteca hay documentos que corresponden al patrimonio de la Nación y que provienen de establecimientos en los que De Angelis tuvo libre acceso. En particular del Archivo General de la Provincia de Buenos Aires, institución que De Angelis gobernó a su antojo desempeñándose como “segundo archivero” de 1840 hasta 1852. Parece haber un consenso general en la época según el cual De Angelis robaba. Rivera Indarte lo ataca a menudo desde las páginas de El Nacional de Montevideo e inclusive en su increíble Es acción santa matar a Rosas retrató a Pedro de Angelis como uno de los apologistas del tirano “manchados por el robo y los vicios más repugnantes”. De Angelis niega todo acto delictivo en el Archivo Americano (“si bastara inventar un cargo para infamar a un individuo, nadie podría conservar su honor, porque nadie puede alegar pruebas positivas para desmentir hechos imaginarios”) y establece el origen de sus documentos. A su vez, acusa a Indarte del mismo delito: “usted se hizo notable por sus hurtos, falsificaciones y atentados de toda clase. Por el robo de la corona de la Virgen, (…) tuvieron que echarle del Colegio. Por la sustracción de libros de nuestra biblioteca pública, los enemigos de la civilización le expulsaron de la Universidad, le prohibieron la entrada a la biblioteca y le enviaron a la cárcel”. No será el único cruce entre ambos.
A partir de 1836, empezó a publicar su obra cumbre: la Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata. Esta colección no tuvo el éxito esperado y terminó vendiéndose por peso como papel para envolver. Hoy, los ejemplares existentes se cuentan con los dedos de las manos (“con pocos dedos” apunta Sabor). Sarmiento, quien supo ser también víctima de la pluma de De Angelis, reconocerá años después esta obra diciendo:"Es el monumento nacional más glorioso que pueda honrar a un Estado americano, y a De Angelis, que emprendió la publicación, le debe la República lo bastante como para perdonarle sus flaquezas". De Angelis había publicado las joyas de su biblioteca y no había sido comprendido. Tenía que irse. Deshacerse de la biblioteca e irse. Arma un catálogo con todas las obras, venderlo y huir. Su biblioteca no consigue compradores en la Argentina. Sólo se desprende de algunos volúmenes sueltos. Tardó una década en encontrar comprador de la totalidad. Urquiza mostró interés por legar los documentos a Entre Ríos, pero eso no se concretó. Había avanzado más con intentos de venderla a Brasil mediante acciones consulares. En 1846, De Angelis pide 6000 patacones de plata a Clemente José de Moura (“infimo preço” dice el representante de Brasil), pero esta negociación tampoco prospera. Finalmente, poco después de la caída de Rosas, Paulino José Soares de Souza, ministro de Relaciones Exteriores del Brasil, encabezó las negociaciones para comprar la Colección. En diciembre de 1853, De Angelis embarca en Montevideo hacia Brasil con su colección. Le pagan 8000 pesos, lo que lo desilusiona profundamente. Llegó a plantear la posibilidad de retirar la colección si no se le amplía la suma entregada. No se sabe si sus quejas prosperaron, algunos autores opinan que le pagaron 4000 patacones más, Mitre sugiere que la venta se hizo por diez mil pesos oro, aunque no parece ser una cifra con mucho fundamento. Sea como sea, el precio es bajo y De Angelis nunca se recuperará de esto. Había dejado allí su biblioteca. En carta a Andrés Lamas de 2 de julio de 1857, se queja “Yo no puedo conformarme con haber sido tratado como un librero por el gobierno del Brasil”.
De Angelis, ya anciano, vendió las obras sueltas que le quedaban a vecinos del Río de la Plata. Quizás ya no fantaseaba con irse. Fue agotando su tesoro. En carta a José María Gutiérrez del 6 de enero de 1858 dice estar en la indigencia y le ruega por un libro: “Lo peor es que no tengo con qué entretenerme”. Luego menciona a Félix Frías y dice “tiene bastantes libros. ¿No podría auxiliarnos en nuestra miseria?”. Días después, envía a Gutiérrez “un catálogo de mi “finada biblioteca”, que he encontrado ayer revolviendo mis papeles. Guárdelo Ud. como recuerdo de mi grandeza pasada”. Sin embargo, el vicio de los libros nunca lo abandonó. Josefa Sabor refiere una carta a Gutiérrez del 30 de marzo de 1858 excusándose por no poder acompañarlo a un remate. Dice temer a las tentaciones. A renglón seguido le pide que le compre algunas cosas y le manifiesta sus deseos: alguna obra de derecho público, algún autor latino, por ejemplo un Horacio traducido al inglés, y que todo no supere los 400 o 500 pesos. Contrariamente a lo que ocurre con otras cartas de De Angelis, ésta no recurre al tono patético, pero es en su misma sencillez más lacerante que ninguna. Es el viejo amor que se mantiene más allá de todo tiempo, a pesar de las dificultades económicas, de los olvidos y los desengaños. Qué habrá sido de la pequeña colección que sin duda logró reunir en esos últimos años de pobreza y soledad.
Bibliofilia y bibliomanía, caras opuestas y complementarias del amor a los libros. Un bibliófilo sabe de ediciones, de encuadernaciones, de gramajes de papel, de calidades de tinta, de tipografía y otras particularidades. Gusta del libro como objeto por continente y contenido. Distinto es el caso del bibliómano, reverso del adicto patológico. “Juntador de libros, como el avaro, juntador de oro” dice el diccionario de bibliotecología de Buonocore. El oro que Rivadavia había prometido a De Angelis no estaba en los delantales de las muchachas riojanas. Escuché alguna vez una formulación sobre las diferencias entre un bibliófilo y un bibliómano que resume bien la cuestión: el bibliófilo es amo y señor de sus libros. El bibliómano, su esclavo.
El bibliómano Pedro Antonio Diego Enrique Estanislao de Angelis murió en Buenos Aires el 10 de febrero de 1859. Sus restos descansan en el cementerio de la Recoleta. Nunca dejó la Argentina.
Gabriel Graves
EdM, Buenos Aires, octubre de 2011
Bibliografía:
Sabor, Josefa Emilia. Pedro de Ángelis y los orígenes de la bibliografía argentina : ensayo bio-bibliográfico. Buenos Aires : Solar, 1995.
Ruggeri, Paula (comp.) Archivo americano y espíritu de la prensa del mundo : primera serie 1843-1847. Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2009.
Buonocore, Domingo. Diccionario de bibliotecología. Buenos Aires : Marymar, 1976.
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