Makoto Inoue, de 86 años, entra a la casa con las manos cubiertas de ceniza húmeda, una pasta gris y fría. Ni bien pasa por la puerta a la cocina se queda rígido, congelado, cara a cara con un niño que está parado en medio del ambiente. Un niño que nunca antes había visto. En la cocina que queda en el fondo de la casa, alejada de la calle o de las ventanas que dan a la calle, y sin aberturas directas al patio o al jardín. ¿Cómo entró? En la mano del muchachito queda suspendido un paquete de galletitas, como si flotara en el aire en la media luz, y un extremo del envoltorio que fue roto para abrirlo, ahora cae como una cinta colorida de su mano hacia el piso y los ennegrecidos pies descalzos del varón. Makoto sabe que está delante de un intruso, en efecto de EL intruso – el autor de aquellos pequeños ruidos que oía cada noche ya desde hacía semanas. Había pensado que se trataba de una rata, a pesar de ya tener claramente deducido que tendría que ser una rata de asombrosa astucia para poder evitar durante tanto tiempo las trampas y los venenos que Makoto le había ido poniendo. Siempre la comida tocada y el arsénico eludido. Aquí está mi rata, pensó el japonés.
El niño parecería menor de cinco años, por el aspecto escuálido que tiene; además trae a la mente la extrañísima impresión de ser un integrante de algún circo infantil. Viste un ropaje raro y colorido, bien de clown o acróbata, pero – razona el viejo al examinarlo – si fuera así, debió entonces ser un circo paupérrimo, hasta fracasado, pues el conjunto que alguna vez podría haber resultado entretenido (pantalón púrpura, remera naranja, chaleco rosa y sombrero conífero celeste-cielo-bonito) ahora sólo muestra una suciedad y un desgaste lastimosos. Makoto decide esconder el asombro y no poca admiración por la hazaña que ha logrado el chico al estar alimentándose desde hace semanas de esta manera, y en vez de amabilidad o misericordia, le dirige una mirada iracunda. Makoto sabe que su propio aspecto resulta extraño, pero de otro modo que el del niño, sino que directamente perturbador, así ha sido para la mayoría de los porteños, y no por primera vez le sacará provecho. En su estado debilitado el anciano no podrá correr detrás del chico si fuera a intentar escapársele. Además, y quizás sobre todo, ahora que lo tiene delante, quiere saber quién es y por qué es él, un niño, y no una zorrilla u otro roedor el que invade su casa de ese modo tan raro, tan perturbador, con ruiditos en la noche y sacando sólo pedacitos ínfimos de pan y galletitas, jamás presentándose o pasando por la puerta o dejando señal siquiera salvo por los huecos mínimos que dejan sus bocados. ¿Quién es y qué pretende?
Por su parte, el chico le devuelve la mirada al viejo delgado y harapiento como un espantapájaros. Lo observa con una expresión tan neutra y calma que parecería ser él el anfitrión y Makoto el huésped (invitado o no, querido o no). Tranquilo está, como si estuviera en todo su derecho de encontrarse allí, parado en la cocina con medio paquete de Mielitas en la mano. Se queda de pie, apenas mueve la lengua en la boca, saboreando o tragando o sacándose una partícula de avena de entre los dientes. Parece esperar simplemente que el otro comience una charla, dé diera un saludo, se excuse por entrar así de golpe en la cocina cálida del hogar.
Los ojos muy verdes y luminosos del chico desconciertan en el contraste con la tez aceitunada. Tiene los pelos parados sobre la cabeza, pelos gruesos y rígidos como alambrecitos; mucho pelo, negro como el carbón, y tan corto que debe de haber sido rapado hace poco. Antes de venir a fantasmear en la casa del ceramista Makoto.
El japonés aclara la garganta. Va a hablar, aunque no habla casi nunca el español. Piensa un instante más, repitiéndose la frase antes de enunciarla, para que no le salga mal y tenga que repetir que siempre es peor. Abre los labios, y exhalando dice: “¿Cuál es su nombre?” Suena así: “Cuaru esu su nomubureiu”. Y agrega “¿Eh?” que es fácil de pronunciar y que clarifica el gesto interrogatorio; el chico tendrá que responder a una pregunta, que adivine y responda no más.
De repente el niño sonríe, mostrando un resto de pasta de galletita sobre los dientes en un costado de la boca, que si no brilla con una blancura impresionante entre sus labios oscuros, casi violetas y secos. Empieza a mover la cabeza de un lado para el otro, sonriendo todavía, y sigue haciéndolo en un tempo regular, como si oyera una melodía secreta, una cadencia alegre, vivaz. Tarda pero al final pone voz al ritmo y dice (o canta): “Sí” y luego sale con “No” y luego “Sí-sí” y “No-no” al compás de la sostenida acción rítmica.
Makoto se pone irascible, ahora sí es invadido, ¿y encima burlado también? Reitera la pregunta pero el chico ya ahora va saltando a la izquierda, a la derecha, un paso así, otro paso asá, ida y vuelta, como una dínamo pendular o una marioneta loca. Entonces Makoto levanta la mano, le apunta con el dedo y truena en japonés que haga silencio. El niño queda asombrado y para, como si supiera que silencio en este caso abarca el movimiento también.
-¿Cuál es su nombre?
El niño murmura algo, Makoto pesca algo en ese sonido vago, y se lo dice ahora apuntándole con el dedo y con todo el brazo extendido, como quien fuera a imprimirle la identidad en la frente, la yerra para un animal a domesticar: “¡Ryu!”
-Raúl … --murmura de Nuevo.
-¡Ryu! ¿Por qué aquí?
-La lluvia no llega aquí dentro.-- De pronto se encuentra muy serio….y el japonés siente una leve sensación de duda o de vacilación en el pecho, no: es arrepentimiento.
-¿Su padre? ¿Su madre? ¿Dónde?
-No tengo. Sacude con la cabeza y Makoto hubiera esperado que esquivara la mirada pero no, el niño se queda mirándolo fijo, calmo, franco; el primero a bajar los ojos es el viejo, no el muchachito.
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EPILOGO: Ryu se quedará a vivir con el viejo japonés que todos piensan un pariente de la tintorera pero que es en realidad un ceramista, un escultor, un artesano de rakú: ya anciano y debilitado, le vino como anillo al dedo que le cayera en casa un joven ayudante. El niño ayuda con las tareas del taller a cambio de comida y refugio de la lluvia y los vientos fríos. Aún el chico no sabe – pero pronto lo sabrá – que el nombre Ryu significa “dragón”, y Makoto “palabra sincera”, pero del mensaje originario de aquel término “raúl” jamás sabrá nada, ni le importará, ni un pito, pito-pato, patín-patón / este lindo cuento / termina en un cartón.
Anna-Kazumi Stahl (Lousiana / New Orleans / Buenos Aires)
Ilustración: «Pinocho» de Guadalupe Marín Burgin
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