Y un día, un día cualquiera, un día que escribí, leí, hice trámites, llevé y traje a mis hijos del colegio, ese día, llegó una foto. En dos versiones: blanco y negro, y color. Una foto mía que yo no conocía. El correo no la explicaba, sólo mandaba saludos. A pesar de la sorpresa, o de la irrupción, no había dudas de que esa mujer que aparecía allí, en el archivo adjunto a mi correo, era yo. Esa era mi nariz, esas mis arrugas, esos los aros que siempre llevo puestos, esas las manchas de mi piel. Podía reconocer mi imagen pero no podía reconocer cuándo, ni cómo, ni dónde, ni quién. Averiguar quién era lo más sencillo: la mandaba Attilio Marasco, el fotógrafo que la había sacado. Esa era la única pista cierta por el momento, una pista suficiente para que el mecanismo de la memoria se pusiera en funcionamiento.
Le escribí. Busqué la forma de preguntarle con delicadeza, traté de que mi falta de memoria no lo ofendiera. “Son las fotos que te saqué cuando estuviste en Milán”, me respondió. Eso, dónde, aceleró el mecanismo del recuerdo. Milán hizo que algunas piezas del rompecabezas empezaran a acomodarse. Estuve en esa ciudad en el 2008, visitando amigos antes de ir a trabajar a Alemania. Mis amigos vivían en Brescia y fuimos a Milán a encontrarnos con un amigo de ellos, el fotógrafo Attilio Marasco. Attilio tampoco vivía en Milán y llegó al lugar del encuentro en bicicleta; en la mochila llevaba su cámara. Mis amigos y él estaban tristes, recordé eso mirando mi propia foto. Hablaban de un amigo en común que acabada de morir. Un amigo al que además de querer respetaban mucho, admiraban. El amigo muerto era escritor, poeta, y tenía una gran biblioteca repleta de libros incunables que quedaría para Attilio. Eso recordé, que el amigo muerto dejaba tras de sí una gran biblioteca. Y que mis amigos estaban tristes. Y que Attilio, el fotógrafo, que había llegado a Milán pedaleando su bicicleta, estaba más triste aún.
¿Y yo? En aquel día, ¿yo también estaba triste? La mirada en las dos fotos, banco y negro y color, observa algo con interés, algo tan borroso como lo que está delante de la cara. ¿Qué es eso que hay en la imagen delante de mí? ¿El marco de una ventana? ¿Cortinas? Revistas, eso eran. O eso creo recordar: una foto tomada detrás de revistas que cuelgan expuestas en un puesto de diarios. En Milán. Con mis amigos. Yo miro revistas en un puesto de diarios. Finjo mirar revistas; Attilio me pide que finja hacerlo mientras él toma sus fotografías. De pronto veo una revista de comics, antigua, que sé que le va a gustar a alguien que quedó en Buenos Aires y la compro, mientras un fotógrafo que está triste porque acaba de morir un amigo, trabaja.
Septiembre del 2008, no puedo evitarlo. Había dejado detrás una decisión, una duda, o muchas, irme un tiempo producía un alivio, pero el paso de los días confirmaba que de ese viaje quedaba cada vez menos y que volver implicaba enfrentar lo que había dejado en suspenso y resolverlo. Miro revistas, finjo mirar revistas, compro un comic, mientras pienso que pronto estaré en Buenos Aires otra vez.
Llegó una foto, en dos versiones: blanco y negro y color, un día, cualquier día, me la mandó alguien que yo no recordaba hasta que apareció su correo. Recibirla me obligó a recordar: quién la tomó, los amigos que me lo presentaron, su bicicleta, su amigo muerto, la biblioteca de su amigo muerto, el comic que compré para otro amigo, mis dudas, mi indecisión, el alivio de estar lejos, el regreso.
Escribir, encontrar las palabras para contar aquel día que recibí una foto que alguien tomó otro día, me obliga a recordar por segunda vez.
Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario