Paul De Marky fue pianista, compositor y maestro de pianistas. Nacido en Hungría, en 1924 se radicó en Canadá, adoptando esa nacionalidad en 1931. Fue también el maestro más influyente de Oscar Peterson, iniciando al joven prodigio canadiense en los secretos de la música europea de los siglos XIX y XX. Chopin, Rachmaninov, Ravel y Debussy, se combinaron en Peterson con Art Tatum, Teddy Wilson y Nat King Cole. Apasionadamente volcado al jazz, la música clásica no dejó sin embargo de estar presente en el repertorio de Peterson.
Una de los rasgos característicos de su estilo era su increíble velocidad sobre el teclado, adquirida en parte gracias a las técnicas de digitación rápida que le transmitió De Marky. Éste las había aprendido a su vez de István Thomán, su maestro en Hungría. Thomán, maestro de Béla Bartók, fue discípulo de Franz Liszt y uno de los principales difusores de su estilo por toda Europa. No sorprende entonces que Peterson, vía Thomán y De Marky, interpretase obras de Liszt. Tampoco que haya sentido la influencia del gran maestro decimonónico de la digitación rápida y la improvisación musical. Los arreglos de la Danza Húngara de Brahms incluidas en el cilindro de Edison de 1889 se oyen con bastante dificultad. No sucede lo mismo con la versión jazzeada que Peterson grabó en 1951 con el bajista Austin Roberts. La diferencia es que en esos sesenta y dos años que separan al cilindro de Brahms del disco de Peterson el público se multiplicó de una manera absolutamente inconcebible para un artista del siglo XIX.
De pasta primero y de vinilo después, el disco jugó un rol fundamental en ese proceso. Con él millones de personas pudieron oír y admirar toda clase de música, incluyendo, desde luego, a la “música clásica”, rótulo que designaba una heterogénea colección de música barroca, clásica, romántica y contemporánea. La admiración se hizo extensiva a músicos e intérpretes. Directores, solistas y cantantes pasaron a ser héroes, alcanzando por momentos un status similar al de los propios compositores. Por dar un ejemplo, Beethoven fue celebrado al mismo nivel que su intérprete estrella, Herbert von Karajan. Nacido en 1908, Karajan reunió en su persona al talentoso director de orquesta que era y al miembro del “jet-set” internacional acostumbrado a una vida confortable y muy costosa. Hojeando revistas como Time o Paris Match el lector se topaba con fotografías en las que se lo veía cómodamente instalado en su lujosa mansión, llevando una vida “sencilla y hogareña”. Los fanáticos del automovilismo seguramente lo envidiaban al verlo saltar ágilmente de su Mercedes Benz 300 SL o conducir, con casco y antiparras, su Porsche RSK Spyder a muy alta velocidad. También podían verlo al mando de su propio jet Falcon 10 o recorriendo el Mediterráneo a bordo del Helisara, su yate de 23 metros de eslora. Obsesionado por su imagen, Karajan ejercía un férreo control de las fotografías que se le tomaban y de las entrevistas que se publicaban. Consciente del papel clave de los discos para la difusión masiva de sus interpretaciones, nunca vaciló en recurrir personalmente a la tecnología para lograr el mejor sonido. Grabó más de trescientos, recurriendo a los más talentosos críticos, diseñadores y fotógrafos para elaborar estuches y textos. Su influencia en el sello Deutsche Grammophon no era un secreto para nadie y fue el indudable mandamás de varios eventos ligados a la música clásica, entre los que sobresalía el célebre Festival de Salzburgo, su ciudad natal. Realizó cerca de veinte filmes para televisión con sus conciertos. Buen conocedor de los mecanismos de la industria cultural, Karajan supo construir una imagen de director-estrella que lo caracterizó hasta el final de sus días. Eso sí, durante ese esfuerzo de construcción se las tuvo que ver con comprometedores ladrillos de su pasado, como lo eran su doble afiliación al partido nacionalsocialista en la década del treinta y el hecho de que su meteórico ascenso en esos mismos años a la dirección de la Opera del Estado y la Filarmónica de Berlín hubiese estado libre de obstáculos gracias al exilio de algunas de las mejores batutas alemanas de la época. Dirigió para Hitler y los más grandes jerarcas nazis, y dio conciertos en una Europa que vivía envuelta en la Noche y la Niebla. Supo contar con la protección de Hermann Goering y su agente era un oficial de las SS con llegada directa a Heinrich Himmler.
De haber sido contemporáneos, es muy probable que Liszt y Peterson se hubiesen entendido a las mil maravillas sentados frente a un piano. Mucho más difícil es imaginar al joven y triunfante Karajan de preguerra convocando a Peterson para tocar con la Filarmónica de Berlín. No es frecuente que la industria discográfica y el “jet-set” se detengan en esta clase de consideraciones. Sí lo hacen aquellos que no olvidan. Isaac Stern e Ytzhak Perlman, por dar dos ejemplos, nunca aceptaron compartir un concierto con la antigua batuta del Reich.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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